La configuración de la autonomía personal y la necesidad de apoyos generalizados como nuevo derecho social

AutorLuis Cayo Pérez Bueno
CargoDirector Ejecutivo del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI)
Páginas35-46

Es un hecho que la atención a las necesidades de apoyos generalizados y la promoción de la autonomía personal es el gran asunto de la política social del momento y de los próximos años y que de la respuesta que demos a ese desafío dependerá la calidad, la equidad y la viabilidad de nuestro Sistema de protección social.

El movimiento social de la discapacidad -el conformado por las organizaciones no gubernamentales articuladas en torno a las personas con discapacidad y sus familias- tiene el máximo interés en participar en un debate social y político en el que le va mucho. Exponer los puntos de vista, las inquietudes, y también las aspiraciones, respecto de la implantación de un mecanismo esencial para la cohesión de nuestra sociedad, como es la cobertura contra las consecuencias de las llamadas comúnmente situaciones de «dependencia», es de vital importancia para este sector social, por lo que es de agradecer la invitación que nos ha dirigido la Revista del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales.

La implantación un nuevo Sistema nacional de autonomía personal y la configuración como derecho debe constituir, sin duda, el germen del cuarto pilar de nuestro Sistema de protección social, el cuarto pilar constituido por los derechos sociales plenos.

La realidad actual impone avanzar más en el campo de la protección social -una dimensión, no se olvide, de los derechos humanos- para dar cobertura a una necesidad que no es nueva -¡qué va a ser nueva, si las personas con discapacidad la conocen desde siempre!- aunque la presencia de determinados factores, como son el paulatino y progresivo envejecimiento de la población, el cambio de las estructuras familiares tradicionales en nuestra sociedad, etc., hayan incrementado de forma notable su incidencia.

Antes de adentrarse más en este artículo, es preciso abordar un aspecto que puede parecer de menor cuantía, una mera sutileza, o una cuestión puramente terminológica, pero que tiene su relevancia, pues las palabras denotan mentalidades y realidades. El movimiento asociativo de personas con discapacidad y sus familias aspira a establecer las condiciones necesarias para que los ciudadanos con discapacidad puedan llevar una vida plenamente participativa en la comunidad en la que están inmersos, en igualdad de derechos y deberes, sin verse sometidos a las exclusiones, restricciones y discriminaciones que históricamente, por razón de su discapacidad, se han visto sometidos. Las personas con discapacidad desean llevar una vida independiente, inclusiva, de completa participación comunitaria. En este contexto, el término «dependencia» resulta ingrato, pues pone el énfasis en el aspecto, negativo, en la limitación; acentúa la visión más tradicional de la discapacidad, que hace girar el peso conceptual sobre el «déficit», sobre las menores posibilidades de la persona que presenta una discapacidad. Por esta razón, hay voces en el movimiento asociativo que propugnan un cambio de terminología para referirse a lo que se llama «dependencia». No es cuestión sólo española; Francia, nuestro país vecino, acaba de crear en virtud de la Ley de 11 de febrero de 2005 un sistema de atención a las personas con necesidades generalizadas de apoyos, al que ha llamado Caja Nacional de Solidaridad para la Autonomía. Bien, esa denominación, que pivota sobre la idea de autonomía de las personas, no sobre su dependencia, es indicio de esta preocupación por evitar palabras que lejos de ser neutras imponen o remachan una mentalidad recibida. Pues bien, desde el movimiento asociativo se ha llamado insistentemente la atención sobre esta cuestión, y se ha planteado la conveniencia de referirse a esta realidad social con otro nombre, que significará también abordarla con otra visión: apoyos a la vida participativa o independiente, sistema nacional para la autonomía personal, etc.

Hay que poner un especial énfasis en un hecho, no por conocido menos relevante. Las necesidades intensivas de apoyo no se pueden relacionar con una determinada edad, ya que inciden, con mayor o menor intensidad, en toda la estructura de edades. Las discapacidades congénitas, los accidentes, sean laborales, de tráfico o domésticos, las nuevas enfermedades discapacitantes, los entornos, prácticas y mentalidades hostiles, pensadas para el canon de «persona normal», son todos ellos factores que contribuyen a hacer de esta cuestión un problema social de primera magnitud, ya que se encuentra en esta situación quien, por diferentes razones, y no sólo por razón de edad, tiene necesidad de una asistencia y de una ayuda para la realización de los actos ordinarios de la vida. De ahí, que esta situación pueda afectar a una persona con discapacidad; a una persona convaleciente de una enfermedad o de un accidente; o una persona anciana que no puede atender por sí misma a actos esenciales de la vida diaria.

