La condición irregular: los migrantes en Italia, entre ilegalización y políticas de la integración

AutorLorenzo Milazzo
Páginas203-230

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1. La irregularidad “normal”

El 1° de enero de 2016 en Italia éramos 60.665.551 de habitantes y sobre el 6,5% de nosotros (a saber, 3.931.133 mujeres, hombres y niños) eran ciudadanos de estados no pertenecientes a la Unión1. Según las estimaciones de la fundación ISMU, los “irregulares” rodaban los 435.000, o sea, poco más del 0,7% de los que se encontraban en el territorio del estado2.

Si se considera que, probablemente, la mayoría de ellos aún llegó a Europa de manera regular3 y que muchos de aquellos que son actualmente “regulares” fueron “irregulares” en algún momento de su experiencia migratoria4, sin que tampoco sea posible trazar una línea neta de demarcación entre las dos condiciones, no será difícil comprender por cuáles razones según algunos «la distinción entre migrantes regulares e irregulares […] no determina […] una diferencia políticamente decisiva» y, en todo caso, la irregularidad no puede ser considerada una «característica de la condición migrante en su conjunto»5. Sobre todo si se tiene en cuenta que, según algunos estudios recientes, las estratificaciones y las segmentaciones que caracterizan el mercado del trabajo migrante ya no podrían reconducirse a la oposi-

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ción binaria entre “regulares” e “irregulares”6, cuya presencia en los últimos años, por otra parte, al menos en algunos compartimentos productivos, se habría significativamente reducido7.

En realidad, la primera conclusión se puede aceptar, pero la segunda no. Es más, la primera conclusión es compartible precisamente porque no lo es la segunda.

Fragmentar la “condición migrante” hasta hacer paradójicamente irrelevante cada distinción entre los múltiples estatutos en los que se articula, puede ser útil para promover prácticas eficaces de subjetivación y de “revuelta contra el ‘principio del confinamiento’”8, siempre que no se descuide de esta manera, por un lado, la politicidad de los mismos procesos de ilegalización y su naturaleza compleja, conflictual y asimétrica y, por otra parte, el hecho de que dichos procesos producen formas totalmente peculiares de marginalidad y conflicto9. Y es ciertamente oportuno subrayar el riesgo que la insistencia sobre la particular vulnerabilidad del trabajo “clandestino” o “irregular” pueda contribuir a ocultar el «carácter sistémico» y generalizado de la explotación global del trabajo10, a condición de que no se infravaloren los efectos sistémicos determinados precisamente por estos procesos (más allá del número de quienes son efectivamente ilegalizados), en los que tal vez sea posible detectar una de las más emblemáticas manifestaciones actuales de la violencia legal que, en sus distintas formas, siempre fue necesaria para subsumir el trabajo al capital. Si, por cierto, este tipo de violencia fuese en realidad un elemento estructural y no contingente del modo de producción

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capitalista, entonces, al indagar sus formas contemporáneas y sus efectos, en lugar de concurrir a ocultar el carácter sistémico de la explotación ínsito en las relaciones de producción que lo connotan, se contribuiría a reconstruir sus articulaciones aparentemente “periféricas” asumiendo una perspectiva que permita desvelar su “centralidad”.

Desde este punto de vista, la distinción entre migrantes “regulares” e “irregulares” es casi irrelevante políticamente no porque los irregulares sean relativamente “pocos”11 –aun si, de hecho, según las estimaciones de la fundación ISMU, su número parece que está creciendo12– ni porque los confines de estatus que dividen los unos de los otros sean a menudo inciertos13, y ni siquiera, en el fondo, porque “no hay migrantes irregulares (o ilegales), sino sólo individuos que tienen –en un espacio específico y por un tiempo específico– un estatus irregular (o ilegal)”14, más bien porque la “irregularidad” constituye la propia cifra de toda disciplina migratoria prohibicionista que, igual que la italiana, al subordinar el permiso de residencia al trabajo, exponga a la mayoría de los migrantes al riesgo de la ilegalización y, por consiguiente, a su deportación15.

Pero tal vez, incluso antes, la distinción entre “regulares” e “irregulares” no es políticamente decisiva porque en las sociedades de destino el migrante en sí es advertido como socialmente “irregular”16, y es destinado a seguir siéndolo incluso cuando intervengan (o hayan intervenido antes de su llegada) factores positivos de naturaleza obstativa –también, a veces, de carácter

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geopolítico, como en el caso de la ampliación de la Unión17– que impidan su deportación18.

