Conflictos de competencias entre el estado y la generalidad de Cataluña

AutorCaries Viver i Pi-Sunyer
CargoDecano de la Facultad de Derecho de la Universidad Pompeu Fabra
Páginas43-49

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Pretender, en unas pocas páginas, hacer el balance de los conflictos de competencias planteados desde 1981 entre el Estado y la Generalidad es, sin duda, una empresa temeraria. Estamos obligados a simplificar en una cuestión compleja que difícilmente acepta las grandes afirmaciones sin necesidad de añadir inmediatamente numerosos matices y excepciones: es tanto como pretender hacer un retrato con una brocha de pintar paredes. Este tipo de trabajos deben limitarse a hacer una valoración global sin las matizaciones que indudablemente son necesarias, y sin poder explicitar todos los argumentos en los que se basa dicha valoración. En definitiva, es un tipo de trabajo que puede ser útil como aproximación polémica y de conjunto a un tema, pero que ofrece un amplio flanco a la crítica y siempre deja a su autor con la sensación de no haber podido decir todo lo que había que decir y no haber podido precisar con suficiente detalle lo que ha dicho.

Hecha esta advertencia, podemos entrar en materia sin más dilaciones. Empecemos con una constatación conocida pero ineludible: el elevadísimo número de conflictos competenciales suscitados entre el Estado y las comunidades autónomas. Un número que no tiene parangón posible con lo que sucede en otros Estados compuestos de nuestra área de cultura jurídica (Alemania, Italia...). Desde 1981 hasta 1989 el Tribunal Constitucional ha dictado sentencia en 247 asuntos relativos al reparto de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas, y en la actualidad tiene más de cuatrocientos pendientes de resolución. Hay que destacar que la mayoría de estos conflictos y recursos han enfrentado al Estado con la Comunidad Autónoma del País Vasco y, sobre todo, con la Generalidad de Cataluña. Concretamente, de 1981 a 1989, el Estado ha impugnado 114 disposiciones de la Generalidad, y ésta, 202 del Estado. A los conflictos sustanciados ante el Tribunal Constitucional deberían añadirse los planteados ante la jurisdicción ordinaria, aunque su número es aún relativamente reducido.

Las causas de esta conflictividad son difíciles de precisar. A menudo se apunta a las imprecisiones técnicas del sistema de distribución competencial establecido en el denominado bloque de la constitucionalidad, así como a la profusa utilización de criterios de reparto competencial tan difíciles de delimitar como por ejemplo el concepto de bases-desarrollo. No obstante, a pesar de la parte de razón que sin duda avalan estas tesis, en mi opinión ésta no es la causa más importante del alto índice de conflictividad. De hecho, el sistema de distribución de competencias diseñado en el bloque de la constitucionalidad es mucho más preciso y detallista que los sistemas establecidos en los ordenamientos de los demás Estados compuestos y en ninguno de éstos la conflictividad es tan elevada.

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Sin duda no hay una única causa explicativa de este fenómeno; sin embargo, si tuviese que apuntar una destacaría como fundamental el hecho de que el Estado y las comunidades autónomas, especialmente las dos más «conflictivas», tienen una concepción radicalmente diferente de lo que es la descentralización política y de lo que debe ser el Estado de las autonomías.

Simplificando mucho la cuestión podría sostenerse que el Estado, al amparo quizá de unas afirmaciones contenidas en las primeras sentencias del Tribunal Constitucional, parece partir de dos principios fundamentales: primero, que todas las competencias autonómicas encuentran su límite y su «verdadero sentido» en la unidad del Estado, y segundo, que en todos los ámbitos materiales conviven unos intereses generales supracomunitarios y unos intereses generales propios de las comunidades autónomas, que difícilmente pueden distinguirse unos de otros. Los órganos generales del Estado, como garantes de esta unidad estatal y de estos intereses generales superiores a los de las comunidades autónomas, pueden intervenir en todos los ámbitos materiales, dictando las normas y ejerciendo la acción ejecutiva relativa a aquellos aspectos de estas normas que por su trascendencia práctica inciden en la unidad estatal o en los intereses supracomunitarios y que, por eso mismo, requieren un tratamiento unitario. En definitiva, según este planteamiento no hay ningún sector de la realidad social en el que el Estado no pueda intervenir regulando e incluso ejerciendo la función ejecutiva en aquellos aspectos que por su trascendencia económica, política o social considere que exigen una actuación uniformey unitaria. Como ha declarado recientemente un ministro del actual Gobierno central a un importante medio de comunicación, «un gobierno central no puede renunciar a tener competencias en cualquier ámbito social». Este criterio de necesidad de tratamiento unitario o de trascendencia práctica y consiguiente necesidad de tratamiento unitario es el que utiliza el Estado para interpretar el alcance de sus competencias. De hecho, a menudo parece que el proceso seguido por el Estado a la hora de iniciar una actuación, por ejemplo en el ámbito legislativo, no es el de empezar averiguando cuál es su ámbito de competencia para a continuación actuar, sino ai revés: primero se determinan cuáles son las cuestiones que por su relieve exigen la intervención estatal, y después se busca -con la ayuda del criterio de necesidad de tratamiento unitario- un título habilitante que justifique la actuación estatal.

