Presupuestos constitucionales de la integración de las Comunidades Autónomas en la orgánica del Estado: la reforma del Senado

AutorRafael de Agapito Serrano
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Constitucional. Universidad de Salamanca
Páginas213-228

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I Introducción

La más grave deficiencia de la situación constitucional actual reside en el desfase existente entre la consolidación de la descentralización política, que es ya estructura y base del funcionamiento del Estado, y la precariedad de la regulación del Senado, esa Cámara que la propia Constitución define como Cámara de representación territorial.

Los constituyentes, con una audacia y amplitud de perspectiva sorprendentes, abrieron la puerta a una descentralización política del Estado que ha supuesto una profunda ruptura con nuestra tradición de Estado unitario. Sin duda pesó en su conciencia el atraso y las deficiencias de la instauración y el desarrollo de nuestro Estado constitucional en etapas históricas anteriores, en las que ni la representación política ni la función de las instituciones centrales se ajustaron por entero ni siquiera a los criterios de racionalidad del Estado liberal. Y también pudo pesar entonces la tendencia actual generalizada a responder a la complejidad de las sociedades actuales con este mecanismo de la descentralización, que busca acercar las decisiones del Estado a sus destinatarios. Pero, sean cuales fueran las razones que entraron en juego entonces, el hecho es que la Constitución abrió, en definitiva, una vía para establecer y potenciar la función constitucional de la descentralización política.

La función real del Senado, sin embargo, siendo entonces imprevisible el desarrollo del Estado Autonómico, quedó en la CE meramente enunciada. El que su configuracion representativa acabara dando como resultado un mero reflejo de la composición política del Congreso, y que su peso en el procedimiento legislativo ex art. 90 sea tan escaso, ha llevado a este órgano del Estado a la inoperancia. Es cierto que ha habido intentos de desarrollar su función a través de la reforma del Reglamento de la Cámara, como con la Comisión General de las Autonomías, pero pueden entenderse más bien como reflejo de la mala conciencia de las distintas mayorías políticas por posponer una y otra vez el desarrollo constitucional de unas funciones efectivas para el Senado. La actual Conferencia de Presi-

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dentes apunta en una dirección adecuada, pero sólo puede considerarse como algo provisional o transitorio. En cualquier caso, lo que ha tenido efectividad en este terreno han sido las Conferencias Sectoriales, que han operado sin duda como un instrumento eficaz, pero sin que pueda pasarse por alto que operan fundamentalmente en la vía ejecutiva.1En términos generales, el hilo conductor de este proceso de descentralización política ha sido entender el principio de autonomía únicamente desde su dimensión negativa, es decir, básicamente como una garantía de la autonomía frente a las instancias centrales. Y ello haciendo caso omiso de que, junto a la tendencia hoy casi general hacia la descentralización en todos los Estados constitucionales, es también evidente que algunas de las decisiones básicas que corresponden a las instituciones centrales afectan, se quiera o no, de un modo sustancial incluso a aquellos ámbitos que han sido definidos como competencias exclusivas de las Comunidades.

No es trivial tampoco recordar aquí que, con alguna frecuencia, para la formación de mayorías políticas han sido necesarios acuerdos entre partidos nacionales y regionales, y que esto ha supuesto en la práctica conceder tácitamente a alguna Comunidad una especie de derecho de veto sobre decisiones fundamentales de política general.

Hoy parece que, finalmente, se ha abierto esta cuestión a su tratamiento, y que en buena medida se asume que la posición y la función de las CCAA deben integrarse de forma explícita en la orgánica constitucional mediante la consiguiente Reforma constitucional. Esto es, que más allá de las simples necesidades pragmáticas de coordinación administrativa, o de la canalización informal de los intereses de las Comunidades Autónomas a través de la dinámica de los partidos, el Senado debe configurarse como una cámara que refleje claramente una representación específica y diferenciada de los entes territoriales, y que pueda influir de forma directa y efectiva en la legislación general del Estado.2Ahora bien, una reforma del Senado que trate de dar forma a la integración de las funciones constitucionales de las CCAA en la estructura del Estado no se puede plantear como un tema aislado. No cabe limitarse a presentar y debatir, desde un punto de vista meramente técnico, los aspectos concretos de esa reforma, ni asumir compromisos o soluciones políticas, sin reflexionar sobre sus presupuestos y consecuencias constitucionales, ya que el tema tiene implicaciones y consecuencias que afectan a otros campos fundamentales de la normativa y de la práctica constitucionales.

