La criminología como alto el fuego

AutorVincenzo Ruggiero
Páginas239-263

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En uno de los relatos de Stefan Zweig la guerra es descrita como una partida de ajedrez, aunque también es vista como un comercio vulgar entre individuos nobles y apasionados que son regularmente derrotados por seres despreciables, inhumanos, dotados de pura habilidad mecánica. Análogamente, Ernst Jünger identifica en el fango rojizo de la Primera Guerra Mundial el ocaso de las guerras heroicas y el alba de los conflictos armados productivos, que finalmente subsumen el trabajo humano en la violencia: la guerra es una industria. Mientras el primero se hace intérprete de un pacifismo de tipo radical y, huido de Alemania con un sentido de trágica derrota, decide suicidarse, el segundo elabora, junto a la crítica de las guerras modernas, una noción de conflicto como valor: lo importante no es comprender el motivo por el cual se combate, lo importante es combatir (Zweig, 1943; Jünger, 1985).

Zweig y Jünger ejemplifican las dos reacciones extremas contra la guerra, es decir, su total rechazo que deriva hacia la auto-destrucción y el consenso a través de la revalorización ideológica. Este capítulo final trata de distanciarse del derrotismo y de la impotencia, argumentando que la noción de «guerra como valor» ha gozado de una longevidad inmerecida y que un análisis sociológico y criminológico conduce a la criminalización incondicionada de todo conflicto bélico. Antes de ilustrar el sentido de un programa teórico para la criminalización será útil observar cómo la criminología oficial a menudo ha descuidado este tema y cómo sólo recientemente se han puesto los cimientos para una nueva criminología de la guerra.

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Guerra e identidad

Los criminólogos convencionales evitan estudiar la guerra como evitan observar los comportamientos legítimos. Provoca poca curiosidad, en ellos, la evidencia de que las conductas legítimas pueden ser extremadamente dañinas, de que los procesos institucionales y culturales determinan qué cosa haya de considerarse legítima y, en fin, que el poder oficial usufructúa siempre modalidades de ejercicio paralelas, ocultas, que lo refuerzan y perpetúan. Y sin embargo, el estudio de la criminalidad de cuello blanco, a este propósito, ha legado un rico patrimonio de reflexiones, revelando, por ejemplo, que los roles ocupacionales legítimos ofrecen oportunidades criminales y que la transmisión de técnicas ilegales, pero también de racionalizaciones, internas a las élites, hacen de la criminalidad de éstas últimas un fenómeno muy difundido (Sutherland, 1983). Además, algunos estudiosos de la criminalidad del Estado sugieren que la autoridad legítima raramente encarna las normas, sino que legalidad e ilegalidad se combinan en el ejercicio práctico de la rutina de quien gobierna (Heyman, 1999).

En los capítulos precedentes se ha recordado que, según Durkheim (1996), la guerra reduce las sociedades al más bajo nivel de moralidad pensable, imponiendo una rígida y odiosa disciplina sobre la voluntad. Se ha mencionado también que, muchos años antes, Hobbes ([1651] 1987) ya había analizado la guerra como violencia perpetrada por «personas de autoridad soberana» que asumen la postura de los gladiadores y los gobiernos como constantemente absortos en apuntar sus armas unos contra otros. La teoría del etiquetaje, a su vez, pone en discusión las definiciones ontológicas del crimen (Becker, 1963) y desconfía incluso del carácter universal de un delito como el homicidio: quitar la vida a una persona no siempre entra en la categoría legal de homicidio (Pfohl, 1985). La referencia a la guerra, en este caso, resulta obvia. Pero, no obstante estas indicaciones inequívocas, la guerra escapa milagrosamente a la atención y, frente a los millones de homicidios «legítimos» ejecutados, por ejemplo, durante las guerras del siglo XX, los criminólogos convencionales rechazan la consideración de que muchos de éstos fueran en realidad ilegítimos y, menos todavía, que la misma legitimidad de la guerra pueda ser impugnada.

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Existe una pesada herencia que favorece tal rechazo y que consiste en la noción tradicional de que la guerra es un gran evento fundador, rico en valores positivos, capaz de marcar la diferencia entre civilización y barbarie. La guerra establece jerarquías justas y atribuye el rango que los contendientes mere-cen: un mal necesario, también un acontecimiento regenerativo que da forma al mundo y lo transforma (Curi, 2002). Además, la guerra parece pertenecer a la esfera de lo divino, en cuanto que genera entidades sociales e institucionales a través de una suerte de teomaquia, un combate sagrado que trae destrucción pero que contiene también creación. En síntesis, la guerra es una expresión extrema de la interacción humana, un suceso esencial para la constitución de la identidad.

