Constitucionalismo

AutorGustavo Zagrebelsky
Páginas19-38

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1. El constitucionalismo moderno

El constitucionalismo contiene un ideal político atemporal. Pero es también, en su núcleo originario, una experiencia circunscrita a una fase precisa

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y superada de nuestra historia política. Como historia, el constitucionalismo ha muerto; como idea, por el contrario, está vivo. Más bien, “constitucionalismo” es quizás la palabra que sintetiza de manera más comprensiva, aunque como orientación general, muchos o quizás todos los ideales político-constitucionales del presente y del futuro, en una dimensión espacial y temporal cada vez más amplia.

En el título del argumento que me dispongo a tratar aparece la expresión “constitucionalismo moderno”, una expresión que, no sé si intencionadamente, recuerda la contraposición entre el constitucionalismo de los antiguos y el de los modernos, de la que trata el célebre escrito de Charles H. McIlwain de 1940, al que se refiere el clásico trabajo de Nicola Matteucci de 1976, Organizzazione del potere e libertà. Storia del costituzionalismo moderno. La expresión, a su vez, reenvía no sólo por asonancia sino por parentesco conceptual, al celebérrimo Discours de la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes de Benjamin Constant. El constitucionalismo como doctrina ciertamente no ha nacido de repente, como si fuera un relámpago, sino que hunde sus raíces en la historia de la constitución inglesa, idealizada en Francia en el Setecientos, por ejemplo por Montesquieu y De Lolme. No obstante, hay un general consenso al respecto, es precisamente Constant el noble padre de la que consideramos la versión moderna de aquella doctrina, distinta no sólo de la antigua, sino también de la contemporánea y de la futura, si bien se aún usará este término en relación a cualquier cosa que justifique su empleo. Nosotros venimos de allí, pero ciertamente no por una simple reiteración de los orígenes. Nuestro constitucionalismo ya no es más el de entonces1.

Para expresar la distancia que nos separa de Constant, basta esta observación. El constitucionalismo de la Restauración fue y ha sido teorizado como la reacción al ’94 en nombre de los principios del ’89, sintetizados por el artículo 16 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano: sin garantía de derechos y sin separación de poderes, no hay constitución. De manera resumida: el gobierno moderado contra el arbitrio jacobino o, si se quiere, la constitución inglesa contra la Revolución francesa, Montesquieu contra Rousseau, por utilizar aquella que, para la filología del pensamiento, ciertamente es una simplificación y que, sin embargo, indica una contraposición que ha tenido un largo recorrido en la clasificación y en la orientación de los ideales políticos de fondo de la primera mitad del Ochocientos. Los

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principios de constitucionalismo de aquella época son los de la constitución liberal: gobierno de la razón o de los “principios” contra la dictadura de las pasiones; representación política mediante la separación de poderes; legalidad y garantía de las libertades, tribunales independientes, libertad de prensa y de la opinión pública, habeas corpus; cosas todas ellas que representan elementos consolidados del constitucionalismo de nuestro tiempo. Pero la Revolución en Francia, que en un primer momento se había dirigido contra los privilegios del Antiguo Régimen –esta es la interpretación de Constant y de los “doctrinarios” de su época– había superado el límite, de donde debía derivarse necesariamente –como de hecho se derivó– una reacción terrible, no pudiendo no operar también en aquel caso la universal ley histórica del péndulo, una ley que ya encontramos descrita en Platón –“Todo exceso suele comportar una gran transformación en sentido opuesto: tanto en las estaciones, como en las plantas y en los cuerpos y también en grado sumo, en las constituciones”2– y que Constant había investigado, ya en 1797, en la época del Directorio, en el escrito sobre Des réactions politiques.

¿En qué, para Constant y, en general, para el constitucionalismo de su tiempo, el límite había sido superado por la Revolución? En el asalto a la propiedad. Este es el núcleo político-social del constitucionalismo de los primeros tiempos: una forma de gobierno en la que los derechos de propiedad fueran asegurados, como núcleo indiscutible de la vida común, organizada políticamente de manera tal para impedir toda concentración de poder –monárquico o popular, no importa– que pudiera atentar contra tales derechos. En la fórmula política del constitucionalismo de entonces –la monarquía representativo-censitaria– consistía el juste milieu fijado en las Cartas constitucionales de entonces. “Todo lo que está en la Carta, nada más que lo que está en la Carta” era la fórmula del equilibrio no sólo entre principio monárquico y principio representativo, sino también y sobre todo entre propietarios y trabajadores; una fórmula que habría querido cristalizar la historia y que, como todas las cristalizaciones, habría sido desbordada por los acontecimientos revolucionarios, como ocurrió en Francia, o disuelta en una visión abierta a nuevos equilibrios, como sucedió en el Piamonte estatutario y liberal y luego en el Reino de Italia de los primeros decenios, según una evolución moderada pero dinámica (es decir incluida en las posibilidades de la “monarquía dualista”, como fue señalado y auspiciado, desde el principio, en el célebre artículo de Cavour del 10 de marzo de 1848 en Il Risorgimento, titulado “Critiche allo Statuto”).

