Corazones, no sólo cabezas en la escuela. La educación emocional: un desafío para los centros educativos del siglo XXI

AutorQuintín Álvarez Núñez
Páginas145-163

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Introducción

En primer lugar, y como paso previo, comenzaremos por definir las emociones. Una emoción es «un estado complejo del organismo caracterizado por una excitación o perturbación que predispone a la acción. Las emociones se generan como respuesta a un acontecimiento externo o interno. Un mismo objeto puede generar emociones diferentes en distintas personas» (Bisquerra, 2013, p. 226). Aquí vemos una característica fundamental de éstas: que son un motor para la acción. Por lo tanto, si las emociones dinamizan y activan al ser humano, es evidente que las escuelas no pueden prescindir de esta tremenda fuerza impulsora, sino que han de saber cómo encauzarla, potenciarla y educarla. Las emociones también constituyen una reacción a las informaciones que recibimos de nuestro entorno. Una de sus funciones primordiales es la de orientar nuestra conducta, evaluando nuestro estado personal y la situación y dirigiendo las relaciones que establecemos con las personas, nosotros mismos y el medio en que vivimos. De ahí que un contexto

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como el escolar, donde se producen una cantidad tan enorme de intercambios y relaciones, tiene que tenerlas en cuenta.

Las emociones, se quieran o no, se visualice y valore o se pretenda ocultarlo, están inevitablemente presentes en la realidad cotidiana de los centros educativos. Éstos, tienen sus espacios y tiempos específicos, con una amplia e intrincada trama en la que se combinan relaciones interpersonales entre todos los estamentos de la comunidad educativa: padres, madres y profesores; docentes y alumnado, alum-nos y alumnas entre sí, etc. Todos ellos configuran una rica y compleja red en la que las emociones son el hilo invisible y omnipresente con el que se tejen este conjunto de relaciones. En las escuelas se produce una «efervescencia» continua de múltiples emociones (frustración, alegría, tristeza, rabia, satisfacción, miedo, etc.) en las interacciones entre los distintos agentes y en las diversas situaciones que se producen en los diferentes contextos escolares.

¿Cuáles son las funciones de las emociones? Para Bisquerra (2002, p. 64), éstas «tienen una función motivadora, adaptativa, informativa y social. Además algunas emociones pueden jugar una función importante en el desarrollo personal». Así, éstas contribuyen a: motivar la conducta, predisponiendo para una acción determinada; facilitar la adaptación del sujeto a su entorno; informar tanto a la propia persona como a los demás de su medio y, en ese sentido, también tienen una función social, puesto que sirven para comunicar a los demás cómo nos sentimos y para influir sobre ellos. En esta cita encontramos más razones para defender la conveniencia de que se cuiden y se eduquen las emociones en las escuelas, puesto que es evidente: la importancia de la motivación de los alumnos en la construcción de su propio proceso de aprendizaje; la necesidad de que el alumnado se adapte bien al centro y al aula y de que se le forme para una adaptación crítica a su entorno social; y la relevancia del proceso de construcción de su personalidad a través de las relaciones que el chico establece con la personas más próximas y significativas de su entorno. De ahí la necesidad de que, tanto en el entorno familiar como en el escolar, se atiendan y cultiven adecuadamente las emociones. Para el desarrollo de este capítulo vamos a seguir dos preguntas guía:

1) ¿Por qué es necesaria la educación emocional? ¿Por qué las escuelas deben de educar las emociones?

2) ¿Cómo se puede atender a la educación emocional en la escuela? ¿Cómo ayudar a los alumnos a gestionar adecuadamente sus emociones?

1. La necesidad de educación emocional en las escuelas

Muchos de los problemas que se manifiestan actualmente en la escuela y en la sociedad son el resultado de lo que Moreno (1998) califica como «subdesarrollo afectivo» o Goleman, (1996) llama «analfabetismo emocional», generado por la falta de inteligencia emocional en los niños, jóvenes y adultos. Manifestaciones de esta situación son el aumento, en la juventud, de: la violencia, depresiones, ansiedad, drogas, suicidios, delincuencia, enfermedades venéreas, adicciones, desórde-

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nes con la comida, embarazos adolescentes, etc. Todos ellos son fenómenos con un elevado coste personal, familiar, social y económico.

La importancia de la educación de las emociones es tan grande que tenerlas en cuenta, constituye una auténtica revolución: «hay argumentos que inducen a pensar que en la última mitad de los años novena asistimos a una revolución emocional, que afecta a la psicología, a la educación y a la sociedad en general». Desde esta revolución «se trata de crear metas orientadas hacia la trasformación futura de la sociedad de tal forma que posibiliten un mundo más inteligente y más feliz» (Bisquerra, 2002, p. 19-20).

