¿Es constitucional la presencia del crucifijo en las escuelas públicas?

AutorDr. Fernando Rey Martínez
CargoCatedrático de Derecho Constitucional. Universidad de Valladolid
Páginas1-32

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1. El marco del problema: laicidad fuerte y débil

La compatibilidad con la Constitución de la presencia permanente de símbolos religiosos como el crucifijo en el mobiliario de las escuelas públicas se ha convertido en los últimos años, un tanto por sorpresa, en un problema extendido, recurrente, sensible y complejo que ha provocado decisiones judiciales de cierto impacto social y de signo divergente, además. En Europa, es destacable la seminal Sentencia Lautsi II de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de 18 de marzo de 2011, y en España hay que mencionar de modo particular la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León de 14 de diciembre de 2009, de cuya importancia da idea el hecho de haber sido citada expresamente por la Sentencia Lautsi II citada, en su parágrafo 28, in fine1.

Se trata de un problema específico enmarcado dentro del panorama más general de las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas. El Estado democrático no puede ser otra cosa que aconfesional. Sin embargo, a partir de esta luminosa afirmación de principio, aparece la bruma conceptual porque el lugar de las confesiones religiosas en el espacio público es una cuestión conflictiva en todos los países democráticos, que, además, se va renovando e intensificando a causa de la creciente secularización social y consecuente pérdida de prestigio del significado religioso de la existencia, de los dogmas y decisiones de las respectivas jerarquías confesionales, así como del incremento del pluralismo religioso y ético en el seno de sociedades hasta hace poco ideológicamente homogéneas.

La libertad religiosa y la libertad frente a la religión es uno de los temas constitucionales más clásicos y evocadores. Tan clásico que la libertad religiosa

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es, probablemente, junto con las libertades inglesas frente a las detenciones arbitrarias, el primero de los derechos individuales en nacer históricamente (recuérdese que surge tras el conflicto generado por la fe cristiana dividida con la Reforma). Tan clásico que su reconocimiento en exclusiva para la religión declarada perpetuamente oficial en España por los constituyentes de Cádiz, la católica, durante el siglo xix y buena parte del xx, se erigió como obstáculo insalvable para el avance real del constitucionalismo en el mundo hispánico. Larra ya observó que la Constitución de Cádiz sólo consignaba la libertad de imprenta para las ideas políticas, pero no para las religiosas y añadía: «eso es decirle a un hombre: ande usted, pero con una sola pierna». Un tema tan clásico, en fin, que la misma génesis y estructura del constitucionalismo (al menos del que se expresa en inglés) puede interpretarse, en un sentido diametralmente opuesto al seguido por el constitucionalismo de los países católicos, como un producto cultural derivado de la secularización del discurso religioso de raíz protestante.

Las relaciones entre confesiones religiosas y Estado son inevitablemente conflictivas. No está ni mucho menos claro qué corresponde a Dios, qué al César y qué a los que no somos ni uno ni otro. Para poder resolver correctamente los conflictos jurídicos que se van planteando hay que valorar las circunstancias concretas de cada caso, no cabe una solución general previa y, desde luego, nunca será una solución al gusto de todos. En los casos de conflicto, se trata de llegar a un equilibrio razonable entre las dos dimensiones de la libertad religiosa, la (positiva) libertad de religión y la (negativa) libertad frente a la religión.

Existe un relativo acuerdo en la literatura sobre que «Estado aconfesional» significa prohibición de confusión entre funciones religiosas y funciones esta-tales, lo que implica, como mínimo, dos cosas:

Primera, que las confesiones no pueden obligar al Estado a inspirar su legislación de acuerdo a sus valores propios, lo cual no significa, como es obvio, que no puedan concurrir, como cualquier otra asociación en el debate público y en la arena política, intentando persuadir de la bondad de sus ideas.

Estado laico significa, en segundo lugar, que el Estado no puede intervenir de ningún modo en el interior de las confesiones religiosas: el Estado se muestra radicalmente incompetente para valorar de cualquier modo los dogmas religiosos y la fe de sus ciudadanos, que sólo a éstos pertenece.

