Objeción de conciencia y equilibrio

AutorCarmen Jerez Delgado/Mª Victoria Madero Jiménez
CargoProfesora Titular de Derecho Civil (UAM)/Becaria de colaboración en el Departamento de Derecho Privado, Social y Económico (Área de Derecho Civil)
Páginas161-176

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I Planteamiento

El artículo 19 de la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, cuando regula las “medidas para garantizar la denominada prestación” (consistente en abortar la vida humana incipiente en el seno materno) “por los servicios de salud”, alude al derecho del personal de la sanidad pública a la objeción de conciencia en la práctica del aborto1. Al hacerlo, la norma no crea una novedad en nuestro panorama jurídico pues, como veremos, la objeción de conciencia de los médicos y personal sanitario a la práctica del aborto constituye el paradigma o ejemplo por esencia del reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia en nuestro Ordenamiento. La norma se limita a proveer medidas que, a la vista de la existencia del derecho del personal sanitario, garanticen la intervención solicitada legalmente por la usuaria (por ejemplo, la manifestación anticipada y por escrito del ejercicio del derecho por parte del personal sanitario objetor y el derecho de la usuaria a acudir a otro centro habilitado al efecto cuando no fuera posible “facilitar en tiempo la prestación”).

¿Satisface la norma el interés de todos? ¿O habrá personas capaces de defender que los médicos deberían realizar obligatoriamente el aborto, aún en contra de lo que les dicte su conciencia, con independencia de ella, comparándolos con cualquier otro objetor al que no se exime habitualmente del cumplimiento de la norma? El eco ocasional de este tipo de ardorosa reivindicación es la razón que justifica el presente estudio.

La cuestión es la siguiente: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar con nuestro galopante positivismo, relativismo, feminismo o progresismo? La sabiduría clásica definió el axioma in medio stat virtus. ¿Habrá un punto en que avanzar en la conquista de nuevos derechos se convierta en un alarmante fenómeno involucionista o socialmente perverso?

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¿Habrá quien no sepa ponerse en el lugar del médico, profesional que vocacionalmente estudia cómo salvar la vida humana, cómo mejorarla, cómo guardarla, conservarla, custodiarla, desde el momento de la concepción hasta el momento de la muerte? ¿Será posible obligar a un médico a abortar la vida incipiente? ¿Deberían entonces, los estudiantes de medicina, practicar abortos en el plan Bolonia si quieren acceder al título de graduado? ¿No vinieron ellos a estudiar cómo salvar la vida? ¿No es contradictorio, absolutamente contradictorio?

A mi juicio, antes de llegar a tal extremo, lo razonable es (dada la existencia de una ley que permite el aborto), proponer que se especialicen en prácticas abortistas quienes libremente lo deseen y que nadie pueda ser obligado a la práctica de un aborto en contra de su propia conciencia y especialización. Y quien tema o alegue que el problema pueda ser la falta de personal sanitario que voluntariamente desee intervenir en la realización de un aborto, ¿no estaría ante un indicador social –cuanto menos– de la poca oportunidad de la norma?

Tan libres somos para pensar que la norma ha llegado demasiado lejos en la regulación del aborto, como para pensar –en conciencia– lo contrario. Pero porque somos libres y porque cada uno responde ante su conciencia, no es indiferente volver sobre la cuestión de si existe el derecho a la objeción de conciencia y, en caso afirmativo, aproximarnos a su esencia, es decir, a aquellos supuestos en los que, como mínimo, debe ser admitido. Sólo entonces podremos debatir la legitimidad o desproporción de lo que a mis ojos constituiría una triste reivindicación: la que consiste en afirmar que debe reformarse la ley a fin de negar al personal médico la posibilidad de objetar en conciencia a la práctica del aborto.

II Aproximación al concepto de objeción de conciencia

Por objeción de conciencia se entiende hoy, si optamos por una definición amplia, el “rechazo” manifestado por una persona “a someterse a una conducta que en principio sería jurídicamente exigible (ya provenga la obligación directamente de la norma, ya de un contrato, ya de un mandato judicial o resolución administrativa)”, alegando “motivos de conciencia”2.

La objeción de conciencia se distingue de la desobediencia civil en que no existe una pretensión directa de derogación de la norma en conflicto sino el rechazo al cumplimiento de un deber impuesto por la norma, alegando motivos de conciencia3. Es la propia dignidad

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de la persona humana la que compele al ejercicio de la objeción de conciencia: “El hecho de que una sociedad sea democrática no excusa a sus miembros del deber de confrontar con su propia conciencia todas aquellas normas que atañen a su dignidad en cuanto persona”4.

