Deber de lealtad y gobierno corporativo

AutorCándido Paz-Ares
Cargo del AutorCatedrático de Derecho mercantil. Universidad Autónoma de Madrid
Páginas15-73

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1. Introducción
1.1. La responsabilidad de los administradores en el debate sobre el gobierno corporativo

Cualquier sistema de gobierno corporativo está compuesto por un conjunto heterogéneo de instrumentos de salvaguardia y supervisión cuya finalidad es alinear los incentivos de los insiders (el equipo directivo y, en su caso, el grupo de control) y los intereses de los outsiders (los accionistas minoritarios). Los que a renglón seguido se enumeran son seguramente los más importantes, aunque su eficacia relativa depende del contexto institucional de cada mercado: (i) la constitución de un consejo de administración con alta capacidad de supervisión de la instancia ejecutiva de la compañía; (ii) el establecimiento de un sistema de opas y de mecanismos de lucha para la obtención de delegaciones de votos, que faciliten la competencia por el control; (iii) el diseño de sistemas de remuneración y contratos de incentivos capaces de reconciliar los intereses de los managers y los intereses de los inversores; (iv) la concentración parcial de la propiedad y la centralización del control en manos de uno o varios accionistas de referencia con incentivos suficientes para vigilar al management; (v) el reposicionamiento de los inversores institucionales como fuerzas proactivas en los foros de accionistas; y (vi) la implantación de un sistema efectivo de responsabilidad de los administradores con una adecuada definición de sus deberes fiduciarios.

Los dos primeros instrumentos –consejos y opas– acapararon la atención del movimiento de corporate governance durante su etapa inicial de desarrollo. Los dos siguientes –los contratos de incentivos y, sobre todo, los bloques de control– se incorporan a la agenda en un momento intermedio; es cuando el movimiento sale de su órbita anglosajona originaria y se generaliza al resto de los mercados, la mayoría de los cuales exhibe tasas elevadas de concentración de propiedad. Los dos últimos –activismo de los fondos y deberes fiduciarios– son las estrellas en el debate de última generación, aunque seguramente con protagonismos repartidos: el primero, en la escenaPage 16 anglosajona y el segundo, en el resto del mundo1. Nadie debería sorprenderse por ello. En la mayoría de los países, la concentración de capital determina, no sólo una menor eficacia disciplinar de las opas y una menor confianza en la independencia de los consejos (normalmente muy mediatizados por los accionistas de referencia), sino también una menor urgencia en llenar el “vacío de propiedad” mediante la implicación de los inversores institucionales2. El énfasis se desplaza así hacia los mecanismos legales de protección de los inversores y, específicamente, hacia la cuestión de los deberes fiduciarios y la responsabilidad de los administradores3. Sobre ella quisiera centrar la atención en las páginas que siguen. En el ámbito doméstico, el momento parece especialmente apropiado. Hace escasos meses se publicó el Informe Aldama, que dedica el grueso de sus recomendaciones a esta materia. Y en la actualidad se tramita en las Cortes el Proyecto de Ley de Transparencia, uno de cuyos objetivos primordiales es la reforma del régimen de responsabilidad de los administradores contenido en la Ley de Sociedades Anónimas4. Con aquellos antecedentes y en este contexto, mi propósito es delinear, aunque sea con trazos muy gruesos, un modelo de regulación de la responsabilidad de los administradores apto para mejorar la calidad del sistema español de gobierno corporativo. Una vez armado el modelo, lo utilizaré como rasero para eva-Page 17luar la normativa proyectada (v. infra §§ 14-16) y, llegado el caso, como base o apoyo para formular propuestas alternativas (v. infra § 17)5.

