Conclusión: 1931-1936, ¿Constitución sin República?

AutorRubén Pérez Trujillano
Páginas317-335

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  1. La vida de la Constitución. El análisis teórico-crítico del derecho constitucional de excepción bajo la II República revela que la de 1931 era una "Constitución viva"1 que asomaba en textos normativos pre- y postconstitucionales. Por seguir con el símil orgánico, el texto fundamental encontraba en la legislación excepcional y de orden público su sistema inmunitario. Sólo el ahondamiento en el estudio de las convenciones, prácticas y costumbres y, en definitiva, de la aplicación pormenorizada de dichos instrumentos, permitirá completar el análisis iniciado en estas páginas. En cualquier caso, debe hacerse notar que las disposiciones legal-constitucionales relativas a la defensa extraordinaria del orden constitucional establecieron principios jurídicos y procedimientos políticos destinados a garantizar la subordinación de toda norma a la Constitución, y que ésta era democrática, o sea, estaba subordinada a la voluntad del pueblo. Es por ello por lo que es adecuado hablar de defensa de la Constitución y no de mera defensa del Estado, siendo éste esencialmente constitucional.

    El epíteto "defensa de la República", tan común en el lenguaje político de la época, daba encargo a la dogmática jurídico-política: nacía en España la protección extraordinaria de la Constitución. Por sus cargas coercitiva y coactiva, la normativa de defensa aparentaba ser la gran aporía constitucional de toda democracia representativa, y de la española en particular. No obstante, sólo es una apariencia, fundamentalmente por dos razones inferidas del presente estudio y sobre las que pivotarán el resto de conclusiones generales.

    Primeramente, la suspensión de derechos, formal o informal, cobra su razón de ser constitucional y su fundamento democrático una vez que la divisamos y la aprehendemos como supeditación del ejercicio de unos derechos al régimen jurídico preciso para su implantación y, después, para su plena efectividad. Esto resulta, a la vez, coherente con las exigencias internas a cualquier sistema normativo abierto al principio democrático y, por extensión, cognitivamente abierto a sus valores: exigencias relacionadas en todo caso

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    con su vigencia y eficacia. Dicho sin veladuras: sin ese orden, el constitucional, no cabrían derechos. El orden público, concepto jurídico indeterminado donde los haya, pasó a depender por obra constituyente y legislativa del orden constitucional de los derechos y libertades democráticas. Ese orden de y para los derechos podía presentarse excepcionalmente como orden sin los derechos en un intento por salvar su integridad, esto es, su vigencia y eficacia. De pronto, el orden constitucional era orden para la integridad y la paz en el disfrute de los derechos en vez de orden para la integridad del Estado u orden para la paz de un derecho en concreto, la propiedad. La teoría constitucional y la práctica revolucionaria -aunque ésta última no siempre2- avalaron tanto la pertinencia racional-normativa y político-jurídica como la legitimidad social y democrática del derecho constitucional de excepción.

    Mas, en segundo lugar, el sintagma aludido sí comporta una aporía constitucional a desentrañar, toda vez que tengamos en cuenta el diferente impacto de la práctica histórica de la excepcionalidad jurídica, en función de que girase sobre el eje democrático (reformista siempre) o el eje antidemocrático (reaccionario). En España nunca se usó con fines revolucionarios porque la contención de la revolución social formaba parte esencial del concepto de orden público, por nuevo que éste fuese. La represión suplementaria de la reforma no sólo resultó ser la parte accesoria inoculada durante el segundo bienio de la República a dicho concepto primigenio, sino la vulneración radical del mismo y su retorno a la categoría jurídico-política autoritaria de antaño. Esa ruptura del canon republicano original en materia de derecho excepcional, inspirado en el constitucionalismo social y democrático de en-treguerras, casaba con la experiencia histórica de un número considerable de países europeos, en los cuales los mecanismos de defensa del orden público, o directamente "de la democracia", dieron armas fulminantes a dictadores de distinto pelaje.

    Al descifrado de esta dialéctica entre orden que protege y orden que somete dedicaré las siguientes páginas.

  2. Constitución sin Estado. Para cartografiar el valor constitucional de la República y el valor republicano del Estado -Estado en Constitución, no se olvide, no sólo con ella-, cumple preguntarse si durante la etapa 1931-1936

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    resultó predominante el baile o la quietud constitucionales. Ala vista de esta investigación, han de trazarse dos planos de respuestas. Para empezar, bajo un enfoque formal, puede contestarse que el baile representa a todas luces una continuidad histórica como consecuencia de dos factores típicos en procesos de transición de monarquías autoritarias a repúblicas parlamentarias: la cronología casi ininterrumpida de estados de excepción y el dinamismo consustancial a un sistema constitucional con un abanico de derechos e instituciones de participación democrática y social.

