La Constitución de Cádiz y la Nueva España: cumplimientos e incumplimientos

AutorRoberto Breña
Páginas361-382

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I Planteamiento de la cuestión

Sin pretender otorgar al caso novohispano excepcionalismo alguno, cabe comenzar este trabajo sobre la Constitución de Cádiz y la Nueva España

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señalando algunas particularidades del proceso emancipador que tuvo lugar en el territorio español en América que, desde diversos puntos de vista (económico, comercial, demográfico, etc.), ocupaba un lugar preponderante dentro del imperio español en América. En primer lugar, el levantamiento con el que se inicia el proceso novohispano es de naturaleza popular; lo que contrasta notablemente con el carácter elitista que tuvieron los primeros pasos de los movimientos emancipadores en América del Sur. En segundo término, al frente de dicho levantamiento estuvo un sacerdote (Miguel Hidalgo). Después de su captura y fusilamiento (en julio de 1811), fue sucedido al frente de los insurgentes por otro sacerdote, José María Morelos (quien, a su vez, sería fusilado en diciembre de 1815). En tercer lugar, para 1815 el movimiento insurgente se encontraba sumamente debilitado y ya no fue capaz de revertir esta situación hasta el final del proceso independentista (algo que, una vez más, contrasta con lo acontecido en varias partes de América meridional). En cuarto, la consumación de la independencia fue llevada a cabo por Agustín de Iturbide, un general realista que se había destacado por la violencia y efectividad con la que había luchado en contra de la insurgencia. Esta etapa final del proceso emancipador novohispano (mal llamada “consumación”) se caracterizó, además, por su carácter no violento (o, por lo menos, no bélico). Por último, cabe señalar que si bien el Virreinato de la Nueva España no se mantuvo intacto, sufrió alteraciones mínimas en su territorio una vez obtenida la independencia en septiembre de 1821. Esta situación, sin embargo, empezaría a modificarse apenas tres lustros después de conseguida la independencia.

Los elementos mencionados en el párrafo anterior sirven para ubicarnos con respecto al tema central de este trabajo: la recepción de la Constitución de Cádiz en la Nueva España. Antes de proseguir, conviene aclarar que, a diferencia de lo que haré aquí, el tema de dicha Constitución y el virreinato novohispano puede ser abordado desde la perspectiva de los debates en las Cortes, es decir, centrándose en la participación de la diputación novohispana en ellas. Al respecto, cabe hacer un par de aclaraciones. Primeramente, la cantidad y calidad de dicha diputación han tendido a ser exageradas respecto a un punto que me parece muy importante: la contribución americana al contenido del documento constitucional. A este respecto, conviene distinguir entre los debates en las Cortes y el texto final. El caso de José Miguel Ramos Arizpe y su contribución, concretamente en el tema de las diputaciones provinciales, ha tendido a ser considerada una especie de ejemplo más, cuando en realidad es una excepción. Además, conviene recordar que, más allá de la adopción del término “diputación provincial”, las propuestas de Ramos Arizpe al respecto no fueron las que llegaron como tales al texto constitucional. Otra cosa es que se pueda decir que la historia posterior de las diputaciones provinciales de alguna manera le dio la razón. En cualquier caso, no debe olvidarse que las propuestas americanas respecto a muchos temas fueron rechazadas en innúmeras ocasiones por la diputación peninsular a lo largo de los debates en las cortes gaditanas, sobre todo durante los primeros meses en que estuvieron reunidas. Las conmemoraciones bicentenarias latinoamericanas han contribuido a exagerar las aportaciones americanas al documento constitucional. Lo cual no implica, por cierto, negar que hubo temas fundamentales durante dichos debates que no se hubieran tocado, o que apenas hubieran sido rozados, de no haber estado presentes en las Cortes los

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representantes americanos, Así como tampoco implica negar la preparación, capacidad argumentativa y habilidad retórica de varios de ellos.

En todo caso, volviendo al virreinato que nos interesa en este trabajo, por más importante que haya sido la diputación novohispana en las Cortes extraordinarias que se reunieron en Cádiz entre 1810 y 1813 (cuyo número oscila, según el experto consultado, entre 17 y 21), creo que el hecho de que la Nueva España haya sido el territorio de toda la monarquía española que tuvo más firmantes del texto gaditano (20, de un total de 184) y el conocimiento de las aportaciones al debate que en ciertos temas hicieron representantes como el ya mencionado Ramos Arizpe o José Miguel Guridi y Alcocer, bastan para dar una idea de la importancia de dicha diputación.1 Estos aspectos, sin embargo, no forman parte de la “recepción” de la constitución gaditana en suelo novohispano, que, insisto, es el objeto de este trabajo. Como estipulé en el resumen que aparece al inicio de estas líneas, esta recepción estuvo determinada, más que cualquier otra cosa, por el estado de guerra en que se encontraba el virreinato a finales del otoño de 1812, que es cuando la Constitución fue jurada en tierras novohispanas. Por este motivo y considerando que algunos lectores no están familiarizados con la historia de la Nueva España de la etapa independentista, conviene dedicar unas líneas a bosquejar lo acontecido en el virreinato desde el 16 de septiembre de 1810 (apenas una semana antes, por cierto, de que en Cádiz se reúnan las Cortes) hasta diciembre de 1815, cuando Morelos fue fusilado.

