Constitucionalismo y globalización

AutorLuis Prieto Sanchís
Páginas41-54

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I El significado del constitucionalismo de los derechos

Con frecuencia las palabras o expresiones del lenguaje moral o político presentan una fuerte dimensión emotiva que termina por difuminar e incluso oscurecer su función descriptiva. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se habla de la dictadura o de la democracia, cuando se invoca la libertad o se apela a la nación y, sin duda también, cuando aparecen en escena los derechos humanos o la Constitución; y, al menos en parte, esa carga emotiva explica que resulte verdaderamente difícil encontrar en el mundo contemporáneo un régimen político que carezca de un texto llamado Constitución más o menos poblado de unos derechos que, a su vez, se califican como humanos o fundamentales. Naturalmente, la propia heterogeneidad de todos esos sistemas políticos formalmente constitucionales nos permite comprender enseguida que bajo la prestigiosa rúbrica de la Constitución y de los derechos es posible cobijar cualquier sistema de dominación.

Sin embargo, no nos debemos dejar enredar por este uso emotivo o retórico. El constitucionalismo y los derechos presentan un significado histórico bastante preciso que bien puede resumirse en una idea, la limitación del poder. Frente al principio absolutista de que quod principi placuit legis habet vigorem, frente a la célebre definición de soberanía como poder absoluto y perpetuo de una república, que consiste en dar y casar la ley (Bodino)1, en suma, frente a la idea de un poder absoluto y sin más límites que los que pudiese imponer la moral del príncipe, el constitucionalismo y los derechos significan limitación del poder, y limitación precisamente desde o a partir del individuo. No limitación al modo estamental o mediante un equilibrio de poderes, sino limitación externa desde un texto nor-

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mativo supremo que transforma en jurídicas las pretensiones contenidas en los derechos naturales.

Tras el constitucionalismo y los derechos humanos o fundamentales que en conjunto definen el modelo político de la revolución liberal late, en efecto, la filosofía de los derechos naturales y del contrato social. El hombre se considera dotado de ciertos derechos naturales y justamente para mejor protegerlos se constituye la sociedad política y las instituciones mediante un contrato social, es decir, mediante un acto de voluntad de individuos libres e iguales que, guiados por su propio interés en preservar los derechos, deciden dar vida a un depósito de fuerza común, el Estado, a quien se encomienda esa defensa. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos expresa con plena nitidez esta filosofía y la conexión entre sus tres elementos básicos; primero, "sostenemos por evidente" que el hombre es titular de ciertos derechos naturales, es decir, lo sostenemos como algo indiscutible y no sometido a negociación; segundo, que para mejor proteger esos derechos se constituye la sociedad política, que tienen así un carácter artificial y meramente instrumental; tercero, que por ello mismo las instituciones obtienen sus poderes del consentimiento de los propios individuos asociados, careciendo de una fuente de legitimidad propia o que transcienda a sus miembros.

Esta es a mi juicio la médula del constitucionalismo de los derechos: considerar el Estado, no como una realidad natural con derecho a existir, menos aún como algo transcendente y con fundamento divino o histórico, sino tan sólo como un artificio y como un instrumento. Como un artificio porque el Estado se presenta exclusivamente como el fruto de un acuerdo y, por tanto, de una voluntad; no es un designio divino, ni el resultado de una tradición que se hunda en la noche de la historia: las instituciones políticas tienen un principio (ideal) que es el consentimiento de los individuos. Pero el autor es dueño de su criatura y por eso el Estado tiene una justificación meramente instrumental; la fuerza que se deposita en sus manos con carácter de monopolio no ha de valer para todo y para cualquier cosa, sino que sólo resulta legítima cuando se pone al servicio de la finalidad perseguida por los consociados, esto es, la defensa de sus derechos. De manera que, si se puede usar esta terminología topográfica, los derechos están siempre por encima de la democracia, la justicia por encima de la política.