Los propios datos demográficos contenidos en el «Libro Blanco de atención a las personas en situación de dependencia en España» ratifican las afirmaciones anteriores. Del total de las personas con dificultad para llevar a cabo alguna de las actividades básicas de la vida diaria, calculadas en 1999 en cerca de 1,5 millones, en torno a 600.000, el 40 por 100, son personas con discapacidad menores de 65 años. Y, de igual modo, si concretamos el universo anterior respecto de las personas con discapacidad severa y total, más del 30 por 100 de las mismas tampoco alcanzan la edad que ha venido situando la frontera de la denominada «tercera edad». Además, los propios cálculos elaborados por los expertos -y que tienen su reflejo en el documento elaborado y presentado por el Gobierno- establecen que, en el horizonte del 2010, el grupo de personas, menores de 65 años, con discapacidad para las actividades de la vida diaria, alcanzarán algo más de 975.000.

Las cifras anteriores son una muestra de que no puede establecerse una relación lineal entre necesidades generalizadas de apoyo y envejecimiento. Al llevar a cabo esa relación, se genera la creencia de que la «dependencia» es un problema de reciente aparición, cuando, en la realidad, este riesgo ha existido siempre. Por ello, desde el sector social de la discapacidad, la primera afirmación que hay que formular cuando se habla de atención a estas situaciones es la de que necesidades generalizadas de apoyo y envejecimiento no son conceptos intercambiables. Reducir la cuestión a la protección exclusivamente de personas mayores constituiría un reduccionismo inadmisible, ya que, si bien el factor de la edad, del progresivo envejecimiento, amplía el ámbito de la población en esta situación, no es menos cierto que estas situaciones se pueden dar y, de hecho se dan, en todas las épocas de la vida de la persona.

Es más, cuando las necesidades intensas de apoyo se presentan en las primeras fases del ciclo vital (nacimiento, infancia, juventud, etc.), la situación es aún más crítica para la persona y su entorno, pues puede prolongarse a lo largo de toda su vida, dándose situaciones muy dilatadas en el tiempo, mientras que las situaciones de apoyo en las personas mayores, en relación con las personas con discapacidad severa, son necesariamente más cortas, pues el término de la vida se halla más próximo. Del mismo modo, otro aspecto que ha de tenerse en cuenta es que en las personas mayores puede de algún modo preverse, al ir ligada al proceso natural del envejecimiento; por el contrario, en las personas con discapacidad severa, estas situaciones suelen tener un origen no previsto, pues la discapacidad se presenta inesperadamente (causas congénitas, perinatales, traumáticas por accidente, mórbidas, etc.), «factor sorpresa» que llega de pronto, «desestabiliza» al entorno de la persona y requiere de un período de maduración, que permita la asunción de la nueva situación, por la propia persona y, en su caso, por la familia circun-dante.

Estas diferencias en las manifestaciones de las consecuencias de la necesidad de apoyos en las personas con discapacidad, frente a lo que sucede en las personas mayores, tienen incidencia en el entorno familiar y en los denominados «asistentes familiares». No se trata de que el entorno familiar (sociológicamente, en su inmensa mayoría las mujeres) se vea abocado a atender a la persona mayor durante un cierto número de años; en el ámbito de la discapacidad, la atención familiar puede durar décadas, y ello incide en la misma familia, en sus posibilidades económicas, en el mantenimiento de la propia salud de los «asistentes», e incluso en la angustia de muchas personas sobre el porvenir de sus allegados (generalmente, descendientes) en el momento en que esos asistentes fallezcan o se encuentren en unas condiciones físicas en las que les resulte imposible atender a los primeros.

Por ello, en una alternativa de dar cobertura a las necesidades de apoyo no pueden soslayarse los problemas específicos de las personas con discapacidad. No se trata, desde luego, de efectuar una separación entre la población de edad, de una parte, y la población con discapacidad (de menor edad), por otra. Al contrario, la situación afecta por igual y, en consecuencia, la respuesta protectora ha de ser comparable. Pero, al tiempo, también hay que tener muy claras las diferencias entre discapacidad y dependencia, a pesar de que, hasta ahora, en nuestra legislación la cuestión de la «dependencia», en la escasa medida en que se ha venido protegiendo, se ha articulado preferentemente a través de la incapacidad (o de la invalidez), en cualquiera de sus modalidades.

