Consideraciones sobre los delitos de cohecho como paradigma de la corrupción pública tras la reforma de junio de 2010

AutorJosé Eduardo Sáinz-Cantero Caparrós
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Penal Universidad de Almería
Páginas541-571

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I Introducción

Abordar un fenómeno criminal de la dimensión que hoy por hoy abarca la denominada “corrupción” debe partir de una necesaria reflexión sobre las figuras más básicas que tradicionalmente han venido acuñando en términos jurídicos un fenómeno tan protéico1como el que

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se ha convertido en objeto preferente de la política criminal de nuestros días, especialmente los denominados delitos contra la Administración pública, y muy destacadamente los delitos de cohecho.

El delito de cohecho (Capítulo V, del Título XIX, del Libro II del Código Penal, arts. 419 a 327), puede considerarse como el prototipo de las figuras delictivas que se ocupan del fenómeno criminal de la corrupción, sobre todo en su vertiente o modalidad de “corrupción pública”2. Aun constituyendo uno de sus principales problemas, por corrupción puede entenderse, en términos descriptivos, que no definitorios, todo comportamiento que suponga el abuso de una situación de poder motivado por, o que tiene por finalidad, la consecución de una ventaja, normalmente de naturaleza patrimonial, para el que lo realiza o un tercero. Aplicado de forma más estricta al ámbito de la corrupción pública se puede entender que nos encontramos ante una instrumentalización del cargo público, o más en general de la situación de poder en el marco de determinadas relaciones, para la consecución de fines ajenos al mismo, produciéndose de este modo la afectación al valor que pretende protegerse en relación a la Administración Pública: el normal y correcto funcionamiento de la Administración con sujeción a los principios esenciales que rigen y determinan su funcionamiento desde el punto de vista constitucional, o al ámbito de relaciones más o menos institucionalizadas en que se produce.

En éste sentido, se ha venido señalando que en relación con la corrupción delictiva en el marco de la Administración Pública se pre-

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tende evitar la lesión que el funcionario puede provocar al correcto funcionamiento de la Administración como consecuencia de su comportamiento venal –motivado por causas ajenas a su normal funcionamiento– y que afecta a las elementales exigencias de imparcialidad, objetividad y probidad, en la medida en que tales comportamientos suelen suponer un abuso de la situación de poder, motivada u orientada a la consecución de una ventaja patrimonial por la utilización de dicho poder y, normalmente, la existencia de un previo acuerdo de carácter ilícito y normalmente clandestino. Situaciones todas estas que se corresponden bien con el concepto atécnico de cohecho que en su acepción más vulgar se entiende genéricamente como “corromper con dádivas para que un funcionario o autoridad haga o deje de hacer contra la justicia lo que se le pide”.

Surge sobre esta base, y con modalidades delictivas muy distintas, un fenómeno criminal específico que supone la obtención de un lucro o beneficio por la instrumentalización o abuso del cargo y las capacidades decisorias y de actuación que supone para el funcionario o persona cualificada, que se centra generalmente en un abuso de su posición, y que fenomenológicamente llama, normalmente, a un acuerdo –un pacto ilícito entre dos sujetos que vienen intrínsecamente unidos: corruptor y corrupto3.

Esta realidad material, en su versión más tradicional que se vincula al ejercicio de la función pública, se traslada al plano normativo generando un conjunto de disposiciones muy complejas en su contenido concreto y su formulación sistemática, en la medida en que pretenden abarcar, con la necesaria precisión, los rasgos esenciales de un fenómeno de especial problematicidad motivando de esta forma que junto a los supuestos en que el acuerdo ilícito se perfecciona, se sancionen también conductas ejecutivas previas (el ofrecimiento o la simple solicitud), cuando no puramente periféricas (como los llamados cohechos subsiguientes, o el más problemático cohecho de facilitación o favorecimiento, en que la dádiva o retribución se realiza en atención

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al cargo o función del sujeto, sin necesidad, en principio, de acuerdo ilícito expreso4.

Se afirma en este sentido, que el cohecho es un delito de “concurrencia”, de encuentro o de participación necesaria (que implica la realización de conductas concurrentes realizadas por dos o más sujetos, ninguno de los cuales es la víctima del delito), que implica por ello la previsión de al menos dos modalidades distintas y normalmente complementarias: el cohecho pasivo cuyo responsable es el funcionario público o autoridad –o las personas equiparadas a los mismos–, (y que curiosamente la ley, desde la más antigua tradición, considera que padece la “corrupción”); y el cohecho activo, que comete el particular que, según la anterior dicción de nuestro texto legal, corrompe o intenta corromper al funcionario o autoridad, respecto a los cuales se prevén conductas materialmente vinculadas aunque jurídicamente diferenciadas por suponer formas de ofensa muy distinta a un mismo bien jurídico.