Nociones similares se encuentran en la criminología funcionalista, de modo particular en las variables conceptuales de solidaridad, consenso e integración. Con el percibido debilitamiento de los vínculos sociales, causado por la civilización urbana industrial, la guerra es vista como artificio ideal para producir identidades colectivas, solidaridad y máxima integración. Cuando la afirmación de la sociedad liberal produce sobre el viejo orden efectos de emancipación y, de manera concomitante, de desorganización, se asiste a un crecimiento del nacionalismo acompañado por sentimientos marciales (Bramson, Goethals, 1964). Como sugiere Durkheim, cuando las mentes de los individuos no están aisladas, sino que entran en relación de proximidad con las de otros, nace una nueva forma de vida psíquica, una síntesis de energía e intensidad superior que favorece el dejar de lado provisionalmente los intereses personales pudiendo expresarse como fuerza incontrolable, una potencia desbordante que tiene el efecto de fermento colectivo. Esta fuerza puede también manifestarse como «estúpida violencia destructiva», o también como «locura heroica», pero su verdadera función consiste en generar momentos «elevados» de existencia, que, gracias a su intensidad, «monopolizan las mentes excluyendo los egoísmos». Una sociedad no es un simple cuerpo organizado de funciones y no puede subsistir si no está en condiciones de constituir ideales: «este cuerpo posee un alma, que está compuesta por los ideales colectivos»; los ideales, a su vez, no son abstracciones, conceptos intelectuales fríos privados de potencia propositiva, sino que son esencialmente dinámicos, en cuanto «sostenidos por la gran fuer-

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za del colectivo»: «Son fuerzas colectivas, es decir, fuerzas naturales pero también morales, comparables a otras fuerzas del universo» (Durkheim, 1974: 91-93).

No es fácil establecer si Durkheim incluiría la guerra entre las formas de efervescencia morbosa examinadas en el capítulo 3. Con seguridad, para sus epígonos el conflicto bélico constituye un acto supremo de fuerza unitaria, que permite el encuentro entre lo real y lo ideal y esencialmente deja en la memoria colectiva un depósito de solidaridad e integración. ¿Por qué la criminología nunca debería ocuparse de estas variables? La criminología normalmente se ocupa del egoísmo, el desorden y la desorganización y es inapropiado incluir la guerra entre sus objetos de estudio: la cuestión que la disciplina se propone es por qué algunos sujetos cometen delitos y no por qué la mayoría no los comete.

Solidaridad e innatismo

La guerra de Troya, hecho literario decisivo para la constitución del imaginario colectivo occidental, aparece privada de motivaciones precisas en cuanto que no hay proporción entre el rapto de Helena y la violencia que se desencadena. Esta falta de motivación refleja...

[…] una convicción actualmente muy difundida y ampliamente compartida, es decir, aquella según la cual la guerra es esencialmente un fenómeno irracional, el fruto de un deplorable malentendido, un accidente debido al azar o al error. Sólo una maligna «dirección» de las divinidades olímpicas puede inducir a los hombres, utilizando el engaño, a emprender una guerra durante diez años por el honor de una mujer [Curi, 2002: 10].

La idea de que la guerra sea un fenómeno íntimamente irracional se propaga en época relativamente reciente, en particular tras las dos guerras mundiales y el período posterior de amenaza nuclear. Esta irracionalidad posee algunos componentes que pertenecen a la violencia innata de la «bestia rubia» de Nietzsche (1956), el animal salvaje que tiene su sitio en la raza humana, la fiera magnífica que vaga a la búsqueda de victoria y de presas. Su rapacidad se manifiesta de tanto en tanto y no puede ser sometida por la civilización, y menos todavía por el Estado.

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En gran parte de la filosofía griega, la guerra es un principio esencial del cual se origina el Estado y marca el abandono definitivo de los estadios primitivos de la evolución: la guerra purifica el orden de lo antiguo. Elemento constante en la historia de la humanidad, el instinto pugnaz no es un residuo de la brutalidad ancestral y no puede ser erradicado; por el contrario, sus efectos no son totalmente nocivos, en cuanto que es justamente ese instinto el que modela formas superiores de organización social (McDougall, 1915).

En una carta enviada a Albert Einstein, el cual se pregunta por la posibilidad del género humano de liberarse de la amenaza de la guerra, Sigmund Freud (1959) comienza con el análisis, como se le ha pedido, de la relación entre «poder» y «derecho». Sustituye rápidamente el término «poder» por el más elocuente de «violencia» y subraya que, si bien muchos ven en el derecho y en la violencia una obvia antinomia, una investigación más cuidadosa estaría en disposición de probar que el primero deriva de la segunda. La violencia originaria, en su opinión, es la fuerza de una comunidad expresada bajo forma de ley: los conflictos...

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