Por tanto, desde el sector de la discapacidad hay que dejar sentado, como premisa, y ver aceptado con generalidad, que las situaciones de necesidad de apoyos generalizados pueden darse en todas las etapas de la vida de la persona y que la respuesta jurídico-institucional y asistencial que se le dé ha de tener presente esta realidad. Centrar la atención única y exclusivamente en las personas mayores, por más importante que este segmento de edad sea, constituiría una aproximación sesgada y limitada que el movimiento asociativo de la discapacidad no sólo no puede hacer suya, sino que impugna como incorrecta y desenfocada.

Es preciso poner de relieve el peligro que existe, en orden a una cobertura efectiva, de englobar la cuestión de la necesidad generalizada de apoyos en el marco del envejecimiento de la población, perdiendo la perspectiva de que personas en esta situación -y no precisamente por la edad- han existido siempre y su número no deja de crecer, como consecuencia de los factores que impone la vida actual; en la que los accidentes originan un buen número de nuevas personas que pasan a engrosar las filas de las que precisan atenciones intensas, para la realización de los actos esenciales y ordinarios de la vida.

En este contexto, las personas con discapacidad, que han experimentado desde siempre las consecuencias de la necesidad de un apoyo generalizado, no han visto establecidos -al menos, por el momento- los mecanismos que posibiliten su protección y su plena autonomía personal, cuando otros países, desde hace una década, vienen dando respuesta a esta situación, regulando diferentes fórmulas de cobertura a las consecuencias de estas situaciones, como protección diferenciada, en el marco de los Sistemas públicos de protección. Y en España no podemos quedar al margen de las tendencias que se siguen en la Unión Europea, cuando nuestras necesidades son similares o, incluso, mayores, dado que no existen Sistemas de protección social tan desarrollados.

En la mayor parte de los Sistemas europeos, se intenta poner remedio, a través de los mecanismos de lucha contra la «dependencia», a las preocupaciones generadas por el aumento de los costes de atención a las personas en tal situación y la ausencia o la falta de eficacia de los seguros privados mercantiles para la atención comunitaria de aquéllas. Por ello, se están implantando o reformando los sistemas de atención, dentro de los cuales se observan varias tendencias.

Y aunque no existe un modelo común, sin embargo están presentes unos rasgos genéricos, entre los que se pueden destacar: el papel preponderante jugado por las administraciones públicas, especialmente el Estado, en la regulación y en la financiación de las atenciones de larga duración; el papel complementario desempeñado por el seguro privado, debido especialmente a la imposibilidad de la mayoría de la población de costearlo; o el reconocimiento de la necesidad de apoyar a los familiares o personas del entorno cercano asistentes, mediante el incremento del gasto en atención comunitaria.

También en nuestro país, la cuestión que nos ocupa se exterioriza de forma diferente a como se percibía hace unas décadas y existe una conciencia social distinta acerca de cómo y a quiénes se ha de proteger frente a ese riesgo. Lo que antes eran ayudas dispersas (como las prestaciones económicas de gran invalidez, residencias, ayuda a domicilio, etc.) y subsidiarias del cuidado familiar, hoy se reclama que se reconozcan con el rango de derechos, desde la responsabilidad pública y para toda la población que presente esta necesidad.

En el Sistema de protección social español, los mecanismos de cobertura contra las consecuencias de la llamada «dependencia» son escasos y no integrados. Y aunque el balance de lo realizado hasta ahora no es despreciable (máxime teniendo en cuenta la realidad de la que se partía), sin embargo, la acelerada evolución del problema, ligada a los cambios sociales producidos, obligan a una revisión y actualización de nuestro ordenamiento jurídico y social. Por ello, es necesario abordar la cuestión desde la consideración global de estas necesidades, mediante el establecimiento de un conjunto coherente de medidas, que parta desde la especificidad de la situación que debe ser cubierta y establezca todo un ámbito de derechos y obligaciones de la persona en esa situación y de las asistencias precisas, en línea con lo que ya se viene efectuando en algunos países de nuestro entorno.

Actualmente, existen importantes deficiencias, tanto en lo que se refiere a la carencia o la insuficiente cobertura de servicios (muchos de ellos, además, de naturaleza privada), como en la cobertura económica del coste de la atención de la población en esta situación. Hay que tener en cuenta, cuando se analiza la cobertura de esta necesidad, que la misma conlleva, de forma implícita, la asistencia de una tercera persona o de dispositivos variados de atención, entre ellos, de una institución que la supla. Esta asistencia, sin duda, tiene un coste económico, que es independiente de los gastos sanitarios. La necesidad generalizada de apoyos genera un mayor gasto y/o un menor ingreso en la economía personal y/o familiar. Y este desajuste económico se produce como consecuencia de la atención constante que precisa la persona en tal situación.

