Estado de la cuestión

AutorInmaculada Vivas Tesón
Páginas23-30

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El sabor algo anticuado de nuestro Código civil (aun teniéndose presente que la normativa reguladora de la materia que nos ocupa no es la originaria de 1889) se ha acentuado, aún más si cabe, tras la Convención ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad14,

hecha en Nueva York el 13 de diciembre de 2006, la cual, fruto de un complejo recorrido que inicia en los años 70 a partir de la adopción por la Asamblea General de importantes Declaraciones15, ha marcado un antes y un después en cuanto a la consideración de

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la persona más allá de su discapacidad, llevando a cabo, a nivel mundial, una auténtica transformación cultural.

Con la Convención se pone de manifiesto la necesidad de una toma de conciencia y compromiso internacionales, europeos16e internos en la materia, esenciales para realizar

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un importante giro social y jurídico hacia la difícil efectividad de la tutela de las personas con discapacidad y el respeto de la persona humana y de su derecho a la libertad17.

Conforme a este nuevo paradigma, uno de los principales retos que supone la entrada en vigor de la Convención es la correcta adaptación de las legislaciones nacionales de los Estados Partes a las disposiciones que garantizan la igualdad de trato en el ejercicio de la capacidad jurídica de las personas con discapacidad, considerando discriminatoria toda distinción que se base en la condición de discapacidad.

Tales disposiciones se contienen, principalmente, en el art. 12, sin perjuicio de que el mismo deba, a su vez, ser interpretado en todo el contexto del Tratado Internacional.

El marco legal establecido por el citado art. 12 contempla un cambio en el modelo a adoptar a la hora de regular la capacidad jurídica de las personas con discapacidad, especialmente, en aquellas situaciones en las cuales puede resultar necesario algún tipo de intervención de terceros: mientras que el sistema tradicional tiende hacia un modelo de "sustitución" en la toma de decisiones, el modelo de derechos humanos basado en la dignidad intrínseca de todas las personas, sobre el cual gira la Convención, aboga por un modelo de "apoyo" en la toma de decisiones.

Al respecto, es preciso subrayar que la especial trascendencia de dicho Tratado internacional no radica en su contenido innovador, que no lo es, sino en que, a diferencia de otras Declaraciones de derechos y principios generales de la ONU (como la Declaración de los Derechos del Retrasado Mental y la Declaración de los derechos de los Impedidos o las Normas Uniformes para la Igualdad de Oportunidades y la no Discriminación), inspiradoras de leyes y políticas de muchos países pero carentes de fuerza normativa, la Convención ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad es un instrumento jurídico de carácter obligatorio. No estamos, pues, ante una mera declaración o recomendación, sino ante un pacto internacional preceptivo y vinculante.

Pues bien, tradicionalmente, las únicas opciones tuitivas contempladas por nuestro Derecho civil han sido: bien incapacitar judicialmente a la persona con una enfermedad de carácter físico o psíquico grave y persistente que le impida el autogobierno (art. 200 C.c.), sujetándola, consiguientemente, a un régimen de guarda (la mayoría de la veces, la tutela, por tanto, sustitutiva de la persona) y excluyéndola del tráfico jurídico y del ejercicio de sus derechos; bien impugnar la validez de los actos jurídicos celebrados por una persona sin capacidad de obrar suficiente (arts. 1300 y ss. C.c.), por tanto, una protección no preventiva, sino a posteriori.

Si bien la Ley 13/1983, de 24 de octubre, que adaptaba nuestro viejo Código civil a los principios constitucionales, introdujo un sistema en el cual la incapacitación judicial debía adecuarse a las concretas exigencias de la persona enferma (la sentencia de incapacitación

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debe fijar la extensión y límites), permitiéndole, en su caso, realizar actos personalísimos (p. ej. matrimonio, reconocimiento de un hijo natural, otorgar testamento o el derecho al sufragio activo), en su aplicación práctica, ha persistido (o, al menos, ésa es mi impresión, tal vez, equivocada) una predominante visión económica y patrimonial de la institución jurídica, dejando poco espacio a la consideración de la personalidad y libertad del individuo18.

Buena prueba de ello es la dificultad para encontrar personas (físicas o jurídicas) que quieran asumir la tutela de personas carentes de recursos económicos y la rapidez con la que se ofrecen cuando se trata de tutelar a incapacitados con propiedades, dinero o rentas.

