La Constitución y el Derecho Internacional

AutorAntonio Remiro Brotóns
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid
Páginas227-257

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La Constitución Española de 1978 1, como tantas otras, no dio una respuesta total, homogénea y ordenada a las exigencias que la actividad exterior del Estado plantea en el orden constitucional. Lo que ofrece es una porción de preceptos y alusiones, en parte desperdigados y sin relación entre sí. En el último párrafo del Preámbulo el lector encuentra una desvaída referencia a la posición de España en el mundo. En el primer artículo del Título I se le invita a contemplar la Declaración Universal y los tratados sobre Derechos Humanos como criterio de interpretación de las normas constitucionales relativas a los derechos y libertades del ciudadano (art. 10.2). Inmediatamente después se advierte que los tratados son una fuente obligacional importante en materia de doble nacionalidad (art. 11.3), extranjería (art. 13.1), extradición (art. 13.3), protección de la infancia (art. 39.4) y, en tér-minos más genéricos, emigración (art. 42). Ya en el Título 1I se afirma el carácter representativo del Rey en las relaciones internacionales (art. 56.1) Yse precisan sus facultades en la acreditación activa y pasiva de representantes diplomáticos, conclusión de tratados, declaración de guerra y concertación de la paz (art. 63). En el Título 111, el capítulo I prescribe, con desafortunada generalidad, que la aprobación de proyectos y proposiciones de ley sobre «cuestiones internacionales» no podrá ser delegada en las Comisiones legislativas permanentes (art. 75.3), y en el capítulo siguiente se descarta absolutamente la iniciativa popular en materias de «carácter internacional» (art. 87.3). Se llega así al tercer y último capítulo de este Título. Lleva por cabecera De los tratados internacionales y en él se regulan la intervención de las Cortes en la conclusión y denuncia de los tratados, su responsabilidad -y la del Gobierno- en el cumplimiento de algunos de ellos, la prohibición de celebrar tratados con estipulaciones contrarias a la Constitución y la incorporación al orden interno de las disposiciones convencionales (arts. 93-96). Más adelante, en el Título IV, nos aguarda, lacónica, la afirmación de que «el Gobierno dirige la política... exterior» (art. 97) y, por último, ya en el alejado y polémico

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Título VIII, advertimos el intento de enjaular unos cuantos demonios familiares con la proclamación simplista de la competencia exclusiva (de los órganos centrales) del Estado en materia de «relaciones internacionales» (art. 149.1.3.°).

En las páginas que siguen me ocuparé, primero, de dos cuestiones pasadaspor alto o manejadas marginalmente por la Constitución, a saber, los principios de Derecho Internacional que han de regir la acción exterior del Estado y la recepción de las normas generales del Derecho de Gentes en el orden interno, para proceder luego a la consideración del régimen del principal instrumento jurídico de la cooperación internacional, el tratado, y acabar con una reflexión acerca de la importancia de la democratización y el internacionalismo como directrices fundamentales de la acción exterior del Estado.

1. Los Principios de Derecho Internacional que han de regir la acción exterior del Estado

¿Es conveniente expresar eo nomineen la Constitución las normas fundamentales del comportamiento internacional del Estado? Lasopiniones al respecto son discrepantes porque junto a consideraciones de pura técnica jurídica aparecen otras de índole ideológica y política.

Enunciar los principios que obligan al Estado en el plano internacional no los hace más obligatorios en ese mismo plano; lo diga o no la Constitución, en el orden internacional vinculan al Estado porque así lo impone ese mismo orden. Ciertamente, la mención de los principios en la Constitución facilita la prueba de su aceptación, pero los enunciados abstractos alimentan ambigüedades y contradicciones, los más concretos pueden entorpecer la adaptación inmediata al cambio del orden internacional y las omisiones pueden dar lugar a argumentaciones a contrario. No está, por otro lado, definido el papel de los guardianes de la Constitución para forzar el respeto de estos principios. Ciertamente, su incorporación, al encuadrar en un explícito marco constitucional la acción exterior, refuerza las posibilidades de control parlamentario y judicial, pues facilita la denuncia de ciertas conductas, no sólo como infractoras del Derecho Internacional, sino también como inconstitucionales; pero para satisfacer este objetivo basta con un precepto de recepción global y automática de las normas de Derecho Internacional General en el orden interno.