Una situación que no encuentra respuesta adecuada en el actual Sistema de protección social, ya que:

- En cuanto a las prestaciones económicas, esta necesidad sólo ha encontrado eco en la regulación de determinadas pensiones: en la pensión contributiva por incapacidad permanente (en el grado de gran invalidez); en el complemento de tercera persona de la pensión no contributiva de invalidez; en las asignaciones por hijo a cargo, mayor de 18 años y un 75% de discapacidad; o en las pensiones en favor de determinados familiares de los pensionistas de jubilación e incapacidad (en la modalidad contributiva de la protección), a través de las que, de forma indirecta, se puede estar apoyando a ciertos cuidadores y/o asistentes.

- Por lo que refiere a las pensiones de jubilación (que constituyen la renta básica de las personas en esta situación de mayor edad) en su configuración actual, responden únicamente a una finalidad sustitutiva de rentas de trabajo (en su modalidad contributiva) o a la compensación de la ausencia de rentas, con el objetivo de garantizar un mínimo de sustento (en su modalidad no contributiva), pero, desde luego, no incluyen en absoluto las situaciones de apoyos generalizados. Como tampoco lo hacen las de viudedad cuyos beneficiarios son, hoy por hoy, mayoritariamente mujeres que por su mayor longevidad precisan de apoyos más intensos.

- La extensión y desarrollo de los servicios sociales para dar respuesta a la necesidad de atenciones de larga duración, que carecen del rango de derecho subjetivo perfecto, es sensiblemente inferior en España que en la media de los países desarrollados.

- Así, en cuanto a los servicios en plazas residenciales, se dispone en España de alrededor de 3 plazas por cada 100 personas mayores de 65 años, cuando la media de los países encuadrados en el ámbito de la OCDE es de 5,1 y en la Unión Europea es claramente superior.

- El servicio de ayuda a domicilio (SAD), da cobertura a un 1,7% por ciento de la población mayor de 65 años, muy por debajo de las ratios de los países europeos con mayor desarrollo de los servicios comunitarios. Y el resto de los recursos (centros de día, teleasistencia, estancias temporales en residencias, pisos tutelados, asistentes personales, etc.) apenas alcanza significación estadística.

- Y la penuria de recursos es todavía mayor cuando se trata de personas con necesidades generalizadas de apoyo menores de 65 años, pues la red de ayuda a domicilio y de centros de atención a personas con discapacidad gravemente afectadas está aún menos desarrollada que la red de apoyos para mayores, siendo inéditos servicios novedosos como los asistentes personales.

De ahí que, desde luego, en estos aspectos, no podamos en absoluto sentirnos satisfechos. Cierto es que se ha avanzado en el ámbito de las prestaciones económicas -aunque en buena parte y cuando la protección se sitúa en las esferas no contributivas, sea aún de muy reducida cuantía, por usar términos suaves- y en la universalización de la asistencia sanitaria, pero la extensión de los servicios sociales es absolutamente insuficiente para atender la fuerte demanda de los mismos. Las propias cifras que se recogen en los anexos al Capítulo IV del «Libro Blanco sobre la Dependencia» son reveladoras de esta insuficiencia:

- No llegan a 500 el número de servicios de atención domiciliaria para las personas con discapacidad, con un número de usuarios de 4.500.

- Los Centros de Día no llegan a 600 en todo el Estado, con un número total de menos de 15.000 plazas.

- Los Centros Ocupacionales son 755, con un número de plazas de 32.516.

- No llegan al centenar (exactamente, 86) el número Centros de rehabilitación psicosocial para las personas con discapacidad.

- Y el número de centros residenciales apenas sobrepasa el medio millar (580) con un número de plazas inferior a 20.000.

- Nada dice el Libro Blanco, por ejemplo, de un dispositivo o recurso tan deseable para determinados tipos de necesidades como el del asistente personal, que sólo existe en la medida en que la propia persona con discapacidad lo sostiene económicamente, claro, a sus propias expensas. Y no dice nada, porque este apoyo no existe a «efectos oficiales».