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El punto central, al que todo está conectado y respecto al cual se pueden medir las transformaciones del constitucionalismo, desde el de entonces hasta el de hoy, es la concepción de la sociedad; entonces, una concepción en términos duales, de una parte los propietarios y de la otra los no-propietarios, los proletarios en la terminología marxista, pero que para Constant y para sus contemporáneos, eran simplemente los trabajadores. Kant3había precisado la división: son propietarios también aquellos que venden un opus propio –los artífices, los artistas y los artesanos–; no lo son los operaii, que trabajan poniéndose al servicio de un patrón, aun admitiendo que “es difícil determinar los requisitos para pretender la condición de hombre dueño de sí mismo (sui iuris)”.

De todos modos, la dificultad práctica no elimina la esencial diferencia entre quien vive de sus propiedades y quien vive vendiéndose a sí mismo en cuanto trabajador, los primeros en condiciones de libertad, los segundos en condición servil: ésta era la visión de fondo, considerada natural, incluso “de derecho natural”, una visión que hunde sus raíces en la noche de los tiempos. Para que se pueda tener libertad respecto a algunos, se debe ser el siervo de otros. Sin lo segundo no puede existir la primera. El trabajo era por tanto concebido como alternativo a la propiedad: alternativo en el sentido de que el reconocimiento de los derechos políticos a los trabajadores habría constituido la gran amenaza al derecho de propiedad, por tanto a la libertad, allí donde, solamente, ella podía residir. De aquí, el sufragio restringido, y por tanto el rechazo de la idea de ciudadanía general. Y no por razones contingentes, es decir, por la momentánea y remediable condición de ignorancia y de indigencia de las clases trabajadoras, sino por razones estructurales, de supervivencia de la libertad. El constitucionalismo, como doctrina política, nace por tanto con esta marca clasista que lo opone a la democracia radical, à la Rousseau, que sueña la libertad de todos en una especie de estado de naturaleza que se re-instaura con el contrato social, cuyo fin es una forma política que restituya a cada uno la libertad originaria que ha cedido a todos los otros (“obedecer al poder de todos, permaneciendo libre: la cuadratura del círculo de la utopía roussoniana; más bien [Du contrat social, libro III, cap. IV] son las necesidades prácticas de “la administración ordinaria” del gobierno las que hacen necesario que el poder se concentre en el “menor número” de los

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que componen “las magistraturas”); y lo opone, por otro lado, a la sociología marxista que asume la sociedad dividida entre propietarios y trabajadores pero, al contrario del constitucionalismo originario, no por razones naturales, sino como resultado de relaciones de producción históricamente deter-minadas, que la historia y las fuerzas que operan en ella como “parteras” pronto condenarían.

2. El proceso de generalización

El constitucionalismo de los orígenes ha completado un largo camino que llega hasta nosotros. Si no lo hubiera hecho, lo consideraríamos solamente una antigualla, y no por el contrario una fuerza ideal que aún alimenta las aspiraciones políticas de los pueblos. Para comprender cuán largo ha sido el camino ideal que se ha transitado hasta ahora, basta abrir, sólo como ejemplo, nuestra Constitución en su primer artículo: “Italia es una república democrática basada en el trabajo”. Aquél que, al comienzo de la historia, era criterio de exclusión de los derechos políticos –ser trabajador y no propietario– se convierte hoy en el título de inclusión. Un vuelco completo; la sanción formal del desenlace de un largo proceso histórico de emancipación política que debe ser interpretado no en sentido clasista, invertido respecto al sentido del constitucionalismo originario, sino en el sentido de una consecución de un proceso histórico. La condición de “trabajador”, entendida no en sentido clasista (sobre esto los Trabajos preparatorios son clarísimos), sino en el sentido del art. 4 de la Constitución, como “actividad o función que concurra al progreso material o espiritual de la...

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