II Situación en el virreinato novohispano

El momento del día y la fecha exacta que marcan el comienzo del proceso de emancipación de la Nueva España es la madrugada del 16 de septiembre de 1810, cuando, mediante el repique de campanas, el cura Miguel Hidalgo y Costilla reunió a cientos de sus feligreses en la parroquia del pueblo de Dolores, en la intendencia de Guanajuato, y los convocó a luchar. Pero, conviene consignarlo, no por la “independencia”, sino, según el relato de un testigo presencial, por la defensa del reino contra quienes querían entregarlo a los franceses, así como contra la opresión y contra los tributos. El testigo en cuestión es Juan Aldama, uno de los dos capitanes de la milicia que formaron parte de la dirigencia de la insurrección desde el primer momento; el otro, que jugaría un papel aún más destacado, era Ignacio Allende. Con base en documentos posteriores del propio Hidalgo, a los motivos mencionados por Aldama se puede dar contenido a algunos de los “vivas” que pronunció esa madrugada (entre ellos, uno a Fernando VII, otro a la religión católica y otro a la libertad); parece, asimismo, que pronunció también la socorrida expresión

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“¡Muera el mal gobierno!” Es imposible saber cuáles fueron las palabras que efectivamente pronunció Hidalgo ese día, pero entre las que Aldama le adjudica y añadidos posteriores como los que acabamos de mencionar, tenemos elementos suficientes para suponer los motivos centrales que estuvieron detrás de la decisión de Hidalgo de convocar a sus feligreses aquel 16 de septiembre. Hayan sido o no los que nosotros podemos colegir, el hecho incontrovertible es que esa madrugada se inició un enfrentamiento entre los insurrectos, mejor conocidos como “insurgentes”, y los “realistas”; un enfrentamiento que, a pesar de la brevedad de su primera fase (la que encabeza Hidalgo), sacudiría al virreinato hasta sus cimientos.2La situación adversa para las autoridades virreinales se mantendría con el continuador de la lucha insurgente, el ya mencionado José María Morelos, pero lo cierto es que desde fines de 1813 dichas autoridades fueron capaces de ir retomando el control de partes considerables del virreinato que habían salido de su égida. Se podría decir que para 1815 los insurgentes habían sido derrotados, aunque algunos de sus líderes seguirían hostigando a las autoridades peninsulares hasta la conclusión del proceso emancipadorindependentista. En todo caso, entre 1810 y 1815 se dio una encarnizada lucha en buena parte del virreinato, sobre todo en el Bajío, una amplia región que se puede considerar el corazón de la insurrección y que comprendía parte de las intendencias de Zacatecas, San Luis Potosí, Guadalajara, Guanajuato, Valladolid y México. Ahora bien, la “guerra de independencia” de la Nueva España, como la de todos los demás territorios americanos, fue en realidad una guerra civil, pues la gran mayoría de los combatientes de los ejércitos realistas eran americanos. Esta guerra implicó de uno u otro modo a un porcentaje muy elevado de los habitantes del virreinato, arrasó ciudades, villas y pueblos y, como cualquier otro conflicto de estas dimensiones, removió las estructuras de la sociedad, incidió de muchas maneras sobre la movilidad social y trastocó profundamente las jerarquías sociales (por lo menos mientras duró el conflicto).

Los cientos de feligreses del pueblo de Dolores que se habían reunido en la madrugada del 16 de septiembre se convirtieron rápidamente en una multitud de miles de hombres y mujeres (indígenas y mestizos en su enorme mayoría) que decidieron seguir al cura Hidalgo en su lucha contra las autoridades virreinales. Se trató, como cabía esperar, de una horda más que de un ejército. La sanguinaria toma de la ciudad de Guanajuato, uno de los principales centros mineros del virreinato, mostró la enorme violencia de las huestes que seguían a Hidalgo. Consciente de su fuerza, el líder del levantamiento decidió marchar en dirección al corazón del virreinato, es decir, la Ciudad de México. El 30 de octubre de 1810, sus hombres, mal armados y peor instruidos, derrotaron al ejército virreinal en Monte de las Cruces. Hidalgo acampó en el pueblo de Cuajimalpa, desde donde pudo divisar la ciudad capital...

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