Según este planteamiento, el autogobierno de las comunidades autónomas consistiría en adoptar medidas paralelas a las del Estado o en completar la actuación estatal o finalmente en actuar en los ámbitos que el Estado haya dejado libres. Dentro de este planteamiento, las tesis más sensibles a las reivindicaciones autonómicas proponen la creación de mecanismos de cooperación, para evitar las disfuncionalidades y las duplicidades que pueden derivarse de la actuación separada del Estado y las comunidades autónomas en los mismos ámbitos materiales, y la creación de procedimientos para que las comunidades autónomas puedan participar en la formulación de las líneas políticas -forzosamente uniformes, según este planteamiento- a seguir en las diferentes materias.

El planteamiento de las comunidades autónomas -como mínimo el de las denominadas «históricas»- suele ser muy diferente. Podría resumirse así: aceptar que el Estado, como garante de la unidad y de los intereses supracomunitarios, puede actuar en todos los ámbitos materiales reservándose las cuestiones que por su trascendencia afectan a estos intereses, equivale a reducir la autonomía política de las comunidades autónomas a una actuación residual, complementaria de la estatal, condicionada y,Page 45 sobre todo, fragmentaria. Esta concepción del autogobierno se considera inaceptable. Se reivindican ámbitos de accuación propios y, más concretamente, se reivindican ámbitos dotados de suficiente homogeneidad como para permitir actuaciones globales capaces por ellas solas de tener una efectiva incidencia práctica en la realidad social. También se sostiene que hay que evitar la duplicidad de actuaciones, ya que la posición de relativa debilidad -sobre todo económica- de las comunidades autónomas ante el Estado, provoca en la práctica el vaciamiento o la residualidad de la actuación económica. Ciertamente, en el momento de ejercer las competencias se producirán interferencias y condicionamientos recíprocos y será necesario establecer mecanismos de cooperación y colaboración, pero bien entendido que estos mecanismos afectan al ejercicio de las respectivas competencias, no a su titularidad (no pueden servir como excusa para regular cuestiones que pertenecen a otro ente), y son mecanismos de aplicación voluntaria, no forzada.

Estas concepciones diferentes del Estado de las autonomías propicia sin duda la conflictividad enrre el Estado y las comunidades autónomas. Esta situación se ve agravada por el hecho de que los legisladores -tanto el central como los autonómicos-, ante los problemas que presenta la delimitación de competencias, han optado por no explicitar el ámbito de aplicación de sus leyes y por llenarlas de cláusulas «sin perjuicio» y, en el caso del legislador estatal, de cláusulas que pretenden salvar, de manera general, la aplicación supletoria de sus preceptos. El ordenamiento jurídico vigente es cada vez más caótico y propicia de forma progresiva el surgimiento de conflictos. De hecho, el Tribunal Constitucional se ha visto obligado a advertir a los legisladores que los defectos de técnica legislativa que pongan en peligro el principio de seguridad jurídica pueden comportar la declaración de inconstitucionalidad. Concretamente, en la Sentencia 14/1989 el Tribunal declara que el legislador estatal debe explicitar el ámbito de aplicación de sus leyes.

