Constitucionalismo de los antiguos y de los modernos. Constitución y 'Estado de excepción

AutorMassimo la Torre
CargoUniversità degli Studi 'Magna Graecia' di Catanzaro
Páginas45-65

Este artículo es una versión revisada y desarrollada de mi ponencia a las Jornadas internacionales sobre "Nuevas perspectivas del Estado Constitucional" (Universidad de Sevilla, 9-10 enero 2009). Además es un primer resultado de mi estancia en la Universidad Carlos III como titular de una "Cátedra de excelencia" para el año académico 2008-2009. Hacia los colegas del Instituto de Derechos Humanos "Bartolomé de las Casas" de la Universidad madrileña tengo una deuda de gratitud dificilmente cancelable.

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1. Constitución de los antiguos y de los modernos

En primer lugar merece ser subrayado que esta contraposición, la que existe entre una constitución de los Antiguos y de los Modernos, no es puramente de carácter histórico o diacrónico. Más que cronológica ésta quiere ser ideal-típica, ya que el contraste y la dialéctica entre las dos formas se pueden dar y se dan también sincrónicamente y son un hecho de la actualidad. Sin embargo, una de las dos formas se puede definir "moderna", porque es parte y producto de lo que es y representa la modernidad, y más específicamente de la modernidad del Derecho.

Constitución de los Antiguos puede considerarse básicamente una situación institucional en la cual a un centro de poder soberano que tiene su propia ontología y dinámica, y en cierta medida su propia justificación, se acompaña un cuerpo de reglas dirigidas a limitar, a controlar y a racionalizar las actuaciones de aquel poder soberano. Éste preexiste a la constitución, y es además su garante fáctico.

Por otro lado, la constitución le ofrece a aquel poder plena legitimidad frente a la sociedad en su conjunto. En cierta medida el modelo de referencia aquí es aquel de la tradición bíblica de la "alianza" entre un poder todopoderoso y otro centro de relaciones, el pueblo, que reconoce formalmente aquel poder bajo la condición de que dicho poder se someta a unos controles o por lo menos a unas promesas, y acepte ser previsible y racional en sus actuaciones según una tabla de reglas que asume así un valor fundador de la sociedad en su conjunto. Esta tabla de normas frente a un poder que decide someterse a ella es lo que llamo constitucionalismo de los Antiguos.

Este modelo se halla muy presente en el constitucionalismo premoderno, especialmente en el constitucionalismo medieval, el cual, como es cono-

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cido, se expresa en la dialéctica entre iurisdictio y gubernaculum. La iurisdictio es el ámbito de las relaciones entre individuos, allí donde el soberano pro-mete abstenerse de entrar e intervenir, mientras el gubernaculum representa el área de las prerrogativas soberanas que no tienen que ser justificadas y limitadas, y donde incluso se pueden hacer valer los arcana imperii, y la ratio regni prevalece sobre cualquier otra consideración y argumentación1. La constitución de los "Antiguos" registra esta distinción y separación de áreas, y al mismo tiempo las hace compatibles y coherentes. Es verdad que el soberano medieval no es todavía concebido en los términos del monarca absoluto; pero es cierto que tiene una ontología política originaria y que cualquiera dinámica convencionalista o contractual le ve como un actor independiente.

Ahora bien, este modelo no es temporalmente o cronológicamente delimitado y circunscrito al espacio del constitucionalismo medieval o premoderno. Se reproduce también en la modernidad jurídica, allí donde se supone sobre todo que el Estado, como estructura política, tiene una ontología propia que la constitución no llega a tocar o a alterar. Este modelo estatalista es propio fundamentalmente de la dogmática europea continental del Derecho público2. El constitucionalismo, la vigencia de la constitución, no altera aquí los rasgos del Estado de Derecho tal y como los presenta por ejemplo la doctrina alemana del siglo XIX. La idea central es que primero hay el Estado, una estructura organizada del monopolio de la violencia y de la fuerza social, reflejo a menudo de una entidad más profunda, la nación, y que luego, en segundo lugar, con el Derecho logramos que esta estructura prometa respetar su organización misma y ciertos límites que de tal organización básicamente derivan. La constitución hace explícito el movimiento de autolimitación del Estado y funciona según el esquema de un horario de trenes. El Estado me dice cómo va a proceder y actuando así produce en sus súbditos unas expectativas, y éstas pueden en algún caso ser incluso título jurídico. Si el horario de trenes me asegura que podré salir de Berlín para Maguncia a las 10.30, esto me da el derecho de presentarme en la estación y de tomar el tren a la hora indicada. Si el tren tuviese que salir con retraso, o no salir, ten-

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dría derecho a interponer una queja formal y quizás incluso a pedir una compensación por el daño eventualmente sufrido. Es este, dicho de manera un poco superficial, el sistema de la justicia administrativa, que es el verdadero fulcro del Rechtsstaat alemán.

