Consideraciones previas

AutorJesús Martínez Ruiz
Páginas11-23

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Vamos a dedicar las páginas siguientes a analizar un problema o, quizás, más exactamente, una parcial solución para un buen sector de la criminalidad, prioritariamente, la criminalidad de contenido patrimonial, en la que no medie género alguno de violencia o intimidación en las personas. Esta delimitación inicial, no implica inexorablemente que, progresivamente, no pueda proyectarse también respecto de otros ámbitos delictivos, posibilidad que dependerá en buena medida del ámbito objetivo que en el futuro, esperamos no muy lejano, nuestro Legislador, sí es que aún existe en nuestro país algo que merezca tan alto calificativo, confiera a la Mediación penal.

Estamos convencidos de que, en el momento presente, convergen diversos déficit del sistema penal, todos ellos, apuntando a una solución que tiende a una misma dirección. Siendo problemas ampliamente reconocidos en nuestra doctrina, por razones de espacio, nos acogeremos a su carácter de “hechos notorios”, por ende, exentos de necesidad de prueba, en los términos del artículo 281. 4º de la Ley rituaria civil, y nos limitaremos exclusivamente a colacionarlos:

1º.- Dudamos en torno a sí es el principal, pero, sin duda, cobra y ha cobrado, probablemente desde su origen, un rol principal: Nos referimos a la crisis de la prisión y, la correlativa crisis del pensamiento resocializador de la pena privativa de libertad.

No podemos si no ratificar el pensamiento de PERIS1, cuando pone de relieve que “la crítica a la cárcel surge, desde el mismo momento de

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su nacimiento, relacionada con la crítica al propio sistema de justicia penal”. En este orden de ideas, hemos de reconocer que en nuestras clases de Derecho penitenciario, a los solos efectos de ganar en claridad expositiva, llegamos a apuntar, verbo más suave que afirmar, que en la praxis penitenciaria, nuestros Establecimientos penitenciarios no pasan de ser “cocheras humanas”.

Este problema no es ni mucho menos novedoso. En 1906, D. JAVIER UGARTE2, Ex-Ministro de Justicia, ya postulaba que “todas nuestras cárceles de partidos y nuestras cárceles correccionales no son más que encierros”.

Sin duda, tal percepción, trágica, más no menos empírica, lo impulsó a presentar un Proyecto de Ley de reforma del Código penal, que nunca llegó a tramitarse, en cuya Base novena3 preveía la redención de las penas privativas de libertad por “indemnización y resarcimiento”.

Más reciente en el tiempo, QUINTERO4, sigue afirmando que la pena privativa de libertad continúa siendo hoy la “clave del sistema penal sin que se haya abierto nunca un debate profundo sobre la coherencia que debe existir entre la privación de libertad y la clase de conducta injusta o lo que de verdad aporta a la sociedad la privación de libertad de personas no violentas”.

Una realidad penitenciaria, sin duda, criticable y criticada, sobre todo por perpetuar, en palabras de RODRÍGUEZ ALONSO5, un modelo de prisión como “mero lugar de retención y custodia de las personas privadas de libertad”, que degenera con facilidad pasmosa en la máxima de que en la Cárcel, el bueno se hace malo y el malo se hace peor.

La realidad de nuestras prisiones nos compele irremediablemente a acometer la tentativa de amplificar la voz de aquellos ciudadanos

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presos que o no tienen voz o no quieren ser oídos por el Estado, porque, para la inmensa mayoría de los reclusos, la prisión no pasa de ser una cuenta inagotable de minutos, horas, días y años, hasta la obtención del ansiado tercer grado, como antesala necesaria de la libertad condicional.

Conectado con tal realidad penitenciaria, todos somos conscientes, dejando a salvo los escepticismos necesarios, de las serias dificultades que siempre han atenazado al principio de resocialización de las penas6, por más que no pueda, ni deba ponerse en cuestión su rango constitucional en el artículo 25. 2 de la CE, en cuanto dispone que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”.

El problema, no obstante, no estriba en su plasmación expresa en nuestro Texto constitucional, sino en que el referido principio de resocialización, en sentido técnico, no constituye un genuino derecho subjetivo del individuo7 susceptible de ser tutelado por la vía del recurso de amparo, sino, todo lo más, un principio informador, un principio programático8 al que, como una suerte de desiderátum inal-

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canzable ha de tender la Política-criminal y, por ende, penitenciaria de nuestro país.

Principio que, a mayor abundamiento, no prevalece sobre los demás posibles fines de la pena y que, sobre todo, su mayor predicamento se encuentra en la fase de ejecución material de la pena o, sí se prefiere, en los Establecimientos penitenciarios. Y, el problema es que, es difícil, si no imposible, enseñar a vivir en libertad desde el interior de los muros de una prisión.