No obstante, otro de los problemas fundamentales radica en el hecho de que la intervención del Tribunal Constitucional no logra pacificar la cuestión de la distribución de competencias. A pesar del número elevado de sentencias que ya han sido dictadas, los conflictos no tienden a disminuir. A mi entender, ello se debe sobre rodo al tipo de criterios utilizados por el Tribunal Constitucional en la resolución de los conflictos competenciales. Antes, sin embargo, de entrar en el análisis más detallado de esta cuestión, es necesaria una primera observación: la labor del Tribunal Constitucional no ha sido nada fácil, ya que ha tenido que intervenir en esta cuestión, política y jurídicamente compleja y polémica, sin poder contar con construcciones doctrinales previas suficientemente consolidadas, y, por otro lado, la cantidad de sentencias que tiene que dictar cada año no le permite dedicar el tiempo que sería necesario para la elaboración de los complicados criterios de interpretación que hay que utilizar en un tema tan complejo como el de la delimitación de los ámbitos competenciates.

En una primera valoración global de la jurisprudencia constitucional, puede avanzarse que el Tribunal en términos generales ha aceptado la concepción de la descentralización política defendida por el Estado, o, mejor, ha considerado que este planteamiento cabía en el marco previsto en el bloque de la constitucionalidad. Ha aceptado una interpretación extensiva de las competencias estatales permitiendo la intervención -legislativa e incluso ejecutiva- del Estado en rodos los ámbitos sociales. Se ha limitado a controlar la aplicación concreta de este planteamiento genera! para preservar la existencia, al lado de la actuación estatal, de un ámbito dePage 46 actuación autonómica, aunque sea residual y complementario del reservado al Estado. El Tribunal Constitucional ha tendido a conservar al máximo los actos impugnados, sin buscar no tanto la preservación de ámbitos homogéneos de actuación no fragmentaria, cuanto el reparto de la actuación entre el Estado -que se reserva la regulación y ejecución de los aspectos fundamentales- y las comunidades autónomas -a las que en consecuencia les queda un ámbito fragmentario y residual de actuación.

Los procedimientos a través de los cuales el Estado ha alargado sus competencias han sido muy diversos. El Tribunal Constitucional sólo ha rechazado dos: por un lado, ha negado la posibilidad de que el Estado defina con carácter general y abstracto los conceptos utilizados para el bloque de la constitucionalidad (recuérdese la Sentencia de la LOAPA). Por otro lado, hasta ahora se ha negado a aceptar una interpretación extensiva del artículo 149.1-1 (que atribuye al Estado la regulación de las condiciones básicas que garanticen !a igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes). Normalmente, cuando ha utilizado este artículo ha sido con un argumento ad abundaatiam para delimitar el alcance de otras competencias estatales, pero no lo ha utilizado como un título habilitante único. Sin embargo, hay que reconocer que en la jurisprudencia constitucional de este último año el artículo 149-1.1 tiene un mayor protagonismo que en etapas precedentes.

El Tribunal Constitucional ha utilizado diferentes procedimientos y criterios de interpretación y de aplicación para justificar la intervención general del Estado. Aquí tan sólo citaré tres de los más utilizados:

  1. La interpretación finalista de las materias competenciaies: en síntesis, este tipo de razonamiento consiste en concebir las materias más como poderes tasados a partir de tipos objetivos de actuaciones públicas (contenido material) realizadas sobre tipos objetivos de actividades sociales (objeto material). A través de la interpretación finalista pueden incluirse en una materia accuaciones que objetivamente corresponden a otro título competencial cuando se consideta que la actuación concreta objeto de litigio persigue unos fines o tiene unos efectos prácticos que afectan a la primera materia. Una actuación urbanística se incluye en la materia de seguridad o de aduanas, y no en la de urbanismo, cuando se considera que tiene efectos sobre estas materias, o un acto de calificación de un aeropuerto como internacional se incluye en la materia de comercio exterior -y no en la de aeropuertos internacionales- por sus efectos en este terreno. Mediante estos tipos de ponderaciones, que admiten un grado notable de subjetivismo, las materias estatales han arraído actuaciones que objetivamente correspondían a materias propias de las comunidades autónomas.

