Conclusiones

AutorNoelia Corral Maraver
Páginas259-279

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Si bien a lo largo de los capítulos precedentes han podido formularse ciertas conclusiones parciales acerca de la evolución de los delitos sancionados con penas largas de privación de libertad en nuestra legislación histórica, conviene ahora hacer una recopilación sistemática de dichas conclusiones, así como realizar una valoración general.

I.– Al comienzo de este estudio nos planteábamos unas hipótesis que debíamos confirmar o refutar. Éstas eran las siguientes: 1) cuanto más conservadora sea la orientación política de un gobierno más aumentará la duración de las penas de privación de libertad o su aplicación se extenderá a un mayor número de delitos, mientras que con gobiernos más progresistas se tenderá a una reducción de las penas de prisión o se restringirá el número de delitos a los que se aplican;
2) cuanto más conservadora sea la orientación política de un gobierno más aumentará el número o la duración de penas largas privativas de libertad, ocurriendo lo contrario bajo gobiernos de signo más progresista. Pues bien, tras estudiar todos los textos penales desde 1848 y sus reformas, teniendo presente el contexto político en el que se insertan, podemos realizar una serie de afirmaciones.

En primer lugar, hemos de reconocer que dichas hipótesis se confirman en gran medida. Los regímenes y gobiernos conservadores históricamente han tendido a aumentar sistemáticamente las penas de ciertos delitos o a regularlos a través de leyes especiales y de excepción con penas muy altas y con procedimientos sumarios sin las debidas garantías. Así ocurre en la autoritaria reforma de 1850, que aumenta las penas de delitos de traición, rebelión, atentados a la autoridad, robos y bandolerismo, etc. También se observa en otras mu-

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chas normas dictadas durante la Restauración, como las leyes de 1 de enero de 1900 o de 23 de marzo de 1906, que castigaban duramente el separatismo. Durante la dictadura del general Franco puede apreciarse con gran nitidez la relación entre las leyes penales y la factura política del régimen. Por ello, durante la posguerra y la primera etapa del régimen, con un gobierno con fuerte influencia falangista, las normas penales son durísimas, tendencia que se paliará levemente y sólo respecto a algunos tipos con el código de 1944.

En época más reciente, y ya bajo un régimen democrático, se producen una serie de reformas al código penal mediante las LLOO de 2003, las cuales tienden a agravar ciertos delitos y ampliar la duración efectiva de las sanciones. Dichas normas, y las recién aprobadas LLOO de 2015, que introducen la pena de prisión permanente revisable y agravan los delitos de terrorismo, han sido impulsadas por un gobierno de signo conservador y son hasta la fecha las más duras reformas al código penal de 1995.

Por otro lado, los regímenes progresistas, bastante menos frecuentes y duraderos en nuestra historia, han tendido, al menos en un primer momento y como reacción frente a los conservadores, a atenuar las penas de determinados delitos o a despenalizar ciertas conductas. Así ocurre con la gran rebaja punitiva del libro II que se produce con el código penal reformado de 1870 con respecto a su antecesor de 1848. Y el mismo efecto observamos con carácter general en el código penal republicano de 1932 en relación a su antecedentes de 1870 y de 1928, en algunos casos. Durante la Transición y hasta la aprobación de la Constitución de 1978 se aprecia también una tendencia a la despenalización y a la reducción de algunas penas muy largas del anterior código. El código penal de 1995, promulgado bajo un gobierno progresista, también procede a una gran rebaja de las penas largas con respecto a su antecesor, el código penal refundido de 1973.

Sin embargo, a menudo esta dicotomía gobierno conservadorprogresista a la hora de realizar reformas penales se difumina por la influencia de otros factores ajenos a la ideología. Cabe citar, por ejemplo, el caso del código penal de 1928, el cual, a pesar de su filiación conservadora y de castigar duramente los delitos políticos, opta por eliminar las penas perpetuas y el presidio, y reducir la duración de las sanciones en no pocos delitos. Un factor determinante en este caso es el desarrollo de nuevas escuelas de pensamiento penal

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y el largo tiempo transcurrido desde la aprobación del código anterior, que había devenido obsoleto. Algo parecido, pero a la inversa, puede decirse del código penal de 1932, que a pesar de suprimir la pena de muerte y reducir las penas largas en una gran cantidad de delitos, sigue siendo muy conservador, debiéndose esto a la decisión de la Comisión jurídica asesora de sólo modificar el antiguo código de 1870 de forma urgente en lo trascendental, dejando para un futuro código nuevo –que nunca llegaría– la modificación penal en profundidad.