Todas estas cifras y datos nos revelan una realidad difícilmente contestable y que a las instancias que representamos a las personas con discapacidad y sus familias nos obliga a denunciar una situación que implica una mayor exigencia a los poderes públicos y a la sociedad: la escasez de recursos que se dedican a la cobertura de las situaciones de necesidad generalizada de apoyos que afectan a las personas con discapacidad, y que no guarda relación con nuestro nivel de desarrollo económico y social. No deja de ser preocupante que mientras que los países nórdicos dedican a la cobertura social de esta realidad más del 2% del Producto Interior Bruto; y en los países centroeuropeos, se supera el 1,2% del PIB; en nuestro país apenas lleguemos al 0,3% de dicha magnitud, porcentaje que resulta, incluso, menos de la mitad del esfuerzo que lleva a cabo un país como Italia, con un modelo referencial, como el nuestro, básicamente asistencial y poco desarrollado.

Por ello, si en las décadas pasadas se ha procedido a la universalización del derecho a las pensiones y del derecho a la asistencia sanitaria, así como a una cierta generalización de los servicios sociales -sin tener todavía, cosa que es de lamentar, la categoría de auténticos derechos- la cobertura de las consecuencias de las necesidades generalizadas de apoyo ha de ser el referente fundamental de la protección social en los próximos años, y el modo cómo se afronte este estado de cosas, cómo se regule el acceso a las correspondientes prestaciones, tanto desde la vertiente personal, como en lo que respecta al contenido de aquellas o cómo se articulen los mecanismos de gestión, son factores interrelacionados de los que, sin duda, dependerá el logro de los objetivos que la sociedad en general y nuestra organización en particular esperan o, por el contrario (y confiamos que así no sea) originarán el fracaso y la frustración de esas mismas aspiraciones.

Desde esta perspectiva, la aparición del «Libro Blanco de la Dependencia» es de interés en cuanto posibilita al legislador, a las diferentes Administraciones Públicas, a las organizaciones sociales, a los movimientos representativos y, en general, al conjunto de la sociedad, un marco de reflexión sobre cómo puede abordarse la puesta en práctica de la cobertura integral de las necesidades generalizadas de apoyo, estableciendo -como expresamente se refleja en la introducción de ese documento- «los elementos esenciales para poder desarrollar un debate con bases y fundamentos asentados en el rigor científico que desemboque en un deseable consenso general antes de llevar adelante la correspondiente iniciativa legislativa.»

El Libro Blanco nos ofrece toda una panorámica de la situación actual de la llamada «dependencia», de la evolución demográfica de las personas con posibilidades de entrar en esa situación, de los recursos empleados en la lucha contra las consecuencias de la misma, nos ofrece una visión de los diferentes modelos existentes en la actualidad y establece una serie de alternativas sobre la regulación de la cobertura, de la financiación o de su gestión, pero sin que se decante -al ser el Libro Blanco un marco de debate y análisis- por una de ellas.

Pues bien, en este marco de reflexión, el sector asociativo de la discapacidad no quiere sentirse ajeno, sino participar -como ya lo ha venido haciendo- de una forma activa en la delimitación de los mecanismos que den respuesta a las consecuencias de las necesidades de apoyo generalizado, para poner de relieve las inquietudes, las aspiraciones y las propuestas del movimiento social de la discapacidad.

Y en este empeño, vayan por delante tres ideas-fuerza, respecto a la opinión de nuestro sector en relación con la implantación de los mecanismos de lucha contra la dependencia y la creación de un Sistema nacional para la autonomía personal y la vida participativa:

- En primer lugar, que aspiramos y confiamos en que su regulación se lleve a cabo a través de una ley, como garantía de los derechos y deberes de las personas con necesidades generalizadas de apoyo.

- En segundo lugar, que esos mecanismos han de configurarse, a nuestro juicio, en el marco de un conjunto de prestaciones, y englobados dentro del Sistema de la Seguridad Social, en cuanto entendemos que solamente su inclusión dentro de la Seguridad Social permite que las prestaciones queden configuradas como derechos subjetivos perfectos y en un plano de igualdad para todas las personas, cualquiera que sea el lugar de su residencia.

- Y, por último, que aunque las personas con necesidades generalizadas de apoyo puedan formar el grupo genérico objeto de protección, entendemos que, dentro del mismo, existen especificidades, las cuales están muy presentes entre las personas con discapacidad, que requieren de una consideración propia.

A partir de esas tres ideas básicas, desde el CERMI se formuló una alternativa, que no es nueva, ya que se dio a conocer a la sociedad en el documento, de mayo de 2004, titulado «La protección de las situaciones de dependencia en España. Una alternativa para la atención de las personas en situación de dependencia desde la óptica del sector de la discapacidad»1.