  2. Las competencias estatales sobre bases: el Estado ha podido extender su ámbito de actuación a través de la concepción material o material-formal de las bases adoptadas por el Tribunal Constitucional ya que los criterios para determinar su alcance -ponderación de los aspectos fundamentales de una materia que, por ello, requieren tratamiento uniforme- les ororgan una norable capacidad expansiva, por otro lado difícil de controlar con criterios jurídicos. La exigencia reciente de que las bases se establezcan en leyes formales -exigencia, por otro lado, que el Tribunal Constitucional excepciona con notable facilidad- y los tímidos intentos de establecer test más objetivos para ponderar qué es lo que requiere un tratamiento unitario,Page 47 no permiten alterar esta conclusión. Esta capacidad expansiva se ve confirmada por el hecho de que el Tribunal Constitucional tiene una clara tendencia a alargar el ámbito de las materias en las que el Estado se reserva las bases y las comunidades autónomas el desarrollo -quizá porque esta fórmula le permite un «reparto» competencial al que el Tribunal Constitucional es bastante proclive ya que asegura una intervención general del Estado reservando una actuación, a menudo residual, a las comunidades autónomas.

  3. Competencias económicas del Estado, y especialmente el título, de creación jurisprudencial, de ordenación general de la actividad económica: la jurisprudencia constitucional ha tendido a configurar las competencias estatales en materia económica como títulos genéricos que permiten una amplia intervención del Estado en todos los ámbitos económicos. Cuando las competencias de comercio exterior, bases de planificación, coordinación de la actividad económica... no eran suficientes, ha creado un nuevo título, la ordenación general de la actividad económica, para asegurar esta intervención. Los criterios utilizados para delimitar el alcance de estas competencias se basan en ponderaciones finalistas también difíciles de configurar y de controlar con criterios jurídicos.

Mediante estos criterios de interpretación -y de otros que ahora no podemos analizar-, el Tribunal Constitucional acepta la intervención del Estado en todos los ámbitos sociales. Esto no quiere decir que el Tribunal haya acogido siempre las tesis estatales. A menudo ha acotado el alcance de su actuación reservando un ámbito a la actuación de las comunidades autónomas. Pero el problema fundamental no reside tanto en los resultados de las sentencias (aunque con la perspectiva de estos casi diez años puede afirmarse que el balance global es claramente favorable a las pretensiones del Estado, sobre todo en determinados ámbitos materiales como por ejemplo los relacionados con la economía), sino en el hecho de que los criterios aplicados por el Tribunal Constitucional a la hora de resolver los conflictos, son criterios faltos del grado de objetividad y de generalización suficiente para dar seguridad al sistema de distribución competencia!. Las concepciones finalistas de las materias, las ponderaciones a partir de los criterios de la necesidad o no de tratamiento unitario, la garantía de la unidad del sistema económico o de la trascendencia práctica de una actuación para calificarla como básica, etc., son ponderaciones esencialmente políticas, que comportan un grado de subjetivismo, una aleatoriedad, que dificulta enormente la construcción de criterios de delimitación competenciales dotados del mínimo de objetividad y generalidad necesarias. Esto es lo que explica que la abundante jurisprudencia constitucional no haya logrado reducir la conflictividad.

Por lo que respecta a los efectos de la conflictividad, son suficientemente conocidos. Se manifiestan tanto en el plano político como en el estrictamente jurídico. Aquí sólo querría referirme a los efectos sobre la actividad del Tribunal Constitucional, ya que el elevado número de conflictos y recursos lleva al círculo vicioso de tener que ucilizar ponderaciones finalistas -puesto que son más sencillas de aplicar-, a una pérdida de la calidad de las sentencias, observable en los últimos tiempos, y sobre todo a un evidente «retraso» de la resolución de los conflictos. Por poner un solo ejemplo: todas las sentencias dictadas durante el año 1989 -salvo la Sentencia del Tribunal Constitucional 214/1989- tienen por objeto actuaciones realizadas en 1984; ello quiere decir que dicho «retraso» es ya de cinco años. El mismo Tribunal Constitucional haPage 48 puesto de manifiesto este hecho en dos sentencias recientes en las que ha reconocido que sus resoluciones ya no podían tener ningún tipo de eficacia práctica (STC 75/1989 y 199/1989). La existencia de conflictos de competencias en un fenómeno consustancial al Estado compuesto, pero se convierte en patológico cuando alcanza cotas tan elevadas como las que se producen en nuestro caso.

Apuntadas algunas de las causas y algunos de los efectos de este alto índice de conflictividad, concluiremos estas líneas apuntando algunas de las posibles soluciones a este problema. El tono de este balance general nos permite esta licencia que en otro contexto quizá no estaría justificada.

