El control de las fronteras y la justicia distributiva en un mundo globalizado

AutorJuan Carlos Velasco
Cargo del AutorInstituto de Filosofía, CSIC
Páginas49-74

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Este artículo se ha elaborado en el marco de un proyecto de investigación financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad: «Derechos humanos y justicia global en el contexto de las migraciones internacionales» (FFI2013-42521-P).

El fenómeno de la globalización, probablemente el conjunto de procesos sociales que mejor defina el espíritu de estos tiempos, está estrechamente unido a la imagen de un mundo sin fronteras. Y aunque esa idea tiene mucho de aspiración, está próxima a convertirse en una realidad efectiva en varias dimensiones cruciales de la vida social, como son las comunicaciones, la cultura o las finanzas. No así en lo que se refiere a los movimientos de personas, donde esa dinámica general se quiebra de manera notoria. En este relevante aspecto se registra una sorprendente contradicción, que podría expresarse con la ayuda de un oxímoron: «globalización fronterizada»1. Más allá de su posible efectividad, tanto el cierre de fronteras como la imposición de rigurosos controles fronterizos expresan una decidida voluntad de interponer serios obstáculos a la movilidad humana y, por ende, a la libertad individual. Su legitimidad se ha convertido, y no es de extrañar, en objeto de debate público, especialmente en las sociedades democráticas.

Durante los años de la Guerra Fría, los países del bloque occidental se definían a sí mismos como «sociedades abiertas», sociedades que, entre otras cosas, dejaban salir a sus miembros y les permitían también retornar a ellos libremente. Esta decidida actitud liberal servía para contraponerlas a los países

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del bloque soviético. Estos otros países dejaban salir a sus miembros de su territorio con severas restricciones y ponían reparos a su vuelta. Hoy, después de que el Telón de Acero cayera hace más de un cuarto de siglo, los países occidentales siguen siendo internamente «sociedades abiertas», con un amplio pluralismo en ideas, culturas y formas de vida, pero sus fronteras tan sólo están abiertas para sus nacionales o para aquellos otros procedentes de países con rentas equiparables. Los de fuera, especialmente, los que provienen del Sur,2 se encuentran con las puertas cerradas. En este sentido, las relativamente opulentas sociedades liberales occidentales son, cada vez más, «sociedades cerradas».

Muchos son los tabúes que rodean el tratamiento del fenómeno migratorio en las sociedades receptoras. Los tabúes, al imponer el veto de hablar acerca de determinadas cuestiones, tienen como misión propia proteger el sentimiento de identidad de un grupo alejando a sus miembros de las evidencias que pudieran ponerlo en entredicho. De ahí que los tabúes no hagan sino bloquear la posibilidad de cualquier debate serio.3Una misión clásica de la filosofía -al menos desde los tiempos de Francis Bacon- es someter los tabúes al cedazo de la crítica. En ese empeño se inscribe este artículo al cuestionar los tópicos, que por extendidos parecen inmunes a cualquier escrutinio, acerca de la intangibilidad de las fronteras y de la potestad soberana de los Estados (una potestad que con frecuencia se traduce en la capacidad que ellos mismos se arrogan para saltarse las normas válidas que les vinculan). Sobre las nociones de fronteras, migraciones, justicia y fortuna girará precisamente el desarrollo de este escrito. En él se tratará de encontrar una vía normativa que atendiendo a los principios de justicia permita doblegar o neutralizar de algún modo las arbitrariedades de la fortuna, aunque ese objetivo suponga poner en cuestión el sacrosanto principio de la soberanía estatal y de uno de sus principales corolarios: el principio de la integridad de las fronteras. Se tratará, en definitiva, de dirigirse hacia una realización más cosmopolita de principios básicos de la justicia en el caso de las migraciones internacionales.

A lo largo de este artículo se desarrollarán en seis pasos las ideas que se acaban de apuntar. En primer lugar, se analiza el papel de las fronteras en un mundo cada vez más interdependiente e interconectado (1). A continuación, tras constatar que las fronteras territoriales están siendo reforzadas mediante la erección de nuevos muros, se cuestiona la supuesta potestad de los Estados

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para controlarlas discrecionalmente (2). Ante este panorama, y con el fin de afrontar de manera más integral la cuestión normativa de las fronteras y las migraciones internacionales, se señala la necesidad de introducir la perspectiva de la justicia distributiva (3). Dando un paso más allá en esta dirección, se vincula la institución de las fronteras con la igualdad de oportunidades de los habitantes del planeta (4) y se incorpora en el análisis la noción de responsabilidad ante las desigualdades globales (5). Por último, se arguye a favor de la apertura de las fronteras como un modo solidario de asumir responsabilidades por parte de los Estados más prósperos ante el crecimiento de la desigualdad a escala global (6).

