La crisis del derecho tutelar codificado y la necesidad de la reforma

AutorJosé Luis Gutiérrez Calles
Cargo del AutorDoctor en Derecho

1. EL FRACASO DEL RÉGIMEN LEGAL DEL CÓDIGO DE 1889 Y LA NECESIDAD DE LA REFORMA: ANÁLISIS INTRODUCTORIO

La crisis de las disposiciones reguladoras de las instituciones tutelares contenidas en el Código civil coincide, prácticamente, con su entrada en vigor. FALCÓN 1, al año siguiente de publicarse el Código civil, critica la complejidad de su entramado orgánico, al considerar que «el sistema es algo complicado, carece de originalidad, es una importación de legislaciones extranjeras y se desenvuelve en un verdadero lujo de minuciosos detalles», dudando de que produjera en España los excelentes resultados que se le atribuían.

Las críticas fueron arreciando con el transcurso del tiempo, a medida que se evidenciaba el alejamiento de las normas de la realidad social. Son muchos los autores que significaron la inadecuación del Código 2, centrando sus argumentos unas veces en la radical transformación de la familia española, con la lógica incidencia que ello tenía en un sistema tutelar adjetivado «de familia», otras en los estrechos márgenes de la unidad de guarda, obligando a contemplar situaciones muy heterogéneas (menores, dementes, pródigos, interdictos...), bajo una misma institución, la tutela, que difícilmente se podía adecuar con acierto a todas ellas.

Junto a estos dos elementos -el familiar y la unidad de guarda- que ahora analizaremos, hay un tercero que se ha dejado sentir insistentemente y sobre el que hemos llamado la atención en todos los períodos históricos estudiados. Nos referimos a ese «vicio tradicional», como lo calificó VALVERDE 3, que desde antiguo ha distorsionado la finalidad primaria de la tutela, al superponer la ley, el cuidado y conservación de los bienes, a las atenciones y asistencias personales del incapaz.

El legislador de 1889, al regular la tutela en su modalidad familiar, está pensando en la tradicional familia integrada por la parentela, a la que las Partidas y los Fueros de la época tanto recurrieron para salvaguardar los intereses de los incapaces. Sin embargo, la evolución que experimenta la familia a partir de la revolución industrial que se inicia a finales del siglo XIX, remarca las diferencias entre la legislación y la realidad familiar, al pasarse de la familia patriarcal a la denominada nuclear o conyugal. Los lazos afectivos son sentidos cada vez menos fuera del círculo reducido que nace de la relación conyugal y paterno-filial y, en consecuencia, no existe, al margen de los padres y los hijos o descendientes, esa afectividad fruto de la vinculación parental que el Consejo de Familia exigía, por lo que el órgano principal de la tutela se construye sobre una base falsa y artificiosa, con las consecuencias que veíamos al examinar su contenido. Ello unido al carácter extraño del Consejo -como hemos acreditado en su momento- certifica el fracaso estrepitoso de la Institución 4.

A medida que pasaban los años se iba profundizando el distanciamiento entre la ley y la realidad social y familiar. El desarraigo que se produce en la familia por el despegue económico de los años 60, con las migraciones masivas hacia las regiones más ricas, la incorporación al mercado laboral de todos los miembros adultos de la familia y los cambios en la estructura familiar que poco a poco se democratiza, al sustituirse lentamente las relaciones de autoridad por las de reciprocidad, siendo decisiva en este aspecto la Ley de 13 de mayo de 1981, por la que se modifican determinados aspectos en materia de filiación, patria potestad y régimen económico del matrimonio, hacen que la tutela, concebida originariamente para ser soportada por una familia troncal, agraria y poco emigrante, resulte inútil a los fines para los que fue creada, dada la dispersión de sus miembros, a los que ya no es fácil reunir para colaborar en las tareas tutelares.

Se hace necesario, por tanto, no sólo una modificación orgánica de la institución tutelar; sino una radical transformación del sistema. Si observamos con atención esta transformación, veremos como se va a producir siguiendo un proceso inverso al señalado para justificar la tutela familiar en el Derecho medieval, es decir que, frente a la dispersión del poder real en aquella época, que encontramos diseminado por los diversos territorios, la familia surge con fuerza como elemento protector de sus miembros frente a las agresiones del exterior y falta de garantías sociales; ahora, la debilidad familiar producida por las circunstancias antedichas hace que el legislador apunte hacia un Estado cada vez más fuerte, configurando la llamada tutela de autoridad caracterizada por una mayor intervención estatal a través de la autoridad judicial u órganos de la Administración, para mejor vigilar y asegurar el buen funcionamiento de la tutela.

El espaldarazo definitivo a la familia nuclear lo da el legislador con una serie de disposiciones que directa o indirectamente van a perjudicar los intereses del incapaz, en la medida en que queda excluido de la unidad familiar, integrada exclusivamente por padres e hijos 5 y, en el plano de las prestaciones sociales, no se le tiene en cuenta en el cómputo de las cantidades por desempleo 6.