En primer lugar, hay que poner de manifiesto que ninguna propuesta de solución logrará reducir significativamente el número de conflictos mientras subsista su causa fundamental, es decir, la distinta concepción que de la descentralización política tienen las fuerzas políticas dominantes en el Estado y en las comunidades autónomas históricas. Aceptada esta premisa, suelen apuntarse dos grandes tipos de solución al problema del elevado índice de conflictividad existente: el establecimiento de mecanismos de colaboración y la intervención del Tribunal Constitucional. No obstante, no siempre se da a estas dos soluciones el alcance que, a mi entender, les corresponde en nuestro ordenamiento.

En efecto, creo que el primer paso para evitar los conflictos es el establecimiento de mecanismos de colaboración entre el Estado y las comunidades autónomas, y especialmente el reforzarniento de! Senado como instancia de representación territorial. Estos instrumentos de colaboración deberían permitir la coordinación del ejercicio de las competencias respectivas, contribuyendo así a ir definiendo de forma consensuada los diversos ámbitos competenciales y evitando el surgimiento de conflictos. No obstante, sí se quieren respetar los principios constitucionales que presiden la organización territorial del Estado, y sobre todo si se quiere respetar el principio de autonomía, es necesario dar a estos mecanismos de colaboración el alcance que les corresponde según el bloque de la consritucionatidad, y muy concretamente configurarlos como mecanismos voluntarios situados en el ámbito de la ejecución de las competencias, no como mecanismos obligatorios que afectan a la titularidad. Convertirlos en instancias obligatorias y definidoras de los ámbitos competenciales atentaría contra el principio de autonomía, que se caracteriza esencialmente por el hecho de que las competencias autonómicas están consagradas y garantizadas constitucionalmente y, en consecuencia, no dependen de la voluntad de ninguna instancia infraconstitucional. Sin duda, como he apuntado, al ir ejerciendo de forma colaborada las competencias, se contribuye a ir definiendo su alcance y a evitar el planteamiento de conflictos sobre su titularidad. Pero dado el carácter voluntario de estos mecanismos de colaboración y el hecho de referirse al ejercicio competencial, pueden surgir conflictos respecto de la titularidad de una actuación, y en caso de desacuerdo es necesario que el bloque de la consti-tucionalidad opere como parámetro para la resolución del conflicto; de otro modo, como digo, se conculcaría el principio de autonomía y el derecho claudicaría como instrumento para regular la distribución del poder entre el Estado y las comunidades autónomas.

Esta constatación nos ayuda a situar la posición del Tribunal Constitucional respecto de esta cuestión. Su función no puede ser !a de única instancia para tesolver todos los conflictos competenciales ni la de definidor general de los ámbitos competenciales. Su función es la de última instancia para fijar los límites negarivos de lasPage 49 competencias a partir de los parámetros establecidos en el bloque de la constituciona-lidad. Pero para poder llevar a cabo esta función es necesario que dé un giro importante respecto de los criterios que utiliza actualmente para la resolución de los conflictos. Es necesario que abandone las posiciones finalistas, subjetivas, casuísticas, y vaya estableciendo criterios objetivos y generalizables. Por ejemplo, a la hora de precisar el ámbito material de las competencias es necesario que determine el núcleo fundamental de cada una de ellas a partir del ordenamiento del momento en el que van a entrar en vigor la Constitución y los estatutos de autonomía, es necesario que vaya perfilando criterios objetivos para resolver los vacíos y entrecruzamientos que subsisten después de la delimitación de los núcleos fundamentales (sobre todo hay que ir configurando los criterios de conexión), es necesario que a la hora de calificar los actos de ejercicio atienda a su objeto y contenido, no a sus efectos o a sus fines. Asimismo, a la hora de precisar el alcance de las bases es necesario que o bien adopte un concepto principalista o, como mínimo, que establezca test dotados de suficiente objetividad como para dar seguridad a este proceso de decisión. En definitiva, deben establecerse los mecanismos de colaboración necesarios para evitar los conflictos y el recurso constante al Tribunal Constitucional, pero cuando surjan divergencias irresolubles a través de estos mecanismos sobre la titularidad de una competencia, el Tribunal debe utilizar criterios de resolución jurídicos, controlables jurídicamente, no ponderaciones más propias del debate político como es la necesidad o no de tratamiento unitario, etc. En definitiva, es necesario que éste resuelva los conflictos con criterios objetivos y generalizables. De otro modo, es difícil que la conflictividad se reduzca o, como mínimo, que lo haga respetando los límites previstos en el ordenamiento vigente.

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