El cuestionamiento de los derechos sociales: el caso de la vivienda

AutorMaría José González Ordovás
Páginas21-48

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La literatura sobre los derechos sociales no deja de aumentar, incluso podría decirse que en los últimos tiempos lo ha hecho de forma acelerada. Ello, sin embargo, no significa que la doctrina haya llegado a acuerdos sobre cuestiones de primer orden como su naturaleza jurídica, su vinculatoriedad o sus garantías. Si bien sabemos que «la Constitución es el nuevo paradigma del Derecho», la incorporación a la misma de los derechos sociales como referencias concretas del principio de igualdad y aun de libertad ha comportado la identificación mayoritaria de la sociedad con su modelo jurídico.

Esa identidad entre el conjunto social y su Constitución supone un rebasamiento de lo estrictamente jurídico en la medida en que la interiorización de los valores y principios en ella contemplados implican adhesiones y estimaciones metajurídicas. No parece abusivo afirmar que en el ideario colectivo Constitución, democracia y derechos sociales son percibidos actualmente en nuestra cultura jurídica como términos si no sinónimos, sí recíprocamente dependientes. Con ser así, la cuestión no está exenta de desacuerdos, problemas y, como parece aventurarse potenciales cambios.

Esa materialización del Derecho a la que sin alegría ya se refiriera Weber, ese cobrar vida de la Constitución para prevenir o restaurar fisuras en la igualdad generadas bien por el sistema económico bien por la propia naturaleza consiguió sin dificul-

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tad que la legitimidad del Derecho pasara a descansar, en buena medida, en los derechos sociales cuyo cometido no es otro que hacer de todos ciudadanos de primera. Por otro lado, tal respeto e interiorización que se predica de la sociedad respecto a su Derecho ha de proclamarse del mismo modo de sus jueces.

Dicho en palabras de Habermas, «hoy la jurisprudencia ya no puede comportarse ingenuamente respecto a su propio modelo social». Sociedad y Derecho, sea en versión normativa o institucional no pueden vivir de espaldas en un contexto complejo y cambiante como el actual so pena de que la anomia se extienda hasta poner en peligro la función organizativa del Derecho.

Sólo reconociéndose como partes insustituibles de un discurso conjunto sociedad y Derecho están en condiciones de conocer y plasmar la voluntad general que ha de orientar las conductas de una y otro. En ese marco, los derechos sociales vinieron a suponer la aportación jurídica para paliar las debilidades o agujeros de legitimidad que el modelo liberal arrastraba consigo1.

A diferencia de lo ocurrido con otros modelos, la relación mantenida entre el modelo jurídico liberal y el social no ha sido el de una subrogación propiamente dicha. Entre ambos subsiste una relación dialéctica que, a la luz de los últimos acontecimientos económicos, adquiere una dimensión protagonista. La pugna entre la igualdad jurídica y la fáctica, por continuar con la terminología habermasiana, va más allá de un debate iusfilosófico para ocupar el lugar de un auténtico replanteamiento del contrato social que toda Constitución refrenda. En realidad, no puede ser de otro modo dado el innegable trasfondo político que acompaña y condiciona al planteamiento y paradigma social, como política es la opción liberal y la tensión entre ambos, auténtico motor de la actualidad jurídico-política.

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De hecho, en este ámbito, referirse a las connotaciones jurídicas y políticas de los modelos que nos ocupan es casi redundancia.

El debate de fondo irrumpe cuando lo que se plantea no es la coexistencia dinámica entre ellos, por hacer referencia así a las puntuales tensiones que puedan producirse con la puesta en práctica de los dos, sino la superioridad de uno respecto al otro. Defensores y detractores de la suficiencia jurídico-constitucional de la clausula social vendrían a ocupar el papel de socialdemócratas y neoliberales en términos políticos. Las opiniones de Abendroth, Parejo Alfonso y García Macho en oposición a las de Forsthoff, Fernández Miranda y Rodríguez de Santiago podrían ser una muestra de ese desencuentro por incluir opiniones tanto del ámbito internacional como nacional2.

El rechazo que los derechos sociales provoca en cierto sector de la doctrina es de tal trascendencia que algún autor ha llegado a hablar de auténticos «enemigos» de los mismos, «adversarios» que podrían agruparse en cuatro tipos de obstáculos: la percepción de los derechos sociales como derechos diferentes; la subordinación de los derechos sociales a otros; la concepción tendencialmente absolutista de los derechos políticos y la concepción tendencialmente absolutista de, los denominados por Ferrajoli, derechos patrimoniales3. Tales configu-

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raciones asignan una debilidad a los derechos sociales en función de su contenido indeterminado y su imposible exigibilidad ante los tribunales y el resto de las instituciones.