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Piénsese, por ejemplo, en el tema de la unidad del Estado, en el que se bascula entre la afirmación y la defensa a ultranza del principio de unidad, por un lado, y la creencia en que una intensificación progresiva del autogobierno de las Comunidades equivale sin más a una ampliación de la legitimidad democrática, por el otro. O bien, piénsese en el efecto que tendría para la dinámica política de los partidos una Cámara configurada con una representación distinta de la del Congreso de los Diputados, acostumbrados, y alentados por el sistema electoral vigente, a buscar y ejercer sin trabas la mayoría electoral obtenida. O bien, finalmente, la cuestión de la realización del Estado social, en la que, sin duda, corresponde a las CCAA un papel de especial relevancia, ya que hoy su acción es determinante en servicios tan básicos como la educación, sanidad, etc.

El problema es complejo, tanto más cuanto que en buena medida las disfunciones presentes tienen que ver con una comprensión y utilización inadecuadas de categorías e institutos constitucionales. Y la dificultad se agrava porque en la propia dinámica política se están poniendo en juego conceptos que son confusos, y que operan como frenos efectivos para el desarrollo constitucional de este órgano y de la función que podría realizar.

A mi juicio hay tres aspectos que tienen especial relevancia a la hora de comprender todo el alcance constitucional que tiene plantear la reforma del Senado, y que requieren una aclaración:

1) La supuesta contraposición entre los principios de unidad y de autonomía en un Estado constitucional democrático,

2) Las resistencias a incorporar y aplicar a la representación y al proceso políticos las consecuencias de una integración coherente del principio de autonomía, y, finalmente

3) los obstáculos que se plantean para admitir una participación efectiva de las CCAA en la orgánica constitucional.

II La contraposición de los principios de unidad y de autonomía

El art. 2 CE recoge, al mismo tiempo, el principio de unidad y el principio de autonomía, y en el texto constitucional se habla ciertamente de nacionalidades y regiones. Pues bien, tomando pie en la letra del precepto, se viene defendiendo que la Constitución impone la obligación de reconocer un «hecho diferencial» entre las CCAA, y de ello se infiere que en la configuración del Senado tendría que aplicarse un criterio de asimetría para hacer justicia a esa determinación.3

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Esta pretensión se mantiene a pesar de que, desde una interpretación sistemática o de conjunto de la Constitución, como exige la Disp. Adic. 1ª, no se encuentra ningún apoyo que dé pie para mantener o desplegar esa diferencia. La diferenciación de competencias asumibles por las Comunidades sólo aparece como un límite temporal, y el texto constitucional está cargado de prescripciones que expresan, como derechos y como fines del Estado, la exigencia de mantener un equilibrio en la situación jurídica y social de las Comunidades Autónomas (cfr. arts. 149, 139 ...).

El hecho es que, en una amplia medida, el principio de autonomía se ha entendido básicamente en un sentido negativo y, consecuentemente, las relaciones entre CCAA y Estado se han polarizado en la dimensión vertical de la relación entre cada Comunidad con las instituciones centrales, o, formulado con más exactitud, con el Gobierno, y ha quedado en suspenso la dimensión horizontal de la relación entre Comunidades. Esa relación bilateral ha llegado a extremarse, en algunos casos, en posiciones que oponen el autogobierno de éstas, como intensificación de la democracia, a la función constitucional de las instituciones centrales, y que defienden diferencias sustanciales entre las mismas Comunidades.

Pues bien, como soporte de esta concepción negativa y diferenciadora de la autonomía se utiliza un concepto de pueblo, como titular del auto-gobierno o de la autodeterminación, que es confuso. Es confuso porque en estas propuestas ese «pueblo» se identifica con el concepto de Nación que es propio del romanticismo o del historicismo de comienzos del XIX. El pueblo se entiende aquí como etnia o como unidad cultural o histórica, y a partir de él se da el salto a la idea de Nación, que tiene en ese formato la connotación directa de su independencia y soberanía.4Este significado de pueblo, sin embargo, no se corresponde hoy con una concepción constitucionalmente adecuada a la idea de un Estado social y democrático de derecho. Utilizar el concepto de pueblo con este significado supone entenderlo como un sujeto colectivo basado en supuestos rasgos o características particulares, que se imponen de forma homogénea para todos los ciudadanos. Y esto plantea un obstáculo difícil de salvar para la tarea de comprender y articular de forma coherente los principios de unidad y de autonomía. Bajo esta perspectiva no resulta fácil...

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