1.2. Hipótesis de partida: la necesidad de diversificar del régimen de responsabilidad de los administradores

Las iniciativas mencionadas son un indicio de que la situación actual no es satisfactoria. La general complacencia con que fue acogida la reforma de 1989, motivada por el mayor rigor que introdujo respecto del régimen previgente, comienza, en efecto, a resquebrajarse. Entre los tratadistas hay cada vez más voces críticas6 e incluso vemos a algunos líderes de opinión lanzar proclamas sobre la necesidad de reparar las “imperfecciones” de los arts. 127 y 133-135 LSA7. Lo que no está tan claro, sin embargo, es el trazado que debe seguir la reforma, y no lo está –ésta es al menos la percepción de quien escribe– porque falta una identificación precisa de la raíz del problema, una visión articulada de los males que aquejan a la normativa actual. Ésta es la primera incógnita a despejar.

Aun a riesgo de incurrir en simplificaciones excesivas, me atrevo a decir que buena parte de los males, sino todos, traen causa de la voluntad de tratamiento unitario de la responsabilidad de los administradores que ha presidido la elaboración y la interpretación de la normativa correspondiente en nuestra tradición jurídica. Mi conjetura, en efecto, es que aquella voluntad de unidad u homogeneidad es la culpable tanto de los excesos como de los defectos de que adolece la legislación en vigor. Precisamente por ello, nuestro razonamiento arranca de la necesidad de diferenciar o diversificar el régimen de responsabilidad en función de la distinta naturaleza de los deberes objeto de infracción. No pueden meterse dentro del mismo saco la regulación de los “actos de gestión indebida” y la regulación de los “actos de apropiación indebida”, cuyas lógicas económicas –como veremos enseguida– son muy distintas. Y esto nos obliga a separar nítidamente la vertiente tecnológica (relativa a la producción de valor) y la vertiente deontológica (relativa a la distribución de valor) en que se descompone toda la actividad de gobierno de una empresa y, a partir de ahí, elevar a categoría la distinción entre el deber de cuidado y el deber de lealtad. El deber de cuidado –el deber de diligencia del “ordenado empresario”– exige que los administradores inviertan una determinada cantidad de tiempo y esfuerzo y desplieguen un cierto nivel de pericia en la gestión o supervisión de la empresa a fin de maximizar la producción de valor. El deber de lealtad –el deber de proceder como un “representante leal”– requiere que los administradores antepongan los intereses de los accionistas a los suyos propios al objeto de minimizar la redistribución del valor creado. Los administradores quedan sujetos así a dos imperativos fundamentales: maximizar la producción de valor y minimizar la redistribución de valor.

Partiendo de estas sencillas distinciones, de gran relieve desde el punto de vista del gobierno corporativo, pero frecuentemente pasadas por alto en las discusiones más con-Page 18vencionales, sale el criterio directriz que, a nuestro juicio, debe de presidir el tratamiento normativo de la materia. Dicho criterio puede formularse así: el régimen de responsabilidad de los administradores ha de configurarse de modo que sea tan severo con las infracciones del deber de lealtad como indulgente con las infracciones del deber de diligencia. Nuestra propuesta se sustancia, en definitiva, en una política de abstención con la negligencia y en una política de intervención con la infidelidad. El Informe Aldama no ha hecho explícito un modelo de regulación de esta índole, pero –como tendremos ocasión de comprobar– se orienta con suficiente claridad en esta línea.

1.3. Justificación de la diversificación del régimen de responsabilidad

Las razones que avalan o dan soporte a la estrategia de severidad/indulgencia propuesta se fundan en una evaluación comparativa de la responsabilidad por infracción de los deberes de lealtad y de la responsabilidad por infracción de los deberes de diligencia en tres planos: (i) en el plano de los incentivos para el incumplimiento; (ii) en el plano de la sustituibilidad de los mecanismos de gobierno; y (iii) en el plano de la incertidumbre sobre la valoración jurídica de la conducta de los administradores. A continuación se examinan los factores relevantes en cada plano.

  1. El primer factor a considerar viene dado por el grado de alineamiento natural de los incentivos de los administradores con los intereses de los accionistas8. Allí donde el alineamiento es mayor, habrá menos probabilidad de incumplimiento y, por ende...

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