En el fondo de la exclusión de los derechos sociales como derechos de idéntica naturaleza jurídica que los civiles y los políticos, aun a pesar de las peculiares características de cada uno de ellos, parece latir un desprecio por la acción reparadora que la res publica pone en marcha a través del principio de igualdad, en favor de una acción pro libertatis, en la que el Estado jugaría un papel más de árbitro que de parte.

Para la defensa y apuntalamiento de cada una de tales concepciones hay un conjunto argumental que trasciende lo estrictamente jurídico para adentrarse en el terreno de la política, como ya se ha indicado, y aun de la ética. El papel conferido al principio de equidad en relación al de eficacia vendría a traducirse en el interrogante ¿eficiencia a cualquier precio?

Por cada razón que avala que los derechos sociales son derechos de segunda categoría en la medida en que al no ser exigibles no pasan de ser mera literatura, no es difícil esbozar otra que respalda la plena juridicidad de los mismos pese a los problemas de orden procedimental e incluso financieros que pudieran implicar. En esa línea, no sería correcto decir que es con los derechos sociales cuando la moral llega al Derecho pues como es bien sabido, lo hizo mucho antes, desde el principio podría decirse, pero sí se aproxima a la realidad la visión de que con ellos, con la constitucionalización de los derechos sociales, «el derecho se ve impregnado por la moral»4. Lo que, en última instancia, implica que toda consideración sobre los mismos lleva intrínsecamente aparejado un planteamiento moral5.

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Esa imbricación hace que nos planteemos si el Derecho cuenta o no con herramientas para hacer reconciliables la Libertad y la Igualdad preconizadas por el lema de la Revolución Francesa e incorporadas en la segunda mitad del siglo XX en las Constituciones Europeas como auténticos principios normativos. O, dicho en otros términos, al no ser neutras las piezas jurídicas, ¿la redacción de los principios básicos no dependería, como apunta MacCormick, de la forma de sociedad previamente elegida?

El hecho es que la elección de una sociedad no puede hacerse de manera anticipada y zanjar con ello el asunto. La sociedad se piensa a sí misma repensándose de forma continua según va registrando cambios en la moral del conjunto, cambios cada vez más rápidos y profundos como corresponde a las sociedades complejas y avanzadas.

En esa constante actualización la cuestión de los derechos sociales ocupa un lugar central y, visto que el mercado resulta eje vertebrador de nuestros sistemas democráticos, bien podríamos tratar de comprender la función atribuida a tales derechos en relación a su posición respecto al mercado. De tal modo que, según cuál sea el protagonismo conferido a la libertad de empresa, al mercado y a la propiedad así será el cometido asignado a tales derechos.

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Podríamos hablar de tres modelos alternativos al respecto: el de Nozick, el de Alexy y el de Ferrajoli. El primero desde el marco de la filosofía política y los dos segundos desde la Teoría del Derecho ofrecen perspectivas bien distintas de qué debemos y podemos esperar al respecto. El hecho de que, para Nozick, cualquier forma de redistribución de la riqueza, como pueda ser la articulada a través del sistema financiero, sea «injusta», llegando incluso a calificar como «una especie de trabajos forzados» al sistema impositivo actual, hace inviable ab initio toda posibilidad de que un sistema de derechos sociales redistribuya la riqueza de un país6. Este, el paradigma neo-liberal donde el Estado se hace mínimo para que el mercado se haga máximo, ha venido siendo más propio de países como EE.UU. que de las democracias europeas, si bien es verdad que, en los últimos tiempos, auspiciados por el apoyo de organismos internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional ese tipo de postulados ha ido cobrando cada vez más adeptos en Europa.

Un enfoque diferente, a medio camino entre el primero y el tercero, es el de Robert Alexy, cuya concepción podría calificarse como «social liberal de los derechos sociales»7. En su teoría de los derechos fundamentales, los sociales son, en primer lugar, derechos subsidiarios respecto al mercado y, en segundo, derechos mínimos8. Aquí el Estado no es mínimo pero sí los son este tipo derechos, no otros.

De ser exactos deberíamos precisar que dichos rasgos no los señala Alexy de los derechos sociales en sentido literal sino que, yendo mucho más allá, los predica de los derechos a acciones positivas del Estado o derechos a prestaciones en sentido

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amplio, sean de protección, organización y procedimiento o prestaciones en sentido estricto o sociales propiamente dichos. Los que ahora nos ocupan, los sociales, son subsidiarios porque: «son derechos del individuo frente al Estado a algo que —si el individuo poseyera medios financieros suficientes y si encontrase en el mercado una oferta suficiente— podría obtenerlo también de particulares»9. Y son mínimos porque, a su juicio, «habrá que considerar que una posición de prestación jurídica está definitivamente...

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