Ciertamente, desde finales del siglo XVIII se decantaron dos grandes tradiciones constitucionales. La primera y a la postre tal vez la más fecunda es la que se desarrolla en Estados Unidos, donde la Constitución se concibe como una rigurosa norma de garantía de carácter supremo y que por ello mismo es objeto de tutela por los jueces ordinarios, como cualquier otra norma; cabe decir que allí el poder constituyente cristaliza en un texto escrito que se erige en barrera infranqueable frente a todos los poderes constituidos, aunque ese texto escrito resulte ser bastante escueto en su contenido sustantivo y reconozca así un amplio margen de libertad política en favor de las sucesivas mayorías. No sucede exactamente igual en la revolución francesa, que ante todo quiere ver en la Constitución una norma directiva

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fundamental, algo así como el programa político del pueblo en marcha, de un poder constituyente que, en puridad, nunca puede constituirse (porque entonces se limitaría y dejaría de ser constituyente) y que en consecuencia termina por depositar la soberanía en manos de un legislador sin límite jurídico alguno; de manera que, si bien la Constitución y la Declaración de derechos presentan un muy importante contenido sustantivo susceptible de constreñir severamente la libertad política de la mayoría, en cambio carece de cualquier garantía judicial efectiva. Fioravanti ha estudiado con acierto el origen de estas dos tradiciones constitucionales2.

Constituciones sustantivas y garantizadas: este podría ser el lema del constitucionalismo de nuestros días. Constituciones sustantivas, en primer lugar, que recogen un ambicioso horizonte de filosofía moral y política formado por valores, principios, derechos y directrices que no sólo pretenden limitar el ejercicio del poder, sino incluso a veces también imponer obligaciones positivas. Lejos de lo que representó el constitucionalismo formal de corte kelseniano, cuyo alcance se circunscribía a regular la competencia y el procedimiento de elaboración de las normas (el quién manda y el cómo se manda), el constitucionalismo contemporáneo que se desarrolla en Europa a partir de la segunda gran guerra pretende incorporar un denso contenido material sustantivo con la pretensión de condicionar muy seriamente aquello que democráticamente puede decidirse por la mayoría. Y Constituciones garantizadas, en segundo término, porque ese contenido material y singularmente el amplio catálogo de derechos fundamentales goza de una plena tutela judicial, no ya a través del Tribunal Constitucional, sino, lo que es mucho más importante, a través de la acción cotidiana de la justicia ordinaria. En otras palabras, los viejos derechos naturales han dejado de ocupar un espacio en la esfera de la moralidad -tan respetable como jurídicamente inútil- para integrarse resueltamente en el Derecho positivo, y para hacerlo además en su cúspide, en la Constitución.

De esta manera, y aun cuando en la práctica los derechos sigan siendo mucho menos vigorosos que el siempre formidable poder de las instituciones, al menos cabe decir que en los sistemas constitucionales como los recién descritos los derechos fundamentales ostentan una fuerza normativa granítica. Son muchos los mecanismos que aún puede utilizar el poder para desactivar o dificultar el ejercicio de los derechos, desde la legislación de emergencia -que en puridad se ha instalado plenamente desde hace años como algo normal y no excepcional- a la utilización adormecedora de los medios de comunicación, pero insisto, en línea de principio, los derechos judicialmente garantizados representan un límite infranqueable frente al poder. A mi juicio, ese es el designio de todo constitucionalismo que lo sea de verdad, imponer normativamente la limitación del poder a partir de un vigoroso catálogo de derechos fundamentales judicialmente garantizados.

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II Constitucionalismo y orden internacional

El constitucionalismo de los derechos -allí donde existe o despliega una cierta eficacia- encarna un modelo de organización política incompatible con la idea de soberanía estatal que antes quedó apuntada: sencillamente no existe ningún "poder absoluto y perpetuo" porque todos los poderes, incluido el poder democrático de la mayoría, vienen sometidos a un texto normativo supremo que desempeña la función del viejo Derecho natural; el constitucionalismo es por eso funcionalmente iusnaturalista. O, si en honor a la tradición quiere aún mantenerse esa idea de soberanía, ésta ya no se encuentra en ningún poder real y efectivo, en ningún poder amenazante, sino en un poder ideal o ficticio como el representado por la Constitución. En un régimen cabalmente constitucional la soberanía o poder constituyente sólo puede atribuirse al pueblo, pero el pueblo -frente a lo que sostenían algunos ilustres iuspubicistas- no es un órgano del Estado realmente actuante; cabe decir que el suyo es un poder sólo en sentido metafórico. La proclamación de la soberanía popular equivale en cierta manera a la proclamación del fin de la propia idea de soberanía; allí donde la soberanía se atribuye al pueblo desaparece el soberano. Por tanto, lo importante de la soberanía popular no es tanto lo que afirma cuanto lo que niega, esto es, que el poder soberano no puede pertenecer o ser ejercido por nadie distinto al pueblo mismo.

Pero la soberanía, además de esa dimensión interna, ha tenido siempre una no menos importante dimensión externa: el Estado era soberano...

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