1. Sobre el sentido de las fronteras en un mundo globalizado

La misión primordial asignada a las fronteras estatales es delimitar el ámbito territorial de cada una de las entidades políticas reconocidas por la comunidad internacional. Este esquema básico empezó a tomar cuerpo ya en los inicios de la modernidad política, de modo que tanto la integridad territorial como la inviolabilidad de las fronteras estatales constituían principios fundamentales del derecho internacional clásico que fue configurándose a partir de la Paz de Westfalia.4Su vigencia ha sido corroborada también por el sistema que fue institucionalizándose a partir de 1945 en torno a la Organización de las Naciones Unidas. Siguiendo este pensamiento hegemónico, las fronteras definen las distintas demarcaciones jurisdiccionales a las que de un modo u otro están sujetos todos los habitantes del planeta, determinan qué personas e instituciones ejercen autoridad sobre un determinado territorio y precisan, en definitiva, el cuerpo de ciudadanos que integran la comunidad política.5Si la nacionalidad constituye el criterio legal para distinguir entre los que son miembros de un Estado y los que no lo son, las fronteras delimitan el territorio sobre

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el que un Estado puede ejercer legítimamente su jurisdicción, su soberanía o suprema potestad6. En teoría, la función de las fronteras no ha cambiado, pero es en un mundo globalizado, en el que el trazado westfaliano de la geopolítica se ha desdibujado,7en donde efectivamente se han de hacer valer.

Las fronteras siguen siendo una realidad tangible, pero su significación se ha tornado volátil y compleja, al hacerse cada vez más fiuidas y selectivas, una deriva asociada en gran medida a las dinámicas puestas en marcha por los procesos de globalización. Entre los variados procesos de transformación social subsumidos bajo este genérico rótulo destaca la supresión de las fronteras. Que éstas hayan sido o vayan a ser efectivamente eliminadas se encuentra, sin embargo, más cerca de lo imaginado que de lo real, como lo pone en evidencia el hecho de que, en medio de proclamas generalizadas de la interconectividad global, no han dejado de establecerse tecnificados filtros y mecanismos de control y vigilancia de las fronteras. Las prodigiosas mejoras de los medios de locomoción, unidas a su progresivo y apreciable abaratamiento, deberían haber facilitado la movilidad humana de manera generalizada, pero estas positivas innovaciones han quedado en muchos casos neutralizadas por la voluntad política de controlar los desplazamientos, cuando no de impedirlos. Con una profusión mucho mayor que en cualquier otra época, durante las dos últimas décadas se ha erigido una infinidad de muros, fosos y verjas por todos los continentes -hasta alcanzar, según algunas estimaciones, una longitud total de unos 18.000 kilómetros8- que marcan fehacientemente sobre el terreno el trazado de las fronteras nacionales con el fin no tanto de obstaculizar la entrada de ejércitos invasores como de imposibilitar el tránsito de personas de a pie.

Esta oleada constructora se intensifica no sólo justo después de que cayera el Muro de Berlín, el máximo exponente de la división geopolítica del mundo de ayer, sino en un momento histórico en que la soberanía efectiva de cada uno de los Estados ha comenzado a difuminarse, pues la capacidad de gestión autónoma de lo que sucede en el territorio de su jurisdicción se ha visto limitada en la misma medida en que ha aumentado el grado de interdependencia.9En ese contexto, las alambradas, las cámaras de seguridad y demás costosos inten-

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tos de impermeabilizar las fronteras no se levantan como instrumentos de defensa ante un enemigo exterior, sino como parte de una escenificación teatral que ha de ser representada ante la propia ciudadanía. Hasta tal punto prevalecen en la práctica las funciones preformativas que si esos muros tienen algún sentido, éste residiría en su ostentosa visibilidad más que en su dudosa eficacia: «se erigen como la solución al problema, cuando sólo pueden contener alguno de los síntomas de la desigualdad, y eso por poco tiempo. Se construyen para ofrecer un símbolo de firmeza al público interno».10Los costos que conllevan los esfuerzos por sellar las fronteras son muy superiores a los posibles beneficios. No logran resolver los confiictos entre globalización e intereses nacionales, pero proyectan una imagen magnificada del poder soberano que aún les resta a los Estados.11Cuanto más amurallado esté un Estado, más menguante resulta, en realidad, su proclamada soberanía: los muros y demás barreras fronterizas mantienen «una complicada dependencia del ideal de soberanía propia del Estado nación, cuyo deterioro repara, pero cuyo eclipse histórico también consagra. Si...

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