La técnica, sin embargo, no lo es todo. Las afirmaciones, incluso programáticas, de los propósitos y principios rectores del comportamiento internacional del Estado son un factor de moralización y de educación de la opinión pública, coadyuvando a la germinación de una conciencia nacional solidaria con la sociedad internacional. Su condición de palanca movilizadora, subrayada por José Luis Sampedro en el proceso constituyente 2, aconsejaban una presentación somera, pero particularizada, de los propósitos y principios de la acción exterior de España, si no en el articulado, sí al menos en el Preámbulo de la Constitución.

La idea se ha traducido en la Ley Fundamental de 1978 de manera muy pobre. Las escasas y tempranas iniciativas suscritas por socialistas y comunistas para incluir en el articulado una enumeración amplia y abierta de principios rectores de las relaciones internacionales se marchitaron solas, sin debate. El resultado final fue esa mínima, meliflua, gaseosa alusión del séptimo y último párrafo del Preámbulo a la voluntad de la Nación Española de «colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra». El empeño del senador Sampedro por dar, al menos, actualidad y vigor a su lenguaje, reemplazando la trasnochada evo

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cación de un mundo de relaciones bilaterales de cooperación fruto del albedrío de los Estados por la de otro, centrado en la interdependencia y el desarrollo, fue inútil 3. La búsqueda de la unanimidad condujo a la redacción de un introito descafeinado cuya economía global no permitía decir más de lo que se dijo. Pero mientras que los otros párrafos del Preámbulo preparan el ánimo para penetrar en los más amplios tratamientos del texto articulado, detrás del párrafo séptimo y postrero no hay apenas nada.

2. La recepción de las normas generales de derecho internacional

Es sugerente que las Constituciones de los países euroccidentales, poco inclinadas al enunciado de los principios rectores de la acción exterior del Estado, tan del gusto del constitucionalismo revolucionario, socialista y tercermundista, hayan estado mejor dispuestas a proclamar la eficacia interna de las normas generales del Derecho Internacional a partir del florecimiento internacionalista que se aprecia al terminar la primera guerra mundial, con la Constitución alemana de 1919 como primera referencia 4. El modelo de la República de Weimar fue seguido de inmediato por Austria 5 y, luego, por un número creciente -aunque no mayoritario y, por momentos, estancado- de Constituciones cuyas formulaciones han oscilado entre el deseo de colocar un florón en el solemne texto y la genuina vocación de fabricar un precepto, más o menos, operativo. La mayoría dispone la incorporación obligatoria y automática del Derecho Internacional General 6, aunque su redacción en ocasiones es equívoca o aparece envuelta en un halo de vaguedad pluridireccional 7.

La inserción en la Constitución de un precepto disponiendo la aceptación de las normas de Derecho Internacional General como parte integrante del Derecho interno es, sin duda, aconsejable. También lo es que se localice en el articulado -y no en el Preámbulo- con el fin de que no haya dudas sobre su alcance normativo y que se redacte de manera que quede suficientemente establecida una recepción global, inmediata y permanente. Un precepto así ha de reforzar la validez sociológica de las normas internacionales en el orden estatal y permite combatir más eficazmente las manipulaciones interpretativas -como las habidas en los años treinta en Alemania y Austria- para reducirlo a la más pobre condición de directriz de política legislativa.

Sería, sin embargo, ingenuo imaginar la norma de Derecho Internacional General como una disposición totalmente definida que, en la frontera jurídica del Estado, espera ser vehiculada al interior de su ordenamiento gracias a los servicios de un precepto constitucional. La realidad es más compleja y debemos ser conscientes en todo momento de la naturaleza, el proceso de formación y el alcance de estas normas, habitualmente consuetudinarias.

La existencia y contenido de una costumbre internacional general es, a menudo, objeto de...

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