El otro elemento apuntado como objeto de las críticas de la doctrina fue la refundición en una sola figura de la tutela y curatela 7, olvidando el legislador nuestro Derecho histórico para acoger el sistema francés. No obstante esta unificación, quedaron desperdigadas en el Código una serie de situaciones de difícil sistematización, que obligaron a la doctrina 8 a distinguir, dentro del concepto genérico de tutela entre «tutela plena» y «tutela restringida» 9, en función de la necesidad o no de constituir todo el organismo tutelar, pues, inicialmente, el Código exigía en todos los casos la constitución de la tutela con todos los órganos legalmente previstos. Con esta regulación el sistema habría de funcionar mal necesariamente, pues, difícilmente, se llegaban a formalizar las tutelas, y las que llegaban a constituirse sólo se ponían en funcionamiento cuando alguna venta o negocio jurídico del incapaz lo exigía, y, aún en estos casos, si se respetaban los trámites legalmente establecidos resultaban excesivamente costosas, por lo que en la mayoría de las veces se las descuidaba, con lo que la protección del incapaz desaparecía.

En este punto conectamos con lo que de más criticable tenía la regulación de la tutela en nuestra opinión, la despreocupación por el aspecto personal -presente históricamente en todas las legislaciones- que el Código civil ofrecía, recargado de artículos relativos a los bienes e intereses del demente y olvidándose por completo de su persona. El ordenamiento jurídico sólo reaccionaba frente al enfermo mental cuando resultaba peligroso -encerrándole sin garantías e internándolo de por vida sin que sus intereses y persona se protegieran adecuadamente- o cuando era titular de un patrimonio de consideración. En el primer caso, la sociedad permanecía al margen de la situación del enfermo; en el segundo, todos los familiares se «desvivían» por incapacitar y pasar así a administrar el patrimonio del pupilo. Aún en este último supuesto, si la explotación de los bienes era posible sin la incapacitación legal y posterior nombramiento de tutor, simplemente se le internaba si causaba molestias, produciéndose la temida incapacitación de facto, ajena a cualquier garantía jurídica, como vimos en el apartado correspondiente.

Los argumentos expuestos eran suficientes para exigir una reforma en profundidad del sistema tutelar. Esta transformación se produce con la Ley 13/1983, de 24 de octubre, sobre cuyo articulado voy a desarrollar el análisis de la guarda del enfermo mental, en aquellos aspectos relativos a los deberes y responsabilidades dimanantes de la misma.

2. LA PERSONA COMO PRESUPUESTO DE LA CAPACIDAD JURÍDICA Y LA ENFERMEDAD MENTAL COMO HECHO DETERMINANTE DE LA INCAPACIDAD DE OBRAR

La incapacitación produce en el enfermo mental una restricción de su capacidad de obrar cuya extensión quedará determinada por la sentencia correspondiente. La resolución va a establecer el ámbito de actuación eficaz del pupilo y, por consiguiente, las actuaciones jurídicas que se reservan al representante legal, al considerar el órgano judicial que las mismas no pueden ser ejecutadas por el tutelado. Por contra, la capacidad jurídica, entendida como aptitud para ser titular de relaciones jurídicas, es inmodificable, ni puede ser suprimida ni recortada 10.

La capacidad jurídica surge con el nacimiento, según establece el artículo 29 del Código civil y se extingue con la muerte, como afirma el artículo 32 de dicho texto 11.

Por tanto, a todo ser humano le corresponde dicha capacidad y aún al no nacido (nasciturus) se la reconoce excepcionalmente y con matizaciones el Código para todo aquello que le sea favorable (artículos 29 y 30) 12. Una primera conclusión de lo dicho hasta ahora es que ni la enfermedad mental ni cualquier otra enfermedad o deficiencia persistente, de carácter físico o psíquico, que impidan a la persona gobernarse por sí misma, priva a quien la sufre de capacidad jurídica y sí de capacidad de obrar en la extensión y con los límites que marque la sentencia de incapacitación.

Esta distinción tan evidente no ha sido claramente advertida por un sector de la doctrina. La confusión arranca del derogado párrafo 2.° del artículo 32 del Código, que antes de la reforma del 83 establecía: «La menor edad, la demencia o imbecilidad, la sordomudez, la prodigalidad y la interdicción civil no son más que restricciones de la personalidad jurídica. Los que se hallaren en alguno de estos estados son susceptibles de derechos, y aún de obligaciones, cuando éstas nacen de los hechos o de relaciones entre los bienes del incapacitado y un tercero». La norma tenía una ratio bien clara pues, al declarar la susceptibilidad de obligaciones cuando éstas nacieran de los hechos realizados por los incapacitados, o de las relaciones entre sus bienes y los de...

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