Derechos del hombre y deberes del ciudadano en la encrucijada: los lenguajes políticos de la Revolucion francesa y el abad de Mably

AutorNere Basabe
Páginas45-98

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I Introducción

La Revolución francesa fue definida como “la primera revolución fundada sobre la teoría de los derechos de la humanidad”, tal y como lo expresó Robespierre en el famoso discurso del 8 Termidor. De 1789 a 1795, en plena convulsión de los acontecimientos políticos, se sucedieron hasta cuatro

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versiones distintas de Declaraciones de derechos del hombre, y aunque la historiografía ha tendido tradicionalmente a oponer las dos fases de la Revolución, y concretamente los dos textos constitucionales de 1789 y 1793 (uno liberal, el otro jacobino), hoy se reconoce una predominante unidad intelectual en el proceso revolucionario, en el que los derechos del hombre, por lo demás, habrían constituido una pieza eminente del dispositivo1, y en el que como veremos, las tensiones y antagonismos habrían estado presentes desde el primer momento.

Los Derechos se declaran, no se constituyen, porque se los supone preexistentes: los hombres nacen libres e iguales en derechos, con lo que se impone la idea de que los derechos son anteriores a su reconocimiento, que hunden sus raíces en la naturaleza. El acto de “declarar” se presenta pues como la constatación de un estado de hecho primero, que se limitarían a restablecer arrancándolo del olvido o el desconocimiento; un movimiento revolucionario que pretende, de alguna forma, que el profundo cambio político en vías de experimentación reside en la propia naturaleza, tal y como rezaba una famosa expresión de la época: “la Nación no ha hecho más que recuperar sus derechos”2. Las Declaraciones norteamericana y francesa vienen así a representar la consagración definitiva, en su forma jurídica, de la larga trayectoria del pensamiento filosófico iusnaturalista.

Pero estas declaraciones representan igualmente la ruptura definitiva entre el derecho natural clásico y el moderno, por el que se establece la universalidad teórica del Hombre en tanto que realidad práctica del individualismo (en la medida en que la igualdad de derechos reconoce el derecho a la desigualdad: talentos, capacidades, propiedad), para el que la sociedad no es sino un medio al servicio de los individuos. La constatación de la diversidad humana y la consecuente imposibilidad de defender la existencia de certezas morales iba a llevar, en el siglo XVIII, a la idea de que la sociedad no se sostiene por un imperativo directamente derivado e inherente a la naturaleza humana, sino exclusivamente por el imperio de la ley, que ya no es ni divina ni natural, sino humana y positiva3. De ahí el carácter formal y éticamente neutro que toman los derechos enunciados en las Declaraciones, propio del derecho natural moderno: mientras que en el derecho natural clásico la normatividad de los actos legales y morales se definía a partir de una idea previa de “buena vida”, es decir, una vida virtuosa de los ciudadanos, el derecho formal moderno había roto con aquella perspectiva a partir de Hobbes4, quien privilegió la conservación de la propia vida como bien supremo,

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y pese a la vía intermedia ensayada por los iusnaturalistas de los siglos XVII y XVIII (como por ejemplo la obra del genovés Burlamaqui Principes du Droit Naturel, 1717). Porque en la filosofía clásica la sociedad no constituía un medio al servicio del individuo, sino el lugar en el que el hombre realizaba su naturaleza orientada hacia el bien moral y político, y donde el valor absoluto no era la vida, sino ese bien y esa idea de vivir con justicia –por encima incluso de la propia vida, tal y como ejemplariza el caso de Sócrates. El carácter formal de los nuevos derechos, en cambio, venía a justificar que la ley positiva –que no es sino su correlato- prohíba y limite, pero nunca prescriba; no impone ningún ideal absoluto que deba ordenar la vida de los hombres, ni en su ámbito privado ni en su vida como ciudadanos; guarda silencio sobre los fines comunes que hayan de seguirse, y justifica así la existencia de una “esfera neutra”, en palabras de Habermas, personal y arbitraria, en la que cada ciudadano puede, en tanto que individuo privado, perseguir sus propios fines. La finalidad inmediata de los primeros constituyentes no era otra que la de reaccionar contra las barreras o limitaciones que levantaba ante el individuo la antigua sociedad estamental, y tal propósito encajaba bien en la idea de unos “derechos naturales del individuo”, identificados con esa esfera neutra a la que el individuo privado podía contribuir libremente con su opinión. El iusnaturalismo moderno venía a confluir así con la ideología liberal que había comenzado a emerger en el siglo precedente.

