Contratos de consumo y derecho de contratos

AutorLuis Díez-Picazo
Páginas11-28

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  1. La primera premisa que quiero dejar establecida es que las operaciones de consumo, entre profesionales y consumidores, traducidas a un lenguaje jurídico, más comprensible para nosotros (que nos movemos en la órbita del Derecho privado), son contratos y que, por ello, es legítimo hablar de «contratos de consumo».

    Ante todo, habrá que decir que, para dejar enfatizado el carácter contractual de las operaciones de consumo, basta la somera consideración de que una protección del consumo y de los consumidores sólo es comprensible y hacedera en mercados masivos que funcionan en régimen de libertad. Muy escaso sentido tiene, o decididamente no tiene ninguno, hablar de protección de consumidores en países o en zonas que viven en regímenes con economías intervenidas, como ocurría y en alguna medida sigue ocurriendo en los países llamados del socialismo real que se encontraron en el telón de acero. En la economía intervenida, donde los productos son casi siempre productos de primera o segunda necesidad y se obtienen por sistemas de racionamiento o cupos, repartidos por algún partido, sindicato u organización de trabajadores, no puede, en modo alguno, haber consumo, ni hay, en ellos, en puridad, protección de consumidores, como tampoco lo había en los mercados tradicionales, que prácticamente se limitaban a una producción de carácter artesanal. Por más vueltas que a las cosas se le quieran dar, operaciones realizadas en mercados que funcionan en libertad de mercado tienen que ser necesariamente contratos.

    En puridad, no es fácil encontrar otra línea. Es verdad que algunos autores (a los que sin duda les gusta la literatura dramática) han hablado de profundas transformaciones en el campo del Derecho privado, de una desprivatización del Derecho privado y de un nuevo concepto de contrato. Esta línea de pensamiento, de la que fue, en cierto modo, pionero C. Martínez de Aguirre (Tras- Page 12 cendencia del principio de protección de los consumidores en el Derecho de obligaciones, ADC, XLVII, I, 1994, p. 31), tiende a poner de manifiesto una especie de socialización que por esta vía de protección se introduce en favor de quien se considera contratante más débil y, por tanto, necesitado de tal protección. Estos autores se muestran decididamente partidarios de las limitaciones de la autonomía de la voluntad, recordando uno de los últimos trabajos de F. de Castro (Notas sobre las limitaciones intrínsecas de la autonomía de la voluntad, ADC, 1982, p. 1.068), para quien el Derecho de consumidores, que era, sin duda, un movimiento renovador del Derecho, significaba más bien un retorno a la naturaleza propia y tradicional del contrato, que había sido desconocida por la concepción liberal prevalente hasta ahora. De esta manera, no se discute que nos encontramos en presencia de contratos y la única materia de debate es la alternativa entre preferir la autonomía de la voluntad y la libertad contractual o, dicho de otro modo, que lo que las partes hagan y digan (sea ello lo que fuere) tiene entre ellas fuerza de ley, como entre nosotros dice el artículo 1091 CC; o si deben ser preferidos contratos legislativamente regulados, donde el legislador imponga una mejor justicia distributiva y un mejor equilibrio.

    En el fondo, lo mismo ocurre en un artículo reciente donde se llega a hablar de la «aparición de un nuevo concepto de contrato». Me refiero al trabajo de M. A. Corchero y A. Hernández Torres, publicado en dos números del diario La Ley los días 12 y 13 de julio de este año.

    Confieso que me llamó la atención, pero que al final sentí una cierta decepción. Estos autores que no dudan en afirmar que nos encontramos ante «un profundo cambio en el concepto del contrato», se limitan después a observar que, como consecuencia de tal cambio, pasa a segundo término el nacimiento del contrato frente a la relación contractual que adquiere preponderancia y que lo vital (sic) no es ya la prestación del consentimiento, sino la reglamentación contractual, el régimen jurídico de la relación que nace del contrato.

    Habrá que volver sobre el tema, pero desde ahora se observa que las operaciones de consumo se sitúan en un marco de Derecho de contratos y que en el fondo del debate lo que se encuentra es la relación entre Derecho de consumo y Derecho civil o Derecho privado, como pone de manifiesto el título del trabajo de R. Casas Vallés («Defensa de los consumidores y Derecho civil», Revista jurídica de Cataluña, 1992, pp. 99-101). Page 13

    En este análisis que estamos intentando realizar, habría, antes de nada, que señalar la forma en que la Ley 26/1984 fue construida y la renuencia del legislador en la susodicha Ley para utilizar la palabra contrato. Así, por ejemplo, se habla de «productos, actividades y servicios puestos en el mercado a disposición de los consumidores y usuarios» (art. 3); «venta a domicilio de bebidas y alimentos» [art. 5. d)]; «oferta, promoción y publicidad de productos y servicios» (art. 8.1) y «oferta y promoción» (art. 8.3), hasta el punto de que sólo muy raramente aparece la expresión contrato y a veces casi vergonzantemente.