Por otra parte, esa estructura de “concurrencia” implica además una especial constitución del injusto, dependiendo de si se considera como un puro delito de infracción de deber5, o por el contrario con un contenido de injusto material reconducible a una afectación sustancial del valor a proteger y definible en términos de lesión o puesta en peligro6. La cuestión no es fácil de resolver, si bien de ella dependen buena parte de los aspectos más problemáticos de esta figura, incluyendo la relativa a sus difíciles relaciones con la existencia de ilícitos administrativos concurrentes (que determinan el surgimiento de no pocos supuestos de bis in idem).

Finalmente, hay que señalar que es además un fenómeno, desde el punto de vista normativo, en expansión como tantos otros relacio-

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nados con el Derecho Penal. Una expansión tanto cualitativa –aumentando el ámbito de lo punible con un recrudecimiento de la criminalización formal de comportamientos–, como sobre todo cuantitativa en lo que se refiere a la cada vez mayor crudeza de las penas que se imponen a estas figuras delictivas. Tal expansión es sin duda explicable como consecuencia de la especial preocupación que despierta la “corrupción” en general, y desde luego la pública, y aumenta a medida que se ha podido constatar, primero su cada vez mayor vinculación con la delincuencia socioeconómica, su indeleble relación con la delincuencia o criminalidad organizada y su carácter indudablemente transnacional7.

Todos estos aspectos justifican sin duda la denominada “cruzada anticorrupción” que ha dado tanto que hacer desde el punto de vista de la ciencia del Derecho Penal, sino también, permiten explicar la reforma necesitada desde hace tiempo y sin embargo reciente del delito de cohecho. Una reforma necesaria pero, como tendremos ocasión de ver, quizá no suficientemente acertada8.

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II Las modificaciones del delito de cohecho producidas por la L.O 5/2010 de 22 de junio

Con la caracterización general que hemos realizado es momento de precisar cuáles son los cambios esenciales que se producen como consecuencia de la L.O 5/2010, de 22 de junio en lo referido al delito de cohecho.

Tales modificaciones pueden agruparse, muy resumidamente en:
a) la variación del sistema de las diversas figuras tradicionalmente contempladas en relación a esta figura delictiva, de forma que se reordenan y simplifican, así como pretenden aclararse sus elementos típicos esenciales; b) ampliación y de nuevo aclaración de la responsabilidad de los particulares que aparecen como protagonistas esenciales del denominado cohecho activo; c) la ampliación del círculo de sujetos activos, no sólo dando una nueva dimensión a los conceptos de funcionario o autoridad pública, en los términos previstos por los compromisos internacionales que justifican la totalidad de la reforma, sino también y además, previendo de forma expresa la posible responsabilidad de las personas jurídicas en los términos contenidos en el artículo 427. 2, en relación con el artículo 31 bis y concordantes del Código Penal; y d) siendo quizá la modificación más significativa, el muy relevante aumento de la penalidad, sobre todo en lo que se refiere a las penas privativas de libertad.

Las modificaciones producidas en estos cuatro aspectos esenciales han sido, desde el mismo inicio de las labores de reforma del texto punitivo, tremendamente discutidos. Así, si bien se ha acogido de forma positiva la aclaración y sistematización de las diversas figuras delictivas tanto del cohecho activo como del pasivo, se ha criticado con razón el mantenimiento de ciertas figuras de dudosa legitimidad que además han visto aumentadas sus penas (fundamentalmente el cohecho en atención al cargo o función); por otra parte, en relación con el desaforado aumento de las penas, se ha criticado desde la justificación que ofrece el preámbulo de la Ley Orgánica 5/2010 que más parece una excusa que una real fundamentación para dar un giro represivo no siempre justificado ni coherente con las exigencias de proporcionalidad que ha de respetar el derecho penal de un Estado social y democrático de derecho.

Pero sobre todo, y manteniéndonos en un plano general, se le reprocha que las modificaciones en materia de cohecho no se compadecen suficientemente con otras modificaciones en el marco material

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de la intervención frente al preocupante fenómeno de la corrupción, pues las reformas que afectan a otras formas con más trascendencia y presencia en la praxis jurisprudencial son escasas y comparativamente casi carentes de contenido9. Y, desde luego se ha...

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