Análisis sobre la constitucionalidad de algunos tipos penales relativos a la flora y fauna. Interpretaciones para su adecuación constitucional

AutorJosé Muñoz Lorente
CargoProfesor Titular Interino de Derecho Penal. Universidad Carlos III de Madrid
Páginas71-141

Page 71

I Introducción

La Constitución española de 1978 -al igual que otras de nuestro entorno cultural 1- no impone expresamente al legislador ordinario la obligación de incriminar o penalizar atentados a bienes jurídicosPage 72 estrictamente fundamentales 2. Ello ocurre, por ejemplo, aun en el supuesto del derecho fundamental más importante: el derecho a la vida, contenido en el artículo 15 del referido texto constitucional. De este precepto no cabe inferir -reitero, explícitamente- la obligación de castigar penalmente los atentados a ese bien jurídico 3. Esta circunstancia, es decir, la inexistencia general de lo que se denomina obligaciones explícitas de penalización 4, ha impulsado a la doctrina penal a cuestionarse -a través de la denominada «teoría del bien jurídico»- cuándo puede intervenir el ius puniendi estatal para proteger esos derechos o, lo que es idéntico, cuándo un determinado bien jurídico constitucional ha de ser protegido penalmente 5.Page 73

Sin embargo, a este respecto resulta significativo que sí aparezca esa obligación explícita de incriminación en dos concretos y únicos preceptos de la Norma Fundamental que, además, por su ubicación sistemática dentro del texto constitucional, paradójicamente no son considerados por aquélla como auténticos derechos fundamentales en sentido estricto, sino, únicamente, como instituciones que son «jerárquicamente» inferiores; esto es, como principios rectores de la política social y económica 6.

Los preceptos constitucionales a que me refiero, como se sabe, son, por un lado, el artículo 46 de la Constitución -relativo a la protección específicamente penal del patrimonio histórico, cultural y artístico- y, por otro, la referencia que se hace en el artículo 45.3 del referido texto constitucional a la obligación de establecimiento de «sanciones penales, o en su caso, administrativas» para quienes lesionen el medio ambiente. Es decir, en estos dos supuestos nos encontramos ante la plasmación de lo que se ha venido en denominar obligaciones explícitas de penalización -frente a aquellas otras que doctrinalmente se suelen calificar como obligaciones implícitas o tácitas de penalización 7 contenidas, también, en la Norma Fundamental y, en algún caso, reconocidas expresamente por el Tribunal Constitucional 8.Page 74

Esa obligación explícita de penalización en el marco del medio ambiente -rechazada, sin embargo, en algunos ámbitos doctrinales 9- no es más que reflejo de la actual tendencia mundial, cada vez más frecuente, de dar respuesta a los atentados contra el medio ambiente 10 y, específica y particularmente, respuesta penal 11Page 75 como reflejo de los ingentes procesos de cambio y criminalización a que asistimos en el presente -y, seguramente, en el futuro- que, en no pocas ocasiones, cuestionan y ponen en duda la justificación del recurso al instrumento penal 12. No obstante, es preciso reconocer que, recientemente, esta última tendencia criminalizadora respecto al medio ambiente empieza a ser seriamente cuestionada por la doctrina, tanto en el ámbito comparado, como también en nuestro país, fundamentalmente por razones de efectividad, dado que al aumento de la represión penal no necesariamente sigue una mayor eficiencia en la protección del bien jurídico: antes al contrario, la relación entre esos dos factores tiende a invertirse 13; o, en otros casos, porque la formaPage 76 en que se lleva a cabo esa criminalización vulnera principios tan básicos como los de culpabilidad y proporcionalidad 14 o, como más concretamente veremos en este análisis, el de ofensividad o lesividad, sin olvidar, por supuesto, el de legalidad.

Quizás, en el marco del medio ambiente, la obligación constitucional explícita de penalización no es más que corolario de la concepción que mantiene nuestra Constitución respecto de ese bien jurídico. En efecto, si reparamos, el texto constitucional no concibe estrictamente el medio ambiente como un mero derecho subjetivo -o, si se quiere, como un mero principio rector de la política social y económica-, sino, también, y más específicamente, como un deber. Esta circunstancia, se desprende del tenor literal del artículo 45.3 de la Constitución cuando señala: «Todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo». Se trata, por tanto, de un deber dirigido, no sólo a los poderes públicos 15, sino, también, de la misma forma, a todos los ciudadanos en general. Esta circunstancia hace que ambos -poderes públicos y ciudadanos- se coloquen en una determinada situación que se traduce, en primer lugar, y por lo que al legislador y demás poderes públicos se refiere, en la obligación de proteger efectivamente ese bien jurídico; y, en segundo lugar, y respecto a todos los ciudadanos, en la exigencia de una conducta no atentatoria al medio ambiente que, en caso de incumplimiento, puede dar lugar a la imposición de una sanción, ya administrativa, ya penal, dependiendo de la gravedad y entidad del incumplimiento en la conservación del medio ambiente.