    Con carácter general, al definir el fenómeno del consumo, el artículo 1 de la Ley 26/1984 habla de adquirir, utilizar o disfrutar bienes y servicios. Con independencia de que llama la atención el hecho de que se pueda hablar de adquirir servicios o de disfrutar de servicios (lo que en nuestra lengua resulta bastante extraño), da la impresión, por lo menos a primera vista, de que el legislador intentó ligar la idea de consumo con la adquisición, la utilización y el disfrute, cuando, en puridad, no es así. Como todos saben, en nuestro Derecho la adquisición, que es adquisición del dominio o del derecho sobre los bienes, es obra de un proceso complejo que, de acuerdo con el artículo 609 CC, requiere la existencia de ciertos contratos y la tradición de lo que haya sido objeto del mismo, de forma que sólo con la traditio o traspaso posesorio se adquiere la propiedad. Y me parece lícito preguntarse si el acto de consumo comienza con la adquisición en sentido técnico jurídico o comienza con el contrato dirigido a llevarla a cabo. A mi juicio está perfectamente claro que la solución es esta última. El comprador de un automóvil, un ordenador o un electrodoméstico es consumidor desde el momento que contrata la compra, aunque el objeto no le haya sido entregado, no haya habido traditio y no pueda decirse en términos jurídicos rigurosos que hay «adquisición». Y algo parecido puede decirse del empleo de los términos «utilización» y «disfrute» porque el uso y el disfrute, como sabían los romanos que hablaron del ius utendi y del ius fruendi, son facultades del propietario una vez que lo es.

    No obstante la renuencia que pueda haber tenido el legislador de la Ley 26/1984, la idea de contrato y de contratación en materia de consumo parece después haberse generalizado. Me refiero, por ejemplo, a los llamados «contratos realizados fuera de los establecimientos mercantiles», que reciben un tratamiento especial, pero que no se discute que contratos son; los «contratos a distancia», la «contratación electrónica», los «contratos de crédito al consumo» Page 14 y de una forma generalizada en la Ley de Condiciones Generales de la Contratación.

    Las objeciones que puedan ponerse al carácter contractual de los contratos de consumo tienen a mi juicio muy escasa consistencia. Desde hace mucho tiempo sabemos que el hecho de que el legislador haya dotado a determinados contratos de un contenido imperativamente determinado puede conducir a hablar de contratos normados o contratos reglamentados, pero, en ningún caso, a negarles el carácter contractual. Dentro de las alternativas que la libertad contractual comprende (decidir contratar y no contratar, elegir el tipo de operación, pactar el contenido contractual) la figura en la que ahora estamos pensando, supone una limitación de la libertad contractual, pero una limitación que cabe de lleno en la rúbrica en el artículo 1255 CC. Las partes son libres para contratar y no contratar y para elegir el tipo, pero si contratan y seleccionan el tipo contractual, habrá pactos que les obliguen imperativamente y otros que no puedan establecer. Si las cosas se miran despacio, esto es algo que se encontraba ya en el CC. Hablando de la evicción y del saneamiento, el código dice, en el artículo 1475, que los contratantes puedan aumentar, disminuir o suprimir esta obligación legal del vendedor, pero, en cambio, inmediatamente después, el artículo 1476 dice que es nulo todo pacto que exima al vendedor de responder de la evicción, siempre que hubiera habido mala fe por su parte. Admitamos, pues, que el hecho de que determinados contratos presenten un contenido imperativo (que es básicamente lo que ocurre en los contratos de consumo) no excluye el carácter contractual.

    Tampoco puede excluirse el carácter contractual por el dato de que puedan ser operaciones realizadas con escasa deliberación y escasa libertad a lo que puede añadirse la supremacía o superioridad en que el empresario se encuentra respecto del consumidor.

    Nadie ha podido pensar nunca que la previa negociación sea un requisito del contrato. Para establecer las premisas filosóficas de la concepción moderna del contrato, podremos haber dicho que se presume que el contrato es una operación entre iguales, nacida del debate y de la negociación entre ellos, pero es evidente que la negociación no es un requisito. Si yo compro el periódico por la mañana o un bonobús, estoy celebrando una operación contractual y nadie me dirá que se ha negociado poco, mucho ni nada. A veces uno se encuentra que, tras haber escrito un documento contractual y meditarlo, llega un individuo viva la virgen que lo firma en barbecho o sin leerlo. Por ejemplo, para arrendar un piso. Uno Page 15 puede sensatamente desconfiar de un individuo semejante, pero no podrá decir que no ha celebrado un contrato.

    Todo lo más que se puede decir es que la idea de...

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