En todo caso, no puede considerarse políticamente irrelevante el hecho de que miles de personas fallezcan cada año en el intento de cruzar sin autorización los confines de la Unión. Y no es políticamente irrelevante porque su muerte no es una ineluctable fatalidad, sino el resultado más o menos directo de opciones políticas determinadas, entre las que, principalmente, se encuentra la de prohibirles hacerlo legalmente19. El legislador italiano insti-

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tuyó con la Ley n. 45 del 21 de marzo 2016 la “Giornata nazionale in memoria delle vittime dell’immigrazione” [Jornada nacional en memoria de las víctimas de la inmigración]: el 3 de octubre, sin embargo, sería más oportuno recordar las “víctimas de las políticas migratorias prohibicionistas”.

2. Intersecciones

Se puede observar que “clandestinidad” e “irregularidad” no son fenómenos naturales, pero tampoco calidades que el ordenamiento adscribe a algunos a prescindir de su conducta: por más que “clandestinos” e “irregulares” sigan siendo, a pesar de todo, “personas ilegales”20, o incluso “nopersonas”21, si no hubiera, además de quien traza un confín, quien lo atraviesa o permanece sin autorización más allá de su línea, no habría “inmigración irregular”22. Así, por ejemplo, según la Corte Constitucional “la condición de así llamada ‘clandestinidad’” que para algunos sería incriminada por la norma que introdujo en el ordenamiento italiano la contravención de “ingresso e soggiorno illegale nel territorio dello Stato” [entrada y permanencia ilegal en el territorio del estado] no sería en realidad “un modo de ser de la persona” o “una condición personal o social”, sino más bien “la consecuencia de la propia conducta hecha penalmente ilícita”23, a pesar de que sea activa u omisiva.

Pero si la conclusión de la Corte parece en ciertos aspectos obvia, en otros aspectos es desconcertante: de hecho, está claro que quien ha plantea-

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do la cuestión, destacando que el art. 10 bis del Decreto Legislativo n. 286 del 25 de julio de 1998 (“Testo unico delle disposizioni concernenti la disciplina dell’immigrazione e norme sulla condizione dello straniero”) incrimina una particular condición personal o social, ha tratado en realidad de llamar la atención sobre las condiciones personales y sociales por las que la norma hace depender la relevancia penal de conductas que, en ausencia de dichas condiciones, serían totalmente lícitas24. Lo que aquí importa no es la conducta en sí misma considerada, sino que al tenerla sean algunos y no otros; y en este sentido no estaba seguramente equivocado Donini cuando, ya en 2009, vislumbraba claramente perfilarse “una forma peculiar de derecho penal de autor por discriminación de ciudadanía, o sea por proveniencia geopolítica25.

Al menos para algunos fines este tipo de discriminación puede considerarse pacíficamente admitido tanto por el derecho internacional como por los ordenamientos nacionales26. Por lo demás, se ha observado, “la ciudadanía no implica la igualdad, como se cree. Si acaso, implica una distinción irreducible entre ciudadanos y no-ciudadanos”27 y “puede […] fácilmente

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coexistir con violaciones del principio de igualdad ante la ley que ocurren al margen del recinto o de la clase de los ciudadanos”28. Y aun así, no es tan evidente que discriminar a quien se considera un extranjero sea de por sí menos arbitrario que discriminar a quien sea adscrito a una raza o a una casta diversas de las propias29. Es más, si lográramos liberarnos del velo del constitucionalismo color-blind, observaríamos claramente que entre la una y la otra forma de discriminación existen en realidad nexos bastante claros30.

Hace tiempo recordaba Costa que, en el año 1942, Sertoli Salis, tras haber tomado nota de que los romanos no supieron “llegar a ninguna concepción de discriminación racial”, podía concluir de todas formas que, a pesar de sus ‘límites’, fueron capaces de ofrecer, “por medio del concepto de ciudadanía, el instrumento jurídico por las discriminaciones raciales de la época

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contemporánea”31. Estudiosos de renombre definieron sin rodeos “racistas” algunas de las leyes que han caracterizado –y que en ciertos casos siguen caracterizando, a pesar de las intervenciones de las Cortes– el “derecho especial”32 de los migrantes33. Sus conclusiones podrán quizá aparecer excesivas y se podrá tal vez dudar de que el sistema de apartheid instituido por ese derecho tenga fundamentos propiamente raciales34, pero es difícil negar que, al imponer al mundo sus propios confines, la Europa colonial haya “incorpora[do] en la propia noción de ciudadanía un racismo antropológico irreducible”35 que reproduce sus efectos en la iteración contemporánea de aquellos confines: “dada la naturaleza racializada de los estados modernos”36, discriminando a los ‘extranjeros’ en base a su ciudadanía, las políticas migratorias de la Unión de hecho acaban discriminándolos también

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en base a su “raza”37. Y en todo caso, observa Anderson, si muchos se han tomado la molestia de apoyar que tales políticas no tienen ningún fundamento racial, nadie parece que se haya preocupado de negar su naturaleza explícitamente clasista38 (como si en la...

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