Pero, evidentemente, en relación con los ciudadanos, la concreción de ese deber genérico de conservación impuesto por la Constitución, y las consecuencias de su incumplimiento, precisan de la intervención del legislador, quien, por un lado, ha de especificar las concretas situaciones en que ese deber se considera incumplido y, por otro lado, las sanciones aplicables a esas conductas atentatorias al medio ambiente; en otros términos, ese deber constitucional abstracto de proteger el medio ambiente o de evitar su lesión no constituye en sí mismo una obligación directa y operativa frente alPage 77 ciudadano si aquélla, a su vez, no encuentra reflejo y desarrollo legislativo 16 que, además, se sirva de la imposición de sanciones en caso de incumplimiento. En consecuencia, expresión de esa actividad legislativa de concreción, por lo que al ámbito penal se refiere -que es el que aquí fundamentalmente interesa-, lo son, por ejemplo, los artículos 325 ss. del nuevo Código penal de 1995: «los delitos contra los recursos naturales y el medio ambiente» y «los delitos relativos a la flora y la fauna» 17- y, también, aunque en menor medida, el artículo 2.1 f) de la Ley Orgánica 12/1995, de 12 de diciembre, de Represión del Contrabando que tipifica el comercio o tráfico de determinadas especies de flora o fauna; aunque, de este último precepto, a pesar de plantear también algunas dudas de cons-Page 78titucionalidad 18, no es posible ocuparse por razones de espacio y porque, en realidad, excede de las cuestiones que se pretenden poner de relieve en el presente análisis.

De todos esos preceptos, los que ahora más nos interesan se circunscriben a una de las novedades más llamativas introducidas por el nuevo Código penal: los delitos relativos a la flora y la fauna que se encuentran tipificados en los artículos 332 y siguientes del Código penal de 1995.

La inclusión de estos delitos en el nuevo Código penal responde, fundamentalmente, a una demanda, tanto doctrinal 19, como jurisprudencial 20, fruto de diversas consideraciones ante las notables carencias de protección que en este ámbito mostraba el Ordenamiento penal. Así, por una parte, la insuficiencia demostrada por el antiguo artículo 347 bis -delito ecológico- que ofrecía unas posibilidades tuitivas de la flora y la fauna muy concretas, esto es, centradas única y exclusivamente en la protección de la vida natural cuando ésta pudieraPage 79 verse amenazada como consecuencia de la realización de actividades contaminantes; dejando, por tanto, fuera del ámbito penal otra serie de conductas -no contaminantes- que, también, y de forma clara y palmaria, podían poner en serio peligro los recursos naturales y, más concretamente, los relativos a la flora y la fauna 21.

Por otra parte, la necesidad de protección penal de la flora y fauna derivaba, también, de las escasas -y en algunos supuestos, irrisorias-respuestas que ofrecía la vetusta legislación penal -fundamentalmente especial 22- que, supuestamente, se encargaba de proteger la flora y la fauna cuando, en realidad, eran otros intereses, esencialmente económicos, los que, en muchos casos, subyacían a esa protección 23; así lo demostraba, por ejemplo, la existencia del artículo 507 del antiguo Código penal que tipificaba como delito de robo la conducta del que «entrare a cazar o pescar en heredad cerrada o campo vedado» que, lejos de denotar una clara preocupación por el medio ambiente, se centraba fundamentalmente en proteger los intereses económicos de quien disfrutaba de esa heredad o campo vedado 24.Page 80

Por último, no faltaban voces que apelaban a la introducción en el Código penal de esta clase de conductas con el objeto de coordinar la regulación de toda la materia penal relativa al medio ambiente 25 que, como ya se ha señalado, se encontraba dispersa en distintas normas penales especiales a cuyo estudio se prestaba poca o nula atención 26.

Evidentemente, todos esos factores de carencia o desprotección penal, o de protección muy rudimentaria de la flora y fauna, unidos a lo que se ha venido en llamar «nueva sensibilidad medioambiental» 27 y la necesidad de coordinar la dispersa normativa penal...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR