Jurisprudencia constitucional en espacios indígenas: Despliegue municipal de Cádiz en Nueva España

AutorJosé María Portillo Valdés
Páginas181-206

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Perhaps the most democratic of them was the one known as the Spanish Constitution of 1812

, Henri Sumner Maine, International Law (1888)

Es una de las señas de identidad más notables de la Constitución Política de la monarquía Española que las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación Española debatieron y aprobaron entre el verano de 1811 y los últimos días del invierno de 1812, su complejo sistema de representación. Familias organizadas en parroquias, parroquias que conformaban pueblos, pueblos que componían provincias y provincias que constituían la nación fueron los espacios de la representación que se trasladaron al texto de 1812. Fue ese el esquema que se manejó para establecer el modo en que debían elegirse las Cortes como cuerpo político representado de la nación española. No cabía allí otra especie de representación de la nación, ni siquiera la del propio monarca que quedaba como figura política pero no representativa. Eran, en efecto, los «diputados» reunidos en Cortes los únicos que podían representar al cuerpo político de la nación española y lo eran porque, a su vez, su representación venía repercutida desde la familia, la parroquia, el partido y la provincia.

La historiografía no ha dejado de señalar e interesarse por este mecanismo representativo complejo de la nación en el primer constitucionalismo. En las últimas décadas hemos asistido a un renovado interés por esta declinación peculiar del constitucionalismo originario que ha visto en Cádiz tanto un inusitadamente abierto y amplio tratamiento de la representación como una extensión de dimensiones

«Este trabajo está elaborado en el marco del proyecto de investigación "Hacia una historia de las prácticas electorales en MéXIco en el siglo XIX", con sede en el Instituto de Investigaciones José María Luis Mora y financiado por CONACYT en su programa de Ciencia Básica».

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imperiales del mismo. Se nos ha advertido de las «virtudes democráticas» de un texto que ni tan siquiera puso cortapisas censitarias a una representación que no eXIgía más condiciones que ser español y estar avecindado en cualquier pueblo de las Españas, es decir, tanto de la europea como de la americana (que incluía también a la asiática). No es, ni mucho menos, que la historiografía no haya estado consciente de que el mismo texto establecía sus exclusiones por la vía justamente de entender españoles a efectos de ciudadanía aquellos «que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios» y que no estuvieran al servicio de otras personas. Que esto implicara la separación de mujeres, afrodescendientes, sirvientes de diverso tipo, o población no asentada en parroquia ha soportado, no obstante, bien la comparación con otros modelos de representación implementados en más septentrionales latitudes1. Valoración positiva que se ve amplificada por el hecho, ciertamente inaudito entonces y después, de que la nación de Cádiz se diseñó para toda la extensión de la monarquía española, incluyendo en el censo de españoles a todos estos efectos a poblaciones indígenas.

Ha sido, por otra parte, también ponderado y suficientemente señalado y estudiado el hecho notable de que el sistema representativo de Cádiz no se ago-tara en el espacio de la nación. A diferencia de la reducción administrativa y subsidiaria que los ámbitos municipales y provinciales habían tenido en el constitucionalismo francés desde 1791, y a diferencia también del federalismo constituyente norteamericano, Cádiz descubre a la historiografía un modelo diverso. Si el federalismo se descartó como incompatible con la monarquía y, sobre todo, con la nación entendida como sujeto unitario de soberanía, ello no condujo a la idea de una nación «una e indivisible», expresión que, por supuesto, estuvo sobre la mesa de trabajo de los arquitectos constitucionales y no dejó de seducir a más de uno. La solución gaditana al dilema de cómo gobernar una monarquía extendida desde Asia a Europa, pasando por la España americana, radicó en proyectar una administración o gobierno de ese inmenso espacio a través de instituciones representativas en pueblos y provincias. En esos espacios, junto a las figuras propiamente dependientes del gobierno -los jefes políticos y sus subalternos- sistemáticamente aparecían en el diseño gaditano figuras parlamentarias y representativas, conformadas por medio de elecciones entre los cabeza de familia, en ayuntamientos y diputaciones provinciales. Por así decirlo, Cádiz, lejos de implementar la Administración, proyectó sobre pueblos y territorios el ideal ilustrado de la defensa y promoción autónomas del interés individual. El resultado fue un despliegue sin precedentes de procesos electorales diversos2. Un influyente ensayo de Antonio Annino marcó en este sentido la pauta al referirse a Cádiz como el momento de una revolución terri-

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torial de los pueblos, lo que no ha dejado de tomarse como si de un rasgo más de la modernidad democrática de Cádiz se tratara3.

La combinación de ambos aspectos -Cádiz como democracia más avanzada del momento en la Euroamérica que estrenaba la modernidad liberal y Cádiz como revolución también en los espacios municipales y provinciales- han deter-minado en no poca medida nuestra actual comprensión de este, en todo caso, extraño texto constitucional. Sin embargo, sin dejar la contemplación paisajística de esta Constitución, contamos con aportaciones historiográficas que nos muestran caras aparentemente ocultas de la misma que corrigen un cierto entusiasmo historiográfico generado en torno al «izquierdismo» o «democratismo» gaditano. Se trata de interpretaciones que han visto en Cádiz, por una parte, más un punto de llegada del constitucionalismo ilustrado que de partida del constitucionalismo liberal y, por otra, en la propia crisis monárquica de la que surge Cádiz, un momento de activación política de los pueblos que poco tiene que ver con lo que se ha reconocido habitualmente como «modernidad política»4.

Estas lecturas nos muestran a Cádiz como el momento en que se hizo carne el ideal ilustrado de las «reformas justas y necesarias»5. Según estas lecturas la revolución de Cádiz consistió ante todo en una limitación radical de la posición tradicional del rey -operada desde el primer día de reunión de las Cortes el 24 de septiembre de 1810- y la eclosión de un sujeto de soberanía nuevo llamado nación española. Sin embargo, ello no condujo a una reconfiguración política de la monarquía como un Estado liberal. Antes bien, aun con ese cambio trascendental, las prácticas tradicionales de la política se transfirieron a la arquitectura constitucional gaditana dando como resultado una suerte de constitucionalismo jurisdiccional6.

De este modo lo que está en debate ciertamente es el estatuto mismo de la Constitución de Cádiz dentro del momento liberal y, con ello, la caracterización y comprensión global de este singular intento de constitucionalización de un imperio. Si el estatuto que debe reconocerse al texto de 1812 es el de una Constitución como norma fundamental para disponer el funcionamiento político de un Estado que obedece al principio de separación de poderes, lo primero que no acaba de encajar es, precisamente, el intento de transformar la monarquía toda en nación. Es difícil imaginar una monarquía de dimensiones imperiales ajusta-

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da a los parámetros estatales de un constitucionalismo que se nutre de ley y administración así como de gobierno y justicia diferenciados orgánica e institucionalmente. Como advirtió desde fuera Jeremmy Bentham, y como vieron pronto desde dentro no pocos liberales, con el imperio a cuestas era imposible el tránsito estatal7. De hecho, como demostró Josep M. Fradera, cuando ese tránsito pase a formar parte sustancial del proyecto liberal, a partir de los años treinta, sobrarán ambas cosas: la Constitución de Cádiz y la extensión ultramarina de la nación quedando desde 1837 decidido un modelo pretoriano de gobierno para las colonias8.

El hecho, sin embargo, es que los constituyentes que estuvieron a vueltas con el texto finalmente promulgado el 19 de marzo de 1812 deliberadamente optaron por aceptar la integración de América, impulsada ya desde la Constitución dispuesta en Bayona en 1808 y posteriormente asumida por la Junta Central desde enero de 1809. Dar Constitución a todo un imperio monárquico ahora bajo figura de nación requería de mecanismos de despliegue del texto que no podían siquiera imaginarse desde los principios de un Estado cortado por el patrón de la división de poderes. Como mostrará el caso del imperio británico en el siglo XIX, no era posible encajar ambos elementos. Entre ellos mediaban formas de organización constitucional que tenían que ver más con el jurisdiccionalismo y la casuística constitucional que con diseños estatales y eficientes divisiones de poderes9.

La representación compleja que despliega el texto gaditano entre familia, parroquia, pueblo y provincia responde a esa lógica. Colocar instituciones de representación en distintos ámbitos junto a figuras delegadas del gobierno aseguraba frente a las posibles derivas despóticas de un desenvolvimiento constitucional que se daba por hecho iba a ser jurisprudencial. Como se repitió una y otra vez en los debates sobre el alcance y significación de esos parlamentos municipales y provinciales, se trataba con ellos no de generar federalismo sino de precaver despotismo o, lo que era lo mismo, innecesario intrusismo ministerial en asuntos propios10.

El carácter jurisprudencial de este constitucionalismo temprano no sólo se desplegó en la actividad de aquel diseño institucional sino también, y de mane-ra notable, en su misma implementación. La Constitución estableció pautas para la generación de una novedosa planta institucional de la monarquía que tenía el alcance, en absoluto menor, de recomponer un orden corporativo extraordinariamente diverso dentro de unos contenedores «racionalizados» al...

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