El respeto a la libertad personal en una sociedad plural constituye la piedra de toque del derecho a la objeción de conciencia y de la democracia misma. Como todo derecho, la libertad personal encuentra límites al desarrollarse en sociedad. En ese sentido podemos decir que no es un derecho absoluto, pues el hombre no puede realizar cuanto se le antoja. La

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libertad humana está, en este sentido, socialmente limitada. Además, en el plano ontológico o del ser de las cosas, la libertad humana está limitada por la realidad misma, que el ser humano no domina. Ahora bien, existe un ámbito en que la libertad humana sí es absoluta: en su fuero interno el hombre es absolutamente libre, de ahí su dignidad.

La libertad interior permite a la persona tomar decisiones en conciencia y asumir las consecuencias de sus actos. Estas consecuencias son de diversa índole. De un lado, con su decisión tomada en conciencia, el ciudadano alcanza un objetivo que considera personal y socialmente bueno conforme a su fuero interno (por ejemplo, al negarse a practicar un aborto, considera positivo el respeto por la vida ajena y subjetivamente alcanza ese objetivo). Ese bien es subjetivamente mayor que el mal que quisiera evitar, esto es, que las consecuencias que socialmente puedan derivarse de su elección, cuando ésta es contraria a una norma emanada de la autoridad (por ejemplo, si la conducta elegida fuera objeto de sanción).

Porque el sujeto que la invoca responde o asume las consecuencias de sus actos, la objeción de conciencia consiste en un ejercicio personal de libertad responsable. La objeción de conciencia libera al sujeto de los condicionamientos sociales que le llevarían a obrar conforme a lo que considera malo en conciencia para sí, para otros y/o para la sociedad en su conjunto. Corresponde a la sociedad decidir, por medio de sus órganos de representación, o –en su caso– a los Jueces y Magistrados, si se admite o no el acto concreto de objeción de conciencia a la norma aplicable y, en caso negativo, determinar sus consecuencias.

III ¿Objeción de conciencia versus estado?

Decidir sobre la admisión o no de la objeción de conciencia requiere distinguir entre una admisión general o absoluta de la misma y una admisión excepcional, que pueda apreciarse en determinados supuestos. Negar la primera posibilidad es compatible con optar por la segunda, admitiendo el carácter excepcional de la objeción de conciencia.

Se ha calificado de “desafortunada” la expresión de la sentencia del Tribunal Constitucional 161/1987, de 27 de octubre5, conforme a la cual afirmar el derecho de los ciudadanos a la objeción de conciencia equivaldría prácticamente a “la negación misma de la idea del Estado” (F.J. 3º)6. Sin embargo, hay que tomar en consideración que el Tribunal Constitu-

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cional admitió en la misma sentencia que, excepcionalmente, puede apreciarse la objeción de conciencia “respecto a un deber concreto” (F.J. 3º), lo que es del todo correcto.

Cuando hablamos de objeción de conciencia, emerge un conflicto de intereses que no es fácil resolver, especialmente cuando advertimos que se trata de valores que constituyen, conforme a lo dispuesto en el artículo 10 de la Constitución española, el fundamento del orden político y la paz social: la objeción de conciencia reivindica el respeto de un bien jurídico de primera magnitud: la conciencia humana, intrínsecamente relacionada con “la dignidad de la persona” (artículo 10 CE); con ese bien converge, cuando se invoca la objeción de conciencia, otro bien jurídico igualmente relacionado con los principios básicos del Estado social y democrático de Derecho, “el respeto a la ley” (artículo 10 CE).

La objeción de conciencia se ubica en el conflicto entre validez jurídica y valor moral7.

Permítaseme explicarlo con una pequeña digresión: no puede confundirse la persona hones-ta con el positivista redomado8. El positivista redomado quizás no se llevará un lápiz del trabajo a casa, especialmente en presencia de alguien, porque entiende que sería contrario a la norma, pero el que aquí denomino positivista redomado se conformaría con las normas antisemitas de la Alemania nazi, dejándose llevar sin inmutarse por el ambiente de la prensa y la aceptación social. Y esta actitud pondría de manifiesto su falta de honestidad. Más que positivistas redomados, el bien común requiere personas capaces de defender honestamente la dignidad de la persona humana9. En este balance entre la dignidad de la persona humana y el respeto por la ley aplicable, al explicar la objeción de conciencia conviene tener presente

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que –como se ha escrito–: “Cuando identificamos a un sistema normativo como derecho no por ello lo estamos valorando en términos morales”10.

La objeción de conciencia puede ser un concepto contrario a la noción misma de Estado si la tomáramos en sentido absoluto o ilimitado, pues quiebra el principio básico de respeto a la ley aplicable. Sin embargo, la objeción de conciencia...

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