    Si abordamos el interrogante en su dimensión material, maduran de inmediato dos tesis. En primer lugar, se vislumbra un rasgo sustantivo dentro de esa excepcionalidad crónica: la variabilidad de contenido, la pendencia de unos y otros movimientos constitucionales hacia condiciones históricas concretas. Así las cosas, lo que he denominado el baile constitucional cabrioleaba de la mutación constitucional a la quiebra, de la adaptación a la conservación, del sobresalto a la estabilidad, de la suspensión a la destrucción y, por encima de todo, del incidente con alcance constituyente al incidente sin él. La excepcionalidad, claro está, actuó como un elemento constituyente por antonomasia, bifurcando el proceso constitucional desde los tiempos del Estatuto jurídico del gobierno provisional. En segundo lugar, yendo un poco más al fondo del asunto, puede y debe hacerse una aclaración. En toda esta continuidad del cambio en sus múltiples formas, se mantuvo activo un centro de gravedad permanente: el régimen constitucional y democrático3. La Constitución de 1931 no se desvaneció como suelo jurídico y político fundamental sobre el que se articuló la vida política y social, sin menosprecio de que naturalmente coexistieran visiones distintas de la misma -reaccionarias, reformistas o revolucionarias-, al igual que todo edificio presenta un subsuelo, un entresuelo o un techo. A este respecto, el análisis de las posiciones reaccionarias y revolucionarias presentes en el Parlamento en cuanto al ejercicio y la limitación de los derechos y libertades públicas pone de relieve una relación ambivalente de estas sensibilidades con lo constitucional. Mientras que las reaccionarias negaron la fuerza normativa superior de la ley fundamental desde su misma

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    discusión constituyente, devaluando el ímpetu de la carta de derechos e incluso lo llevaron a la práctica del poder durante el segundo bienio, las posiciones revolucionarias compartieron con las reformistas la creencia en el nuevo paradigma constitucional, a través del cual -y en parte contra él- procuraron desplegar su propio proyecto alter- o postconstitucional.

    Así las cosas, puede concederse que la republicana fuese una Constitución viva, a momentos sana y a momentos herida, o incluso enferma por cuestión genética -hay quien diría hereditaria- si recordamos la disposición que constitucionalizó la LDR cual excrecencia, impureza o quiste. Pero no puede sostenerse en modo alguno que se tratase de una Constitución muerta ni abolida totalmente en la práctica. Hubo realidad, y no ilusión constitucional. Aseverar otra cosa es una ingenuidad pueril disfrazada de espíritu crítico, cuando no una falacia lamentable. La LDR y la LOP tuvieron mucho de marcapasos constitucional para una etapa de transición.

    Eso por lo concerniente a la teoría y la historia de la Constitución. En coherencia con tales premisas, es de rigor proponer un nuevo marco explicativo de la historia constitucional de la República. A mi modo de ver, las clásicas divisorias entre bienio republicano-socialista o progresista, radical-cedista o conservador (o incluso "negro"), etc. responden a un esquema que se fija en la composición gubernamental y la acción de gobierno. Es útil pero insuficiente. La historia constitucional examinada por estas páginas demanda que nos concentremos en otros factores.

    La etapa 1931-1933 correspondió con a) un bienio constituyente, en el que se planteó la ruptura revolucionaria con la monarquía autoritaria (gobierno provisional) y la reforma revolucionaria (el resto del período) como afluentes de una tesis de afirmación de la República. 1934-1936 abrió paso a b) un bienio deconstituyente o desconstitucionalizador caracterizado por la reforma rupturista con el nuevo régimen: primera antítesis. Desde las elecciones de febrero de 1936 hasta el golpe de julio se desarrolló c) el ciclo reconstituyente, que no reanudó sino que puso sobre la mesa una nueva tesis, una nueva lectura de la República como régimen constitucional en evolución y no sólo en conservación. El golpe militar y la guerra que provocó vino a significar d) una fractura anticonstitucional ejecutada a través de la ruptura absoluta: nueva antítesis, fulminante, que se opuso por completo al régimen republicano.

    Desde el punto de vista de la teoría y la historia del Estado en la España de los años treinta, las citadas etapas coincidieron con procesos históricos completamente distintos. Conforme a este paraguas hermenéutico el bienio cons-

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    tituyente alojó a) un Estado republicano en construcción y, a partir de cierto punto, en despliegue. El del bienio deconstituyente fue b) un proceso de Estado republicano en deconstrucción. En la fugacidad del semestre reconstituyente hallamos c) un Estado republicano en recomposición. Por último, el 18 de julio disparó...

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