La contaminación del arbitraje por los conceptos e institutos de las leyes procesales estatales

AutorJosé Carlos Fernández Rozas
Páginas33-66

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1. Un proceso especial ajeno a la jurisdicción ordinaria

1. Una vez que el árbitro recibe efectivamente el encargo para resolver la controversia, el Derecho le confiere los poderes necesarios y suficientes para llevar su misión a feliz término en el marco de la denominada justicia arbitral. La justicia arbitral posee en común con la justicia emanada de los tribunales estatales que ambas se efectúan en el mismo contexto sistémico; esto es, el litigio se desarrolla en un marco contencioso, en el ámbito de un procedimiento donde no sólo son respetados los derechos de defensa, sino que discurre con total respecto de los principios de audiencia, contradicción, e

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igualdad....1Y, al igual que la justicia estatal, la justicia arbitral requiere ciertas garantías para poder ser tal «justicia» con el elemento diferencial de que, en esta última, el árbitro es designado por las partes en virtud de un acuerdo de voluntad. En rigor, la justicia arbitral debe ser independiente en el sentido de que los árbitros estén en disposición de adoptar medidas para asegurar el posible resultado del proceso arbitral y de que sus decisiones sean eficaces. La independencia de la justicia arbitral solamente puede quedar garantizada cuando se den dos condiciones: de un lado, el reconocimiento de la autonomía del convenio arbitral con relación al contrato principal que lo comprende o con el que está relacionado; de otro, la posibilidad de que los árbitros sean competentes para adoptar cualquier decisión para la determinación de su ámbito de actuación. La eficacia de lo actuado en el proceso arbitral queda asegurada por medio de un control jurisdiccional del laudo limitado a unas causales prefijadas que, por descontado, no entra a dilucidar el fondo del asunto. Por eso la aceptación del arbitraje por parte de los jueces constituye una «factor metajurídico» esencial para el éxito de la institución2.

La STC 43/1988, de 16 de marzo considera el arbitraje como «un proceso especial, ajeno a la jurisdicción ordinaria» con simplicidad de formas procesales, aunque en él debe darse «a las partes la oportunidad adecuada para ser oídas y de presentar las pruebas que estimen necesarias»3. Y dicho proceso no es otra cosa que un «equivalente jurisdiccional», sin que por ello se le pueda hacer derivar la extensión de las garantías del art. 24 CE. Como pusiera de relieve el ATC 259/1993, de 20 de julio «la función que

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ejerce el árbitro es para-jurisdiccional o cuasi-jurisdiccional y en este ‘casi’ está el quid de la cuestión. Efectivamente, la inexistencia de jurisdicción en sentido propio se traduce en la carencia de potestas o poder»4. De ello deriva que el arbitraje no queda amparado por el postulado del juez ordinario predeterminado por la ley, pues este deriva de un acto volitivo de las partes que deliberadamente excluyeron la posibilidad de una resolución judicial que pusiera fin a la controversia5.

2. El tránsito de un sistema de arreglo de controversias administrado por el Estado a un sistema arbitral conlleva inexorablemente un proceso de adaptación especialmente complejo, que en ocasiones, resulta altamente traumático. La evolución del sistema español en los últimos sesenta años es particularmente expresiva de esta transposición.

Al margen de los procedimientos de arbitraje gestados en España al amparo de los preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1851, reguladores del arbitraje desde una óptica claramente judicializada y más tarde integrados en el Título V del Libro II de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 (arts. 790 a 839), y de la Ley de Arbitraje de Derecho privado de 1953, las controversias resueltas a través de este mecanismo fueron sumamente reducidas. Y no porque faltasen litigios que, por su trascendencia e imbricación en la realidad económica, precisaban de una solución más ajustada a los intereses de las partes y menos sometida a la dilación y a la incertidumbre de un proceso común6.

Se vinculaban, además, a un limitado número de materias y, por descontado, no contaban con el apoyo de una institución administradora, por prohibirlo expresamente el art. 22.2º de esta última disposición de la referida Ley de 1953. Este mecanismo sólo comenzó a funcionar en España tras las posibilidades abiertas por la Ley de arbitraje de 1988, aunque no se generalizaría hasta varios años después. Es lógico que los juristas, acostumbrados a litigar ante los tribunales al amparo de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881, toparan con dificultades en un nuevo modelo procedimental, de características muy disímiles que el jurisdiccional (al que desde ahora denominaremos «procedimiento común»), manteniendo en las primeras controversias arbitrales las prácticas procesales reguladas por las centenarias reglas de la Ley de Enjuiciamiento Civil a las que estaban

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habituados. Era una inercia natural, ciertamente no privativa de nuestro país, que se extendió muchos procedimientos arbitrales suscitados a principios de los años noventa.