Para el CERMI, en la configuración de los mecanismos de lucha contra las consecuencias de las necesidades de apoyo generalizado, ha de partirse de una serie de premisas que constituyen el camino que debe seguirse, como son:

- En primer lugar, que el sistema para la autonomía personal que se establezca en España debe constituir un Sistema de base pública, de carácter universal, de derechos exigibles y con unos mínimos iguales para todo el territorio nacional. A partir de ahí, podrán arbitrarse fórmulas complementarias privadas o decidirse acerca de cuál es el mejor Sistema de gestión (público, mixto, el papel de la iniciativa social, etc.)

- En segundo lugar, que, como antes se argumentaba, la atención a estas situaciones no debe ligarse ni enfocarse unilateral y exclusivamente con las personas mayores, pues las personas con discapacidad, menores de 65 años, son uno de los grupos sociales más directamente interesados por la regulación que tenga lugar en materia de atención a las necesidades de apoyos generalizados.

- Y por último, que la implantación de un Sistema nacional para la autonomía personal y la vida participativa ha de coordinarse con el resto de políticas que se desarrollen en otros ámbitos, favorecedoras todas ellas de la plena participación, la autonomía y la vida independiente de todas las personas y, en especial, de las personas con discapacidad y las personas mayores. A mayor accesibilidad de los entornos, menos condiciones de dependencia objetiva habrá. A mayores ayudas técnicas y tecnologías asistivas, más posibilidades para la participación inclusiva. Sin los apoyos y recursos necesarios, la dependencia se intensifica.

A partir de esas premisas previas, entendemos que la alternativa que consideramos se basa en:

- Primero, la articulación de un modelo de protección pública a través de un «sistema integral», encuadrado en el ámbito de protección de la Seguridad Social, con sus efectos en los sistemas de servicios sociales, y que contemple una cobertura universal (es decir, que alcance a todas las personas que se encuentren en situación de necesidad de apoyos generalizados, sea cual sea su capacidad económica).

- Segundo, el reconocimiento del derecho a la protección como un derecho subjetivo perfecto de la persona interesada, al que la sociedad debe hacer frente, poniendo los medios necesarios para garantizar su satisfacción (al igual que ocurre con otras prestaciones de la Seguridad Social) a través de un catálogo de prestaciones y una cartera de servicios similares en todo el territorio nacional.

En este ámbito resulta totalmente necesaria la definición precisa de todos y cada uno de los derechos de las personas con necesidades de apoyo generalizado, con especial énfasis en quienes están institucionalizadas en centros, así como en la protección de derechos y libertades fundamentales de las personas que no gozan de plena capacidad de libre elección en sus decisiones. La regulación que tienen, que tenemos todos, entre manos es el momento propicio para regular, desde un punto de vista garantista, el catálogo de los derechos de las personas institucionalizadas, que resulten un grupo especialmente vulnerable en cuanto a sus derechos humanos básicos.

De igual modo, el desarrollo de un marco jurídico que garantice el respeto a la autonomía, a la independencia y al estilo de vida propio de la persona con discapacidad con necesidades generalizadas de apoyos, que implica tanto la promoción de la competencia y la autonomía personal en la toma de decisiones, como el respeto a la opciones y preferencias de estas personas.

- Y, tercero, la adecuación de las prestaciones y servicios reconocidos a las características específicas de sus destinatarios, con especial atención a grupos también específicos de personas en esta situación (como pueden ser las personas con discapacidad intelectual, personas con parálisis cerebral, personas con daño cerebral, y plurideficiencias, personas con enfermedad mental, etc.).

En este marco, se entiende desde el sector asociativo que la cobertura de protección integral de estas necesidades ha de efectuarse por la articulación de los siguientes mecanismos:

- Desde la vertiende de la acción protectora, mediante el establecimiento de un conjunto de prestaciones económicas y de servicios (catálogo de prestaciones y cartera de servicios), en favor de las personas en esta situación y de las personas asistentes en el ámbito familiar o próximo, incluido el reconocimiento del derecho de estos últimos a los beneficios de la Seguridad Social.

Las prestaciones económicas posibilitarían la adquisición de servicios (públicos o privados) cuando éstos no fueran directamente facilitados por las Administraciones Públicas.