También lo es la consideración de la prodigalidad como causa de incapacitación parcial, pues, en realidad, de un lado, con ello se asegura a los familiares la satisfacción de sus expectativas alimenticias y, de otro, se garantiza a la colectividad que no va a verse perjudicada por quien se ha colocado en una situación de miseria19, conducta que parece ser sancionada; en definitiva, seguridad patrimonial.

A mayor abundamiento, el curador no tiene deberes de cuidado personal del curatelado, sino sólo funciones de asistencia en el cumplimiento de actos patrimoniales de extraordinaria administración.

La discapacidad, en nuestro Código civil, está, por tanto, esencialmente patrimonializada, pues no importa tanto la persona, sus necesidades, sus sentimientos y aspiraciones ni el ejercicio de sus derechos fundamentales (dignidad, igualdad, derecho a la salud...), como la tutela y conservación (a veces, expoliación) del patrimonio del enfermo y, a partir de la declaración judicial de incapacitación, la fácil obtención de la prueba para impugnar la validez de los actos patrimoniales realizados por el incapacitado en su perjuicio.

Cierto es que esta visión acentuadamente patrimonialista no debe extrañarnos demasiado, si tenemos en cuenta que se trata de un Código dirigido, primordialmente, a la salvaguardia de la producción y circulación de la riqueza, siendo la propiedad privada el pilar fundamental sobre el cual se sustentan, sustancialmente, sus normas. Conforme a ello, la capacidad de obrar de la persona resulta subordinada a las exigencias del tráfico jurídico-económico.

Además de dicho tinte esencialmente patrimonial, a la incapacitación judicial (y a su publicidad) ha acompañado, durante mucho tiempo, la estigmatización social de la persona, lo que provocaba que, en ocasiones, las familias, avergonzadas, fueran algo reticentes a acudir a ella o, si se animaban a solicitarla, era porque, casi con toda seguridad, existían intereses de índole económica (p. ej. si el Notario no permite la firma de la escritura de

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venta de un piso heredado por falta de capacidad de uno de los herederos es, entonces, cuando los hermanos, de prisa y corriendo, pretenden conseguir la incapacitación, sin que nunca antes se hubieran preocupado de ello), llevando sus peleas familiares a la órbita judicial bajo la sedicente protección de la persona enferma, quien, sin importarles lo más mínimo, era declarada incapacitada y, de alguna manera, "enjaulada" (bien en casa, bien en un centro psiquiátrico o geriátrico o, lo que es peor, en la cárcel).

A partir de su incapacitación judicial, la persona pasaba a ser marginada no sólo socialmente sino ya oficialmente, como si tuviera una marca prácticamente indeleble (al estilo de la que se le hace al animal con el hierro candente para que no se pierda), pasando a ser un sujeto resignado a su situación y pasivo socialmente; una suerte de condena del individuo incapacitado a un permanente status personal de marcada inferioridad jurídica20. No

estábamos muy lejos de la monstruosa costumbre espartana de arrojar a los recién nacidos con alguna malformación o deficiencia por el monte Taigeto.

La incapacitación judicial exigía y exige una enfermedad que ha de ser persistente e impedirle a la persona el autogobierno ex art. 200 C.c. De este modo, podría decirse que nuestro legislador ha asumido, como situación dominante, la grave enfermedad mental, focalizando su atención en su custodia y aislamiento, así como en la protección de sus bienes.

Partiéndose de tal presupuesto, numerosas personas que, con un déficit o enfermedad no demasiado grave como para impedirle el autogobierno (p. ej. meros trastornos neurológicos que no llegan a ser enfermedades mentales, como la narcolepsia, o el mero debilitamiento psicofísico por razón de la edad) o bien no persistente (p. ej. trastornos mentales transitorios21, enfermedades de carácter cíclico22en las cuales aparecen períodos de agudización o descompensación con grave alteración de las facultades mentales, los cuales se alternan con otros de lucidez y normalidad psíquica en el paciente como acontece en la esquizofrenia, crisis pasajeras, trastornos psicológicos o emocionales post-ictus, o como ocurre en casos de comas post-traumáticos ocasionados por accidentes de circulación), pero sin plena autonomía psicofísica, caen en una especie de limbo jurídico-civil, abandonadas a su suerte, pues al no concurrir en ellas los presupuestos de la incapacitación judicial, quedan desprovistas de toda protección legal (con la...

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