En tal forma de Estado, sin embargo, la constitución no actúa como elemento productor del Estado; el Estado preexiste a la constitución, y tiene un rango (por lo menos ontológico) superior a ella. Es ésta -sea dicho de paso- una postura todavía viva en la doctrina jurídica alemana, defendida por ejemplo por iuspublicistas como Joseph Isensee y Winfried Brugger3. Para Brugger el contrato constitucional que produce los derechos fundamentales es un acuerdo no entre ciudadanos, sino entre individuos y el Estado4, el cual siendo una de las partes del contrato tiene obviamente una justificación y una existencia anterior al acuerdo mismo. Por consiguiente, la naturaleza del Estado resulta aquí en nada condicionada por el contrato constitucional, y sobre todo el Estado, allí donde considere que sea necesario, puede rescindir el contrato mismo sin poner en discusión su estructura fundamental e incluso con el argumento de preservarla.

Pero la gran ambición de la modernidad jurídica es que la comunidad política y con ella el Estado y el Derecho sean el producto de una acción de los ciudadanos. El constitucionalismo es el proceso de tal iniciativa "desde abajo". Una formulación clásica de esta tesis es la del gran constitucionalista suizo Werner Kägi: "Die Idee der Verfassung beinhaltet, unverlierbar und unabdingbar, die Bestimmung der Staatsordnung ‘von unten’"5. Además, la acción de los ciudadanos que resulta en la constitución es consciente, creativa, y es ella misma productiva del orden político, es su "inicio": "A constitution -dice Louis Elkin, un constitucionalista norteamericano- is that which results from an effort to constitute"6. Ulrich Preuss -constitucionalista alemán- reafirma la

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misma idea: "Eine Verfassung konstituiert ein politisches Gemeinwesen"7. En este sentido el constitucionalismo es una práctica colectiva reflexiva. Aquí la ciudadanía es la otra cara de la soberanía; no hay soberanía sin ciudadanía, y esta última es "autopoiética", en el sentido que define ella misma sus rasgos y competencias.

La noción de Kompetenz-Kompetenz se aplica tanto a la soberanía como a la ciudadanía. (Una ciudadanía que no comprendiese derechos políticos y electorales propios no podría decirse operativa ni conceptualmente identifi-cable8). La noción tan popular y ambigua de "poder constituyente" revela en cualquier caso cómo y cuanto la constitución es considerada un momento especial de reformulación de los términos de la vida política. Es justo ese proceso de auto-fundación de la ciudadanía -que reencontramos en la fórmula del "poder constituyente- lo que yo llamo la Constitución de los Modernos.

La afirmación de Niklas Luhmann que mediante la constitución el sistema político resuelve los problemas relacionados a su auto-referencialidad9 apunta hacia la misma idea. Si a la terminología de Luhmann le quitamos el transfondo de la teoría de sistemas, lo que nos queda es la consideración que la constitución señala y tiene que ver con la autodefinición y la autoproducción de una comunidad política. Es algo que indica una dinámica activa de convivencia; alguna forma de deliberación colectiva difusa sobre los criterios y los contenidos del orden político.

No es una casualidad o un mero punto de estilo el hecho de que los autores clásicos del Derecho público alemán hablen más de súbditos que de ciudadanos. Para el mismo Hans Kelsen, como es conocido, la figura del ciudadano tiene poco sentido; y siendo él bastante más liberal de Paul Laband o Georg Jellinek no hablará ya tanto de "súbditos", Untertanen, como de "sujetos jurídicos", Rechtssubjekte. Cualquiera que tenga que obedecer o acatar las normas del ordenamiento será un "sujeto jurídico". Ciudadanía o nacionalidad no relevan a este fin. Hay aquí incluso un tono o una implicación cosmopolita; pero no encontramos ningún rasgo auténticamente democrático. Para Kelsen la constitución es una norma de grado jerárquico superior a

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la ley. Esta postura por supuesto representa un progreso respeto al Derecho público alemán tradicional que al contrario equipara ley y constitución. Pero según Kelsen siempre hay tal constitución, su vigencia es analítica, no política. No hay principios y derechos fundamentales, además de las normas de distinto grado jerárquico. Todo esto es muy conocido y no hace falta detenerse aquí sobre la "teoría pura" del jurista vienés.

Sin embargo, las constituciones democráticas de nuestros tiempos, la española, la alemana, la italiana (o lo que queda de esta después de quince años de "berlusconismo"), son cuerpos normativos que incluyen "principios" substantivos y derechos fundamentales exigentes, y se presentan como el momento especial que fundamenta y proyecta el entero sistema estatal. Este nuevo tipo de constitución, que tiene su primer documento en la Constitución...

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