Los conceptos clasicos de propiedad y contrato, ante la legislación de arrendamientos urbanos

AutorJosé Luis Lacruz Berdejo
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil

Los conceptos clasicos de propiedad y contrato, ante la legislación de arrendamientos urbanos (1)

Conferencia Cursos de Verano Universidad VIGO, septiembre 1953, págs. 3 a 18.

La concepción napoleónica de la propiedad y el contrato.

A fines del siglo XVIII, el art. 17 de la Declaración de Derechos de 1789 proclamaba que «la propiedad es un derecho inviolable y sagrado». Poco después los arts. 544 y 545 del Código de Napoleón concretan, ya en el terreno de la aplicación práctica, que «la propiedad es el derecho de gozar y disponer de las cosas de la manera más absoluta». Y así, los dos jurisconsultos franceses de mayor autoridad del pasado siglo en el campo del Derecho civil, los profesores Aubry y Rau, definen la propiedad privada como «el derecho en virtud del cual una cosa se encuentra sometida de una manera absoluta y exclusiva a la acción y a la voluntad de una persona».

Según esta definición, el derecho de propiedad tiene un doble carácter: es