La existencia de prestaciones económicas en favor de las personas con estas necesidades, posibilita una mayor autonomía de la persona, en orden a gestionar su propia situación, en un marco autónomo y de independencia personal; facilita la atención en el entorno más cercano a la persona a través de asistentes formales e informales, que sigue siendo la opción preferida -según manifiestan- por muchos interesados; hace también posible la atención en una situación (como es la actual) de escasez de servicios públicos, ya sea ésta transitoria o, como puede ocurrir por razones geográficas, permanente en determinadas zonas, en la que resulta utópico pensar que en un breve plazo de tiempo se va a poder alcanzar una situación óptima; y permite la puesta en marcha inmediata o en muy breve plazo de tiempo de los mecanismos protectores previstos en la ley, lo que no sería posible si el modelo adoptado es un modelo basado, exclusivamente, en la prestación directa de servicios. En todo caso, hacemos un llamamiento a la flexibilidad del Sistema que se implante, para que, en la mayor medida posible, cada persona tenga una respuesta individualizada en cuanto a apoyos y asistencias.

En supuestos en que las especiales características de complejidad o intensidad de las necesidades de la persona así lo exijan (personas con discapacidad intelectual, personas con parálisis cerebral, personas con daño cerebral, personas con enfermedades mentales, etc.), debería acudirse a la prestación directa del servicio a través de medios públicos o privados concertados, previamente homologados. En este punto, es de destacar la particular atención que debería de dispensarse a la iniciativa social sin ánimo de lucro (asociaciones, fundaciones, tercer sector, en suma), a la hora de concertar con preferencia la provisión de estos servicios directos. El tercer sector ha de tener un tratamiento singularizado y preferencial en toda esta ordenación.

El modelo que el movimiento asociativo articulado propone es, por tanto, un sistema mixto, en el que junto a una prestación económica, que permite capacidad de elección del beneficiario o, en su defecto, de sus familiares, se prevén servicios por razón de su propia naturaleza o por razón de los especiales requerimientos de la persona en cuestión, que sería prestados por las Administraciones Públicas en el ámbito de sus respectivas competencias.

- En los ámbitos de la financiación, hay que tener en cuenta que el modelo de cobertura que se elija condiciona, de forma directa, el modelo financiero aplicable. Si la cobertura se lleva a cabo a través de la Seguridad Social -que, como antes se advertía, es la opción preferida desde la perspectiva asociativa de las personas con discapacidad y sus familias que sostiene el CERMI- la financiación de las prestaciones y servicios habrá de llevarse a cabo siguiendo el esquema de financiación de la misma, tal y como está establecido en la propia Ley General de la Seguridad Social, diferenciando entre prestaciones de carácter contributivo (financiadas a través de cotizaciones sociales) y prestaciones de carácter no contributivo (financiadas por vía de impuestos).

De este modo, las prestaciones de las que fueran beneficiarias aquellas personas que han realizado el esfuerzo contributivo necesario, a través de sus cotizaciones (sean éstas específicas, por implantarse una nueva cotización para cubrir este nuevo riesgo protegido, o sean genéricas por no haberse adoptado esta alternativa), serían financiadas con cargo a las mismas, mientras que aquéllas de las que fueran beneficiarias personas que no hubieran cotizado, serían financiadas con cargo a los impuestos generales. E, igualmente, los servicios prestados de forma directa por los poderes públicos, podrían seguir este mismo esquema de financiación en las proporciones adecuadas. Todo ello, sin perjuicio de la uniformidad de las prestaciones, que deberían ser iguales para todas aquellas personas que se encontraran ante una misma situación de necesidad, hayan o no contribuido previamente a su financiación específica.

- En lo que respecta a los modelos de gestión, también los mismos van a quedar delimitados por la configuración de los mecanismos de cobertura, si bien desde una perspectiva genérica sobre la cuestión -que excede de los ámbitos de actuación y de reflexión del CERMI- parece incuestionable la participación de todas las Administraciones Públicas, como explícitamente lo reconoce la Comisión del Pacto de Toledo, en su informe de octubre de 2003, para lo que, seguramente, será necesario un acuerdo entre las tres Administraciones implicadas (la Administración General del Estado, la de las Comunidades Autónomas y las Corporaciones Locales) ya que únicamente con el esfuerzo conjunto de todas ellas, podrá hacerse realidad la implantación de ese Sistema integral de cobertura para la autonomía personal.

