Algunas consecuencias

AutorJoseba Arregi Aranburu
Páginas77-89

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De toda esta historia, de todo este desarrollo que se inicia con la voluntad normativa de la Ilustración de proceder a una construcción racional del Estado, pero que en ningún momento cuestiona de manera efectiva la realidad histórica de los repartos geográficos con los que se encuentra, se derivan algunos presupuestos que conviene especificar.

En primer lugar, es preciso subrayar que tanto el concepto de democracia como la idea misma de Estado nacional y de Estado de Derecho no son simples en sí mismos, sino resultados de impulsos, tendencias, tradiciones históricas y planteamientos teóricos complejos cuya suma no siempre es un concepto de Estado compacto, unitario, coherente y que responde a una lógica interna única. Al contrario: el Estado nacional, y no sólo como realidad histórica concreta, sino también como concepto, es una realidad repleta de contradicciones, fruto de tradiciones contrapuestas, de planteamientos teóricos no pocas veces irreconciliables y, por todo ello, siempre en equilibrio inestable. La conciencia de esta complejidad, conceptual e histórica al mismo tiempo, debe servir como aviso frente a cualquier pretensión de conceptualizar el Estado de forma totalmente normativa.

En segundo lugar, la realidad fenomenológica de los Estados nacionales existentes muestra bien a las claras que existen formas plurales de realización del principio de Estado nacional, de materialización del Estado de Derecho. Si la idea de Estado nacional, tanto en sus componentes conceptuales como en sus inercias e impulsos históricos, es una idea compleja, contradictoria y en riesgo permanente de desequilibrio, lo normal es que su puesta en práctica en la realidad histórica lo refleje en la medida en que cada una de las realizaciones puede subrayar alguno de los elementos en detrimento de otros, puede buscar los equilibrios sobre ejes distintos, de forma que el resultado sea que todos los Estados nacionales que alcanzan el nivel de Estados de Derecho, de democracias, compartan algunos elementos, mientras que difieran en otros.

En tercer lugar, la historia trazada, de forma extremadamente esquemática, en las páginas que preceden subraya la necesidad de contemplar

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todo proyecto teórico de Estado sin dejar de lado la realidad histórica, presente incluso en las fuentes mismas del proyecto teórico. No es necesario olvidar el impulso normativo de la Ilustración en su desarrollo de la idea de un Estado basado en la razón humana, en su capacidad de verdad universal que incluye la verdad universal de las leyes racionales, base de la idea del ciudadano universal y cosmopolita, para afirmar que de ese impulso queda como elemento nuclear la idea de que toda realización concreta de Estado, toda forma concreta que alcance la idea de Estado, con todas las contradicciones y desequilibrios a los que se ha apuntado, en su voluntad de Estado de Derecho, de vivir a la altura de las exigencias democráticas, es un esfuerzo permanente e inconcluso por legitimar el poder a través del Derecho.

En quinto lugar, y aunque se trate de una observación obviada por la mayoría de análisis de la realidad política del Estado, de las formas concretas en las que se organiza el poder en las sociedades modernas democráticas, no es un elemento residual la memoria de que se trata de esfuerzos llevados a cabo en ausencia del recurso a la divinidad, cuando ese recurso se ha convertido en algo imposible de forma estructural, por la separación del espacio público como espacio propio de la política, espacio en el que la cuestión de la verdad última no es posible, no es aceptable ni siquiera como pregunta, frente al espacio privado en el que encuentran acomodo todas las cuestiones de sentimiento, valor absoluto, creencia y confesión. Esa separación es constitutiva de la cultura moderna e implica una decisión política por excelencia.

Ese vacío de divinidad, ese espacio constituido por la ausencia de la cuestión por la verdad última y que es el espacio propio de la política, del Estado como espacio público no vinculado a ninguna confesión y por ello garante de la libertad de conciencia y de opinión -y en consecuencia también de identidad-, es el lugar de la soberanía que se construye a sí misma como heredera de la pretensión de absoluto de la divinidad que ha desaparecido de la conceptualización del poder en el Estado moderno. La soberanía como idea del poder no limitado por nada exterior a sí misma, la soberanía como reconducción de lo múltiple a lo uno, como indivisible e incomunicable, la soberanía como vitae necisque potestas, es la memoria del vacío dejado por la divinidad, por la imposibilidad de recurrir a ella en el momento de organizar, y legitimar, el poder.

Ahora bien: la soberanía, eje central de toda la articulación conceptual de la política en la cultura moderna, es portadora de todas las contradicciones a las que se ha hecho referencia al comienzo de este apartado, pues, como afirma el constitucionalista italiano Luigi Ferrajoli (1999, p. 126), soberanía es un concepto contra Derecho: La tercera y última aporía afecta a la consistencia y legitimidad conceptual de la idea de soberanía

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desde el punto de vista de la teoría del derecho. Voy a defender la tesis de la existencia de una antinomia irresoluble entre soberanía y derecho... Siendo como ha sido el concepto sobre el que se asienta la construcción de los Estados nacionales modernos, al igual que el sistema de Estados nacionales, no deja de ser, en opinión de este ilustre jurista, un concepto premoderno en contraposición de todo aquello que, sin embargo, fundamenta.

De la misma opinión es Gérard Mairet (1996, p. 17), ya citado con ocasión de las referencias a Rousseau: Para ser real y absolutamente deseable la democracia es, por esencia, transnacional o cosmopolita. El problema que se plantea aquí es el de pensar la democracia fuera de las limitaciones impuestas por la soberanía... Pues en el principio de soberanía es donde con más claridad se manifiesta la contradicción que surge de la traslación de la pretensión de universalidad a la particularidad de un espacio geográfico, a la particularidad de una identidad nacional.

No parece, sin embargo, que la ciencia política y la ciencia jurídica sean capaces de pensar el Estado, la organización del poder, sin recurrir al concepto de soberanía. Por eso precisamente, por la dificultad que al parecer existe en pensar el Estado sin contar con el principio de soberanía, es preciso subrayar las contradicciones inherentes a ese concepto, contradicciones que se derivan de su naturaleza de heredera del vacío de divinidad en el que el proyecto ilustrado pretende pensar de forma racional el Estado.

No sería correcto, sin embargo, pensar que todas las contradicciones del Estado nacional, también en sus esfuerzos por ser Estado de Derecho, se agotan en los problemas estructurales del concepto de soberanía y en la realidad que refleja. En otro punto del trabajo se ha indicado la contradicción a la que apunta Habermas entre el principio universal republicano del Estado y de la ciudadanía y el principio particular de la nación, contradicción que conlleva la traslación permanente de la pretensión de universalidad a la pretensión de absoluto de la particularidad en cuestión, contradicción que se pone de manifiesto en la tendencia a eliminar las diferencias y divisiones internas al Estado nacional y en la voluntad de...

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