Conclusión

AutorMaría Amparo Renedo Arenal
Cargo del AutorProfesora de Derecho Procesal, Universidad de Cantabria
Páginas403-414

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La figura del imputado, a pesar de estar reconocida como tal en nuestro Derecho, con un status propio dentro del proceso penal, desde hace poco más de 20 años, cuenta con una profunda raigambre histórica, pudiéndose encontrar antecedentes de la misma desde la Grecia Clásica hasta nuestros días, aunque prevaleciendo su perspectiva, no tanto de sujeto procesal, como de mero objeto del proceso, en determinadas épocas históricas y, especialmente, hasta que se produce una humanización del proceso penal con los movimientos reformistas del siglo XVIII, que van a suponer una paulatina consolidación de aquella otra perspectiva como sujeto del proceso, sin perder, claro está la de objeto o receptor de actos limitativos de derechos del mismo, que hoy configuran conjuntamente la naturaleza dual que presenta la figura.

Nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, que como culminación de una evolución legislativa que comienza con la propia Constitución de 1812, va a recoger una serie de garantías de clara influencia francesa y a establecer un sistema acusatorio formal o mixto, ya reconoce la existencia de la figura del imputado, como un verdadero sujeto procesal, pero un sujeto carente, en la práctica, de posibilidad de defensa hasta que no se aprecien indicios racionales de criminalidad, lo que provoca que sólo se tenga a tal sujeto como parte en un momento en que el proceso se encuentra ya muy desarrollado, limitándose, de esta forma, el propio derecho de defensa, por la falta de previsión de medidas garantizadoras de aquel para el mero imputado no procesado.

Solo a partir del año 1978, con la reforma operada por al Ley 53/1978, en la que se da una nueva redacción al artículo 118, podemos hablar del reconocimiento de un verdadero status de imputado, aunque el mismo se ha ido consolidando paulatinamente, en ocasiones con graves dificultades, solventadas en las mayoría de los casos por el Tribunal Constitucional que, con sus resoluciones, ha ido perfilando la figura del imputado en los últimos años, hasta llegar a configurar el marco legal, por el momento, en que se debe encuadrar la figura, aunque todavía sean necesarias importantes mejoras con respecto a dicho sujeto.

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Para abordar el problema de la conceptualización de la figura del sujeto pasivo en la fase de instrucción del proceso penal, como un status propio del mismo, lo primero que resulta necesario es llevar a cabo una delimitación terminológica, frente al caos existente en la propia legislación y en la Doctrina. La elección del término que califique dicho status precisa abandonar una serie de los propuestos a tal fin. Así, se han descartado aquellas denominaciones que, por ser excesivamente genéricas, y aludir a cualquiera de las posibles situaciones por las que atraviese el sujeto pasivo a lo largo del desarrollo del proceso, son intrascendentes a efectos jurídicos; también, parece conveniente no utilizar cualquier vocablo que anticipe el resultado de una valoración desfavorable, por respeto al principio de presunción de inocencia, y, tampoco, parecen adecuados los que pongan de manifiesto una mera realidad fáctica, pues ello no nos aportará nada a la conceptuación pretendida, ni los que expresen la causa de introducción de los sujetos al proceso, pues resultan formalmente insuficientes para determinar la posición procesal de aquellos una vez dentro del mismo.

Descartamos el término “sospechoso”, pues entendemos que el mismo califica otra situación diferente y previa a la de imputado. Y de la misma manera, no utilizamos el de procesado, pues el mismo califica un tipo específico de imputado, el sometido a procesamiento, en el procedimiento ordinario.

Por tanto, el individuo que se encuentra inmerso en un procedimiento judicial abierto, en concreto en su fase instructora, y al que se ha comunicado la existencia de una atribución de los hechos aparentemente delictivos que han dado origen al proceso, deberá, a nuestro juicio, recibir la denominación de imputado, que es un término específico para la misma, sin que sea adecuada la utilización de aquel en un sentido genérico o distinto al indicado.

Llevada a cabo la delimitación terminológica, se hace preciso proceder a la determinación del ámbito de la figura y para ello es necesario proceder a una delimitación negativa de la misma.

Si como hemos dicho, al hablar de imputado nos referimos al sujeto pasivo del proceso penal, durante su fase de instrucción, al que se le ha comunicado, por el órgano instructor, la atribución de unos hechos con apariencia delictiva, lógicamente se está excluyendo de tal concepto al sospechoso, es decir, al sujeto objeto de una investigación preprocesal, llevada a cabo por al Policía Judicial y por el Ministerio Fiscal.

El excluir a dicho sujeto del concepto de imputado, no supone, de ninguna manera, dejar de reconocerle unos derechos, irrenunciables, dirigidos no sólo a protegerse de posibles vulneraciones de aquellos, y a la escrupulosa actuación de la autoridad que lleva a cabo la investigación, sino de todos aquellos que sean oportunos para verse liberado de la sujeción que tal investigación supone.

Y en el sentido indicado, sería conveniente el otorgamiento de un status propio de sospechoso (con independencia de estar o no detenido, pues existen sospechososPage 405 en libertad), que tuviera reconocidos, de manera taxativa, unos derechos concretos regulados en la ley, que fueran más allá de los propios de los interesados administrativos (sin querer equiparar ambas figuras, ya que el sospechoso no actúa en un procedimiento administrativo puro, sino en uno preprocesal, que consideramos de próxima pero distinta naturaleza), y, por supuesto, que englobaran el núcleo esencial del derecho de defensa, básicamente, el derecho de defensa técnica.

No parece adecuado proclamar del sospechoso tal derecho de defensa en toda su plenitud, pues el mismo corresponde sólo al imputado y, la indebida extensión del mismo a supuestos no adecuados, lo único que va a producir es que tal derecho se diluya, hasta tal punto que quede vacío de contenido, para el sospechoso y, peor aún, para el imputado.

Lógicamente, incluimos dentro del concepto de sospechoso al que lo es por la actuación e investigación autónoma del Ministerio Fiscal, en tanto que dicha autoridad no es en nuestro Ordenamiento, hoy por hoy, el órgano encargado de la instrucción, sino que, simplemente, puede llevar a cabo actuaciones preprocesales, y no sólo prejudiciales, en el sentido de prejurisdiccionales, como ocurre en gran parte de los ordenamientos de nuestro entorno. No cabe duda de que si el legislador optara por un modelo de Fiscal investigador-instructor, el imputado lo sería desde que aquél dirigiera contra él la imputación, siempre, claro está, que se le permitiera ejercer en tal instancia el pleno derecho de defensa que como tal le corresponde; pues, en algunos de esos ordenamientos citados, la atribución de poderes al Ministerio Público no se ve compensada con el establecimiento de un sistema adversarial, en el sentido de permitir la plena intervención del imputado, única forma con la que se puede conseguir que la investigación de los hechos no se convierta en una mera recopilación de fuentes de prueba para la acusación, sino para la preparación, también de la defensa. Otra cosa, sería convertir al Ministerio Fiscal en un auténtico inquisidor.

Si, como hemos afirmado, el imputado, es el sujeto pasivo del proceso penal, durante su fase de instrucción, la nota característica del...

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