Desde el sector asociativo de la discapacidad, se comparte la idea que se recoge en el Libro Blanco de que los esfuerzos financieros que, sin duda, va a originar la implantación de los mecanismos y prestaciones de cobertura de esta demanda no son una inversión improductiva, no son ni mucho menos mero gasto. Antes bien, la expansión de los servicios de atención va a movilizar un importante flujo de recursos financieros en los próximos años, y será uno de los más importantes factores de creación de empleo en nuestro país que, además, en buena parte podrían y deberían ser ocupados por personas con discapacidad, constituyendo un nuevo y significativo medio de inclusión laboral y social de estas personas, tradicionalmente excluidas del mercado laboral.

Por eso, si todos los expertos coinciden en que la extensión de los servicios de atención a personas en esta situación va a tener una expansión enorme, incluso a corto plazo, es difícil comprender que todavía en nuestro país, fundamentalmente en los programas de formación profesional y ocupacional, no existan apenas planes de formación al respecto. Si se canalizasen parte de los grandes recursos de que se dispone para la formación y la contratación hacia la puesta en marcha de un programa de formación y empleo de asistentes, con especial incidencia en las personas con discapacidad, sus efectos sobre el empleo podrían ser cuantiosos e inmediatos. Los retornos económicos que genera la inversión en derechos sociales (ahorro en prestaciones de desempleo, incremento de la recaudación por cotizaciones sociales y de los ingresos fiscales, vía IVA, IRPF e Impuesto de Sociedades) confirman la eficacia del «gasto» social como mecanismo de generación de actividad económica y de empleo.

Además, la mejora de la atención a las personas en esta situación determinará un ahorro potencial de varios cientos de millones de euros en el sistema sanitario. Resulta injustificable que se siga atendiendo en centros hospitalarios a personas con estas necesidades de apoyo, por ejemplo, cronificadas o en procesos de larga estancia, lo que no sólo es inadecuado en términos de políticas públicas modernas, sino que lleva consigo, además, unos costes seis veces superiores a lo que supondría la atención a través de otros tipos de dispositivos.

Desde el sector asociativo de la discapacidad se está vivamente interesado en que la implantación de la cobertura contra la dependencia, mejor, para la autonomía personal, adquiera la prioridad que le corresponde. Es una demanda que están solicitando cientos de miles de personas y las familias en las que las mismas se insertan. Es una demanda que es preciso cubrir con urgencia, pero con método y sistema, progresivamente, ya que los tradicionales métodos de atención y asistencia han entrado en declive, por los factores ya indicados (y que se recogen de forma amplia en el propio Libro Blanco), lo que está originando un déficit de protección, que no es corregido por los escasos y dispersos mecanismos actuales.

Y en la futura implantación de la cobertura de esta demanda social, se reclama que se tengan en cuenta las especificidades y necesidades de cobertura de las personas con discapacidad, menores de 65 años, un número muy significativo de ciudadanos, que no desean ser atendidos pasivamente, con base en modelos meramente asistencialistas felizmente superados, sino disponer por derecho de los apoyos y recursos precisos para llevar una vida participativa, para ser independientes en una comunidad inclusiva. Nos equivocaríamos crasamente si relacionásemos estas necesidades, de forma unilateral y exclusiva, y también simplista, con el envejecimiento.

No se pide un trato privilegiado. Al contrario, lo que se plantea es que se vayan poniendo los cimientos para dar solución progresiva a esta cuestión social. Que se posibilite la implantación del «cuarto pilar del Estado del Bienestar» que permita que las personas con discapacidad puedan ver mejorada su situación social, puedan desarrollar sus vidas en un ámbito de estricto respeto de su autonomía personal y dirijan su existencia hacia una vida plenamente independiente y participativa, tomando ellas mismas la dirección completa de su propia vida. Para ello es preciso que dispongan de apoyos y asistencias, y transformar los entornos hostiles que generan dependencia en ámbitos universalmente accesibles y amigables. Asimismo, se debe liberar a miles y miles de familias del gran esfuerzo (económico, de salud, de sacrificio de posibilidades, etc.) que en la actualidad están realizando, y que unos y otros puedan mirar al futuro con mayores dosis de optimismo. Y en este afán, la organizaciones de personas con discapacidad y sus familias desean estar presentes, no de forma pasiva, sino activamente, cooperando con las Administraciones Públicas y con las Cámaras legislativas, remitiendo sugerencias y efectuando propuestas concretas, en la misma idea básica: dar cobertura social suficiente a las personas en situación de necesidad intensiva de apoyos, en general, y las personas con discapacidad, de forma particular.

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1 Título número 11 de la Colección cermi.es, Madrid, 2004.

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