De los contratos

AutorJoaquín Ataz López
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Civil
  1. Visión general del contenido y estructura de este título

    La sistemática de nuestro Código civil distingue claramente entre obligaciones y contratos. El contrato es una de las fuentes de las obligaciones: tal vez la más importante; sin duda la más extensamente regulada, pero, según el tenor del artículo 1.089, no la única fuente capaz de hacer nacer una obligación. De aquí que obligación y contrato vengan a merecer una regulación general diferente, lo que se traduce en que mientras el Título I de este Libro IV del Código civil se refiera a las obligaciones en general, el Título II del mismo Libro contenga la que podríamos llamar regulación general de los contratos.

    Este planteamiento no sólo significa una mejora de la sistemática seguida por el Código francés, como a menudo ha sido puesto de relieve por la doctrina, sino, sobre todo, la desaparición de la confusión conceptual que entre las ideas de contrato y obligación podía observarse en el Código francés que nos antecedió 1, así como un importante cambio de perspectiva respecto del tratamiento de los contratos.

    Ello es así porque mientras el Código francés se había ocupado de las obligaciones principalmente en cuanto son un efecto de los contratos, nuestro Código, por el contrario, se ocupa del contrato en cuanto es una de las fuentes de la obligación, lo que significa que la obligación pasa a ser un prius lógico, cuyo tratamiento debe anteceder al del contrato, el cual queda a su vez descargado de muchas cuestiones resueltas ya con carácter general a propósito de las obligaciones.

    Aunque también es cierto que en la regulación de los dos primeros Títulos del Libro IV del Código civil pueden observarse todavía rastros de la citada confusión inicial, lo que probablemente se explica debido a que el legislador español configuró tales Títulos con material que procedía básicamente del Título III del Libro III del Código francés, donde, como queda dicho, obligación y contrato se trataban conjuntamente.

    Ello explica el que determinados preceptos de nuestro Código puedan parecer fuera de sitio, de modo que no sea posible construir una teoría general de la obligación sin hacer referencia a las normas dedicadas a los contratos, y viceversa. Puede en este sentido citarse, a título de simple ejemplo, el artículo 1.124, referido a la resolución de las obligaciones recíprocas (configurada por nuestro Código como condición resolutoria tácita), y que en realidad sólo es de aplicación a los contratos sinalagmáticos, por cuanto sólo de ellos puede nacer este tipo de obligaciones2, así como los artículos 1.271 y siguientes, aplicables, según el Código, al objeto de los contratos y que, en realidad, se refieren a las cosas o servicios que son objeto de la obligación 3.

    Y tal vez sea también ésta la razón que pueda explicar el aparente desorden que reina en este Título II del Libro IV del Código civil, y que se manifiesta si se tiene en cuenta que, por ejemplo, no se dedica específicamente ningún capítulo a la forma de los contratos, sino que tal cuestión es abordada en el capítulo rubricado -De los efectos de los contratos-, materia esta última que a su vez es resuelta no tanto en el citado capítulo como en algunas de las denominadas -Disposiciones generales- (arts. 1.256 a 1.259), las cuales, por su parte, tampoco parecen más generales que las del resto del Título (tal vez con la salvedad de los artículos 1.254 y 1.255), dado que en todo él se establece la regulación general de los contratos4.

  2. Significado y valor de la regulación general de los contratos

    Aunque el interés esencial del examen general de las normas de este Título II del Libro IV del Código civil se centra, más que en el análisis de su estructuración sistemática, en saber qué significado o qué valor posee tal regulación general: ¿Se trata de una serie de principios extraídos por abstracción de las normas dedicadas a los particulares tipos contractuales?, o, por el contrario, ¿son normas de valor eminentemente supletorio?, ¿significa su presencia una regulación común que afecta a todos los contratos?, ¿o puede decirse que se trata de un régimen contractual primario, al modo en que se habla, por ejemplo, de un régimen económico matrimonial primario?

    La respuesta a tales interrogantes es de singular interés práctico, pues se trata, en definitiva, de preguntarse para qué sirve el Título II del Libro IV del Código civil, cuándo y en qué condiciones se aplicarán las normas en él contenidas.

    El Código francés abordaba esta cuestión en su artículo 1.107, según el cual -los contratos, sea que tengan una denominación propia, sea que no la tengan, están sometidos a las reglas generales que son el objeto del presente Título-, a lo que el párrafo segundo del precepto añade que -las reglas particulares a ciertos contratos están establecidas bajo los títulos relativos a cada uno de ellos, y las reglas particulares a las transacciones comerciales están establecidas por las leyes relativas al comercio-.

    Este precepto significa la consagración legislativa de la vieja distinción entre contratos nominales e innominales, distinción que, en cierto modo, había dejado de tener sentido desde el momento en que se había admitido un concepto general de contrato que acababa con la tradicional rigidez y formalismo en esta materia, heredada directamente del Derecho romano5. Pero el citado precepto no se limita a recoger dicha distinción, sino que además establece una especie de dicotomía entre regulación general y regulación especial o particular. La primera sería directamente aplicable, y la segunda se limitaría a señalar ciertas particularidades en algunos contratos concretos. Lo que, en el fondo, significa una relación de general a especial, análoga a la que pueda existir, por ejemplo, en los contratos mercantiles respecto de los civiles.

    Aunque lo cierto es que este segundo aspecto del artículo 1.107 del Código francés no fue en general apreciado por la doctrina que se limitó a ver en el precepto la recepción de la tradicional distinción entre contratos nominados e inominados6. Y probablemente por ello nuestro Código civil, que había decidido no hacer referencia expresa a las distinciones clásicas de los contratos (conmutativos, aleatorios, onerosos, unilaterales, bilaterales), tampoco recogió ésta, con lo que, de paso, en ninguno de sus preceptos se indica cuál es el valor de la regulación general de los contratos7. Si bien no parece...

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