Y estamos seguros de que las críticas no han de dirigirse contra el principio de resocialización que, en muchos casos, mejor sería denominar «principio de socialización»9, por cuanto ello supondría a la postre rechazar in limine la posibilidad de la perfectibilidad humana y, en última instancia, del propio principio de responsabilidad, minando por lo demás los propios fundamentos del Derecho penal. Tampoco creemos que las críticas hayan de tener como objetivo único la Institución penitenciaria. A nuestro juicio, por el contrario, las mayores cotas de responsabilidad en torno al fracaso de la resocialización han de residenciarse en la propia Sociedad, en nuestros Políticos, quienes en aras de réditos electorales siempre fáciles, no han dudado en conducirnos peligrosamente hacia lo que se denomina el «Estado penitenciario»10, olvidando cuanto había de Social en nuestro Estado Social y Democrático de Derecho.

La prueba irrefutable de que ello es así la encontramos en que en la praxis la Administración penitenciaria, en realidad, carece por completo instrumentos de asistencia postpenitenciaria, evidenciando que, como decíamos, el problema de la resocialización no se encuentra en la Prisión, sino que, si quisiéramos ser serios, tendríamos que reconocer que los problemas surgen justo en el momento de la excarcelación del sujeto, al encontrarse de nuevo con la sociedad, con una sociedad a la que parece interesar más bien poco o nada el delin-

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cuente y, por ende, su resocialización. Una sociedad, a la postre, un Legislador, que parece ser ella (o él), quien realmente es la necesitada de resocialización11.

Mientras nuestra sociedad, nuestros Políticos, prosigan anclados en los discursos subyacentes en ideas tales como “tolerancia cero contra la delincuencia”, “cumplimiento íntegro y efectivo de las penas”, “cadena perpetua”, “libertad vigilada” etc…, mucho nos tememos que apelar al principio de resocialización del artículo 25 de la CE, será una mane-ra, como otra cualquiera, de predicar en el desierto.

2º.- El segundo gran déficit del sistema penal lo ha puesto en evidencia con claridad MORILLAS12, aludiendo a “la lentitud con que se desenvuelven los procedimientos judiciales, posiblemente como causa esencial el ingente número de casos que llegan a nuestros Tribunales”.

La enfermedad existe, sin duda; el problema estriba en la medici-na con la que el Legislador intenta sanar al moribundo. Y, en prueba de que no siempre la praxis médico-legislativa está al nivel del estado de la Ciencia, a los efectos de no profundizar en esta herida, de por sí sanguinolenta, sobra con colacionar, el Apartado XXXI de la L.O. 1/2015, de 31 de marzo, de modificación del Texto punitivo. Allí, se declara expresamente que la razón primordial de la integral derogación del Libro III del Código penal13, dedicado a las faltas, reside en

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que “debe primarse la racionalización del servicio público de Justicia, para reducir la elevada litigiosidad que recae sobre Juzgados y Tribunales”.

Como veremos con mayor detenimiento más adelante, al final, al menos en lo que afecta a los Juzgados de Instrucción, vaticinamos concretamente el resultado contrario; esto es: más competencia objetiva, más sobrecarga de asuntos. Además, como bien afirma GONZÁLEZ RUS14, “abordar seriamente el problema de la elevada litigiosidad no pasa sólo por mejorar y asegurar la eficacia de la Administración de Justicia (que desde luego), sino por la búsqueda de otros sistemas y procedimientos de solución de conflictos públicos y privados, garantizados por el Estado, distintos y complementarios de la Administración de Justicia”.

3º.- Abordemos, finalmente, el tercer gran déficit que, bajo nuestro personal punto de vista, acecha el estado de nuestro sistema de Justicia penal, el cuál, no es otro que el tradicional olvido de la víctima del delito15.

Por su claridad y certeza, nos tomaremos la licencia de colacionar íntegramente las siguientes palabras escritas en 1988 por GARCÍA PABLOS16; a saber:

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La víctima del delito sólo despierta, paradójicamente, compasión en la sociedad del bienestar. Es objeto del más lamentable desprecio y abandono, tanto por parte del Ordenamiento jurídico –del sistema legal– como de la ciencia criminológica. El Derecho penal sólo se preocupa del castigo del autor del delito. Contemplando el suceso criminal desde esa óptica represiva (derecho del Estado a castigar al delincuente), la víctima aparece como mero sujeto pasivo de la infracción. La efectiva reparación del daño padecido por el protagonista indefenso e inocente del hecho criminal apenas interesa, ya que priman los intereses vindicativos. Retributivos, sobre los sociales y asistenciales. La escasa generosidad del estado social recae. En todo caso, sobre la persona del autor del hecho delictivo (recluso), quedando sumida la víctima en el más penoso olvido (…). Es imprescindible (…) un nuevo enfoque del problema criminal, en el que la víctima adquiera la atención que merece uno de sus protagonistas,...

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