Este cambio implica que el aprendizaje social y emocional debe instaurarse en nuestra vida y en las escuelas. Hemos de abandonar nuestra tendencia a ignorar, negar, ocultar, reprimir o distorsionar nuestras emociones, sin que se plantee el cómo gestionarlas. Hoy en día se hace cada vez más evidente que nuestras posibilidades de éxito personal, profesional y social pasan por aprender a manejarlas. Lo cual comienza por saber reconocerlas, escucharlas, seguirlas y tener unas buenas habilidades sociales que nos conecten bien con los otros.

Si aceptamos que necesidad, resulta obvio el importante papel que la educación, tanto familiar como escolar, puede jugar en esta gestión de las emociones y que ésta ha de empezar cuanto antes, con el nacimiento. Incluso cabe hablar de la necesidad de cuidar la emotividad de la madre durante el embarazo, para evitar que posibles emociones negativas como la tensión, el estrés, la ansiedad, los temores, inseguridades, etc. puedan comenzar a afectar y condicionar al niño, incluso ya antes de haber nacido. En definitiva, familia y la escuela deben establecer una sólida alianza para, juntas, poder construir una mejor educación emocional de los niños y adolescentes y poder dotarles de unas competencias socioemocionales más adaptadas a los grandes retos y desafíos de este siglo XXI.

El foco de la educación ha sido, durante mucho tiempo, cognitivo. El papel básico del profesor era el de transmitir contenidos. Pero, actualmente, el crecimiento exponencial de los conocimientos, que enseguida quedan obsoletos, junto con la facilidad que ofrecen las TIC para acceder, de un modo rápido y sencillo, y en el mismo momento en que se necesite, a un enorme caudal de saberes, hace que el rol docente deba cambiar. Así, la actuación del profesor como apoyo y orientación emocional adquiere una mayor y decisiva relevancia.

Ha habido una sobrevaloración de la parte intelectual del ser humano, de su dimensión más racional y un olvido, cuando no un desprecio o minusvalorización, de nuestra parte afectiva, de nuestras emociones. En general, éstas han sido las grandes olvidadas de la escuela. Cómo si los alumnos, al entrar en el centro, pudiesen dejar éstas colgadas en la entrada. Cómo si la emoción no fuese un componente básico del ser humano y del niño, que interfiere constantemente en nuestras vidas y condiciona lo que podemos o no hacer con nuestro cociente intelectual. En la práctica, los profesores sabían que un alumno inteligente con unas emociones problemáticas podía obtener unos resultados escolares muy inferiores a los de otro menos capaz y con una emotividad más sana y equilibrada. Pero de este conocimiento práctico no se derivaba, generalmente, ningún cambio importante para la dinámica escolar: se seguía priorizando la adquisición de conocimientos, las asig-

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naturas consideradas instrumentales y la capacidad de memorización y de raciocinio. Las emociones seguían siendo las grandes ausentes. Eso sí, unas ausentes totalmente presentes en el día a día de la escuela, generando malestar, conflictos inseguridades, insatisfacciones, dolor, frustración y un largo etc. de efectos negativos.

En la escuela, en general, ha habido mucha preocupación por la adquisición de conocimientos, sobre todo en la asignaturas consideradas instrumentales, pero no ha habido preocupación por el analfabetismo emocional. En realidad, las únicas emociones que han inquietado a la escuela eran aquellas que podían generar conductas disruptivas e indisciplinadas que entorpecían el desarrollo de la docencia en el aula. Hasta que en 1995, con la publicación del libro de Daniel Goleman «Inteligencia emocional», se introduce el tema con fuerza y comienza a considerarse la relevancia de las emociones, rompiendo con la artificial y falsa disyunción entre razón y corazón, emoción y pensamiento, que ha caracterizado a la sociedad y la educación durante tanto tiempo.

Podemos resumir las diferencias existentes entre las propuestas de la educación tradicional y las de la educación emocional en el cuadro 1.

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El significado de la educación tradicional y todos sus problemas y limitaciones los sintetizan Saénz-López y De las Heras (2013, p. 6), de la siguiente manera:

De hecho, como afirma Cury (2010), maestros y alumnos conviven durante años en las aulas, pero son extraños entre sí. Se esconden detrás de los libros, de los cuadernos, de los ordenadores, debido a un nocivo sistema educativo. Los alumnos aprenden a trabajar con hecho lógicos, pero no con fracasos y errores; aprenden a resolver problemas matemáticos, pero ignoran cómo resolver problemas existenciales, emocionales. Este autor insiste en que en la escuela obstruimos la inteligencia con un mal uso de la memoria como depósito de datos inútiles. En lugar de fomentar seres emocio-racionales, educamos como si fuéramos miniordenadores que acumulan y repiten datos, la mayoría inútiles, que al poco tiempo se...

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