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Ahora bien, los Estados democráticos, que suelen ser, más o menos2, aconfesionales, no reservan a las relaciones que mantienen con las confesiones religiosas que existen en su territorio el mismo régimen jurídico, sino que las soluciones son diversas e, incluso, contradictorias. La misma confusión terminológica sobre qué significa «Estado laico», «laicismo» o «laicidad» revela la confusión conceptual derivada de la carencia de una única solución o de un modelo ideal para todos los Estados. Esto, por cierto, distingue el derecho fundamental de libertad religiosa de otros derechos fundamentales de libertad de corte clásico, cuyo contenido es «líquido y cierto» y, sustancialmente, idéntico en todos los países, al menos como ideal a alcanzar.

En consecuencia, en el supermercado global de normas y de ideas disponibles, se encuentran diversos productos conceptuales y terminológicos sobre el particular. En mi opinión, creo que, en líneas generales y aún de modo tosco, pero expresivo, se pueden clasificar las distintas fórmulas estatales en modelos de laicidad fuerte o débil, según configuren o no en su respectivo ordenamiento un favor religionis.

Intentaré explicar mejor esta idea utilizando el ejemplo español. A mi juicio, España es un Estado laico débil (por el contrario, Francia o Estados Unidos serían modelos de Estados laicos «fuertes»). La arista más cortante de la regulación constitucional española no se halla en el apartado primero del artículo 163, ni

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en el apartado segundo4, sino en el inciso tercero: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones». Esto es, el problema constitucional por antonomasia tiene que ver, como siempre ha ocurrido en la historia española, con la posición del Estado respecto de la Iglesia católica y de ésta en relación con el resto de confesiones, o, expresado en otros términos, con el significado y alcance de la neutralidad confesional del Estado, de la laicidad estatal, aunque la Constitución no emplea esta palabra. Mi tesis es la siguiente:

  1. La idea, que llamaré de laicidad débil (aunque hay quien la llamará de laicidad «positiva», empezando por el Tribunal Constitucional español) según la cual la Constitución se deriva necesariamente una función estatal promocional de lo religioso (idea confirmada en gran medida por el desarrollo normativo vigente de los Acuerdos con la Santa Sede y del concepto de confesión de «notorio arraigo» de la Ley de libertad religiosa, así como por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional) no es, en contra de lo que piensan diversos autores, inconstitucional, pero, en contra de lo que opinan otros, tampoco es la única constitucionalmente posible.

  2. El modelo que llamaré de laicidad fuerte creo que en el ordenamiento español no es constitucionalmente posible (sin reformar previamente la Constitución, es decir).

El artículo 16.3 de la Constitución es deliberadamente ambiguo, porque se trata de una solución de compromiso: busca un equilibrio entre dos principios en tensión, el de la neutralidad religiosa del Estado (por cierto, hubiera sido más precisa la fórmula: «el Estado no será confesional» que la elegida: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal»), y el reconocimiento explícito como garantía institucional de la Iglesia católica (con lo que ello significa de obligación estatal de cooperación con ella, a diferencia del resto de confesiones).

Es curioso observar, en este sentido, que el constituyente no fue totalmente libre en relación con la regulación de tres aspectos centrales de la vida política de nuestro país, particularmente problemáticos a lo largo de nuestra historia,

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que, de alguna manera, le vinieron dados: rey, fueros, iglesia. Estos aspectos fueron, por decir así, ventanas de irrupción de legitimidad histórica pre- y supra constituyente: la monarquía y su sucesión (el Príncipe de Asturias fue designado como sucesor del monarca antes de la aprobación de la Constitución en una extraña ceremonia celebrada en Covadonga); los derechos históricos de los cuatro territorios forales (los tres vascos más Navarra) y la posición privilegiada de la Iglesia católica en nuestro ordenamiento a partir de los Acuerdos internacionales que entraron en vigor más tarde pero que fueron gestados de modo paralelo a la elaboración del propio texto constitucional. Esto ha determinado, en gran medida, que los Acuerdos no hayan sido inter-pretados a la luz de la Constitución, sino justo al revés: la Constitución desde la óptica de los Acuerdos.

La solución que se ha venido dando para justificar la vigencia de este entendimiento extraordinariamente débil de la laicidad estatal en relación con la Iglesia católica ha sido la de ir extendiendo, en lo posible, su régimen al resto de confesiones de notorio arraigo (evangélicas, judía, musulmana, principal-mente). El problema de la mancha en el vestido se ha solucionado tiñendo todo el vestido del mismo color de la mancha. Y es precisamente...

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