Porque el lenguaje liberal se desarrolla con fuerza en este momento de la tardo-Ilustración, especialmente en torno a esa idea de los derechos, tanto que hay quien señala que el liberalismo político puede ser definido y reducido a una “ideología de los derechos”5: un proyecto destinado a refundar la moralidad y la vida social sobre la base de principios normativos de tipo racional y universal, y apoyado en la noción moderna de individuo, que lleva aparejadas las nociones de libertad (vinculada al reconocimiento de la pluralidad religiosa y la defensa de una esfera individual propia) e igualdad (como proceso de homologación del estatus jurídico que experimentan los sujetos). El liberalismo político, sobre premisas iusnaturalistas, justifica además las bases de la autoridad en el consentimiento de aquellos que se subordinan a la misma, y así, el individuo se constituye como un límite a la acción del Estado, siendo el único fin de éste propiciar los medios al ciudadano para la búsqueda de su propia felicidad: en la Declaración de Derechos de 1789, el individuo se concibe como lo principal, y la comunidad, como lo secundario; un lenguaje jurídico alentado por la Ilustración que constituye el núcleo central de la narrativa liberal.

En ese contexto, el nuevo modelo de libertad se basa en la defensa de los derechos, entendidos como “espacio para la realización de los ideales de la razón”6. La consagración de la Razón, cúspide del movimiento ilustrado, en tanto que medio para proceder al logro de los fines, y en última instancia, identificada con el puro cálculo (lo que es justo lo es porque resulta útil), parece mantener no obstante una relación tensa y compleja con la cuestión de los

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valores y la moralidad7. Los redactores de la Declaración se mueven así en la ambivalencia ante el problema que se les presenta: ¿cómo puede contribuir la felicidad de cada uno a la felicidad pública?, es decir, ¿cómo crear un bien común a partir de intereses concurrentes? ¿Y cómo orientar al ciudadano hacia ese bien común? ¿Cuál ha de ser pues la relación entre lo público y lo privado? ¿Cuáles serán las competencias específicas del ciudadano? ¿La Declaración ha de permanecer neutra, formal, o debe tener un contenido moral?

Detrás de estas cuestiones subyace un grave problema filosófico al que los constituyentes tendrán que hacer frente: la tensión entre lo natural y lo social, el hombre y el ciudadano, el individuo y el Estado o, particularmente, la relación entre derechos y deberes: ¿había que hablar en una Declaración de derechos también de deberes? Y, más allá de las insuficiencias teóricas, los acontecimientos políticos imprimirán cada vez mayor urgencia a estas cuestiones; inextricables de su contexto histórico de formación, las Declaraciones constituyen así el punto de convergencia entre una cierta corriente de ideas (el derecho natural moderno) y un acto político de toma de la soberanía, inscribiéndose en la visión liberal de la ciudadanía pero engendrando al mismo tiempo una serie de dificultades en lo que respecta a la preeminencia de la ley soberana sobre los derechos individuales: convocada inicialmente a la dura tarea de defender el orden constitucional, más tarde el gobierno republicano, la Revolución se debatirá entre la inspiración liberal primera y los encantos de una moral de contenido republicano8; y la limitación liberal del Estado tendrá que vérselas, cada vez más, con la extensión republicana de la soberanía.

Más allá de la idea de evolución progresiva, se impone la posibilidad de una doble interpretación de las Declaraciones de derechos: una de carácter liberal, según la cual el individuo goza de autonomía frente a los poderes y las leyes gracias a la consagración de un derecho natural siempre esgrimible frente al derecho positivo y donde los derechos se entienden en el sentido de libertades, y una interpretación de carácter republicano, que consagra la soberanía y le otorga poder para garantizar, e incluso crear, nuevos derechos colectivos y solidarios. Si bien la tentación de atribuir la primera interpretación a la Declaración de 1789, y la republicana a la de 1793, persiste todavía, lo cierto es que, tal y como ha señalado Marcel Gauchet, la mirada retrospectiva ha endurecido en exceso la oposición de lenguajes y de intenciones presentes en los textos de derechos; las opciones resultan divergentes, es cierto, pero el campo intelectual en el que se desarrolla el debate permanece idéntico, y los elementos en él discutidos se hallaban ya presentes todos desde el primer momento, tales como los derechos sociales, que ya estaban presentes en la mitad de los proyectos de 1789, o los deberes9, núcleo del presente trabajo: los deberes, que no fueron constitucionalizados hasta 1795 y que por lo tanto han sido a menudo interpretados...

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