Otro ejemplo de este fenómeno se produce una vez aprobada la Constitución de 1978, ya bajo un sistema democrático y con gobiernos bien conservadores aperturistas bien progresistas, podemos apreciar cómo se aumenta la punición de algunas conductas, como por ejemplo los delitos de terrorismo, debido al enorme impacto de tales conductas en la sociedad.

II.– En la actualidad las hipótesis básicas de este trabajo se vuelven más difíciles de confirmar, puesto que las reformas penales son frecuentes y suelen proceder a un endurecimiento de los tipos, sin que quepa establecer claras relaciones entre esta tendencia y el gobierno responsable de la reforma. En efecto, la gran mayoría de las reformas del nuevo código penal que se han producido hasta la fecha han ido orientadas a incrementar las penas de determinados delitos o a introducir o ampliar tipos486. Ello se debe a diversos factores que inciden en la política criminal de nuestros días, tanto en nuestro país como en otros países de nuestro entorno, y que, brevemente y sin ánimo de exhaustividad, procedemos a mencionar.

En primer lugar, debemos aludir al fenómeno de la crisis de la ley487, que está afectando también a la legislación penal488. Si bien es cierto que el grueso de nuestra legislación criminal se mantiene en el código, también lo es que éste ha perdido su vocación de estabilidad489. Ello se manifiesta en la gran cantidad de reformas –30 has-

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ta la fecha–490de que ha sido objeto desde su aprobación a finales de 1995. El clásico argumento del dinamismo de nuestras sociedades actuales puede ser aplicable a determinadas ramas del derecho, pero no tanto al derecho penal, y menos aún si las reformas vienen a modificar principalmente tipos de delincuencia clásica. Uno de los motivos de esto es la tendencia cada vez más frecuente al recurso a la reforma del código penal como forma preferente de intervenir sobre problemas sociales.

En segundo lugar, cabe señalar la progresiva instauración del llamado modelo político criminal de la seguridad ciudadana en nuestro ordenamiento, que está acabando con los postulados del derecho penal clásico y provocando un progresivo endurecimiento de la legislación penal491. Junto a ello, también es relevante la extensión en nuestro ordenamiento del denominado derecho penal del enemigo. Dicho término, creado por Jakobs y sobradamente conocido, diferencia entre ciudadanos incumplidores ocasionales de la norma y los ciudadanos peligrosos, enemigos del Estado492. A estos últimos se les aplica un derecho penal de carácter excepcional. Como hemos podido comprobar a través de nuestro análisis de la legislación penal histórica, el trato de determinados ciudadanos como enemigos del Estado y su dura sanción no es un fenómeno reciente, pues siempre ha habido enemigos y lo único que ha cambiado son los sujetos considerados como tales (traidores del reino, rebeldes, sediciosos, separatistas, anarquistas, comunistas, masones, terroristas…). Lo novedoso del momento actual es que, en un contexto de libertad política, el concepto de enemigo está permeando todo el ordenamiento penal y penetrando en la criminalidad clásica, especialmente en delincuentes sexuales y miembros de organizaciones criminales. De esa forma se aplica también a los delincuentes comunes un derecho penal de excepción. Ello se traduce, además de en el incremento de las penas privativas de libertad, en el adelanto de las barreras de protección, la disolución de los grados de participación delictiva y el endurecimiento excepcional de los regímenes de ejecución de la pena a determinados sujetos.

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La implicación social en la lucha contra la delincuencia, a través de lobbies y los medios de comunicación, está bien reconocida como uno de los caracteres del modelo de seguridad ciudadana, pero merece resaltarse por su especial influencia en la política criminal actual. Ahora la sociedad se implica intensamente en la elaboración de las leyes penales, ejerciendo presión sobre los gobernantes, normal-mente para conseguir un mayor incremento de los castigos. En efecto, en nuestro país, ante la creencia de que la criminalidad aumenta continuamente y de que nuestra legislación penal es excesivamente benévola, los ciudadanos –y, en especial, las víctimas de delitos, organizadas en asociaciones– participan cada vez más en los procesos decisorios para pedir sanciones más duras para determinados delitos, normalmente delitos graves de criminalidad clásica493. Se ha extendido en el imaginario social que cualquier beneficio para el delincuente constituye una ofensa hacia las víctimas, por lo que hay que evitar que el sistema penal ofrezca inmerecidas garantías a los responsables de delitos. Tales creencias y sentimientos vindicativos...

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