3. Dos de los rasgos esenciales del arbitraje son el antiformalismo7y la simplicidad procedimental8. Ello implica, entre otras cosas, que en el juicio arbitral no sean de aplicación las normas de procedimiento ante la jurisdicción vigentes en un Estado determinado, incluso las del Estado sede del arbitraje, pues tales normas no poseen en el procedimiento arbitral la condición de reglas de ius cogens, mientras que son de obligado cumplimiento para los jueces. Precisamente una de las ventajas del arbitraje es la peculiaridad de sus reglas procesales admitiendo que las partes utilicen las que más les convengan eludiendo la aplicación de las normas de los Códigos de procedimiento civil. El procedimiento arbitral no está, en efecto, sujeto a las denominadas «normas procesales comunes», salvo el caso excepcional de que las partes elijan expresamente su aplicación, sino que está determinado por la autonomía de la voluntad de las partes.

El art. 25.1º LA reitera el principio de autonomía de la voluntad al afirmar que «las partes podrán convenir libremente el procedimiento al que se hayan de ajustar los árbitros en sus actuaciones», que únicamente encuentra como límites los principios de audiencia, contradicción e igualdad y la obligación de confidencialidad, que se erigen en valores fundamentales del arbitraje como proceso (art. 24 LA). La inobservancia de estos preceptos puede dar lugar a la anulación del laudo arbitral de conformidad con lo dispuesto en el art. 41.1º.d) LA que se refiere a que «el procedimiento arbitral no se ha ajustado al acuerdo entre las partes».

Garantizado, pues, el respeto a estos postulados de base, las reglas que sobre el procedimiento arbitral se establecen son dispositivas y resultan, por tanto, aplicables sólo si las partes nada han acordado directamente en otro sentido. El proceso arbitral debe estar sometido a la lex arbitri, que no tiene por qué ser necesariamente la lex loci, ni tampoco ha de coincidir con la ley aplicable al fondo9. El arbitraje es producto del consentimiento de las partes que optan por recurrir al arbitraje en lugar de ir a la justicia ordinaria y ese consentimiento se extiende a la posibilidad de pactar las normas por las que se va a desarrollar el procedimiento. Este aserto viene confirmado por la SAP Madrid 14ª 24 septiembre 2008:

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Las partes pueden libremente pactar la forma en que se desarrollará el arbitraje; convenio arbitral de manera que esos pactos son auténticas Leyes de Enjuiciamiento Arbitral, sin que las normas procesales comunes tengan nada que decir al respecto: son absolutamente ajenas al conflicto y a su forma de solucionarlo. Por ello que cualquier referencia a infracciones de las leyes procesales comunes va destinada al fracaso. Solo hay una forma de que la ley procesal común tenga algo que decir; si las partes se remiten a ella como norma de aplicación supletoria, o si se infringen principios de orden público…

10La voluntad de las partes permite, pues, la adopción de un procedimiento para el caso concreto conforme a sus necesidades y expectativas, favoreciendo las relaciones de mutua confianza y previniendo comportamientos estratégicos obstaculizadores. Y a partir de aquí las partes tienen la posibilidad de acoger aquellas prácticas a las que están habituadas en la solución de sus conflictos, o aquella normativa adaptada en el concreto sector mercantil en que se produce el litigio11. También cabe la posibilidad de remitirse a alguna reglamentación modelo como las Reglas de la International Bar Association sobre Práctica de Prueba en el Arbitraje Internacional, aprobadas en junio de 199912, revisadas en 201013.

De lo anterior se infiere que el punto de partida es el principio de autonomía de la voluntad, determinante de los únicos límites a la actuación de los árbitros: el derecho de

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defensa de las partes y el principio de igualdad, que se erigen en valores fundamentales del arbitraje como proceso14.

2. Consolidación de la autonomía del procedimiento arbitral

4. Con un carácter más general, la Ley de Arbitraje de 2003 instauró una base legal muy importante para cambiar de signo la habitual involucración del plano arbitral con el jurisdiccional a la hora de rellenar determinados vacíos y a la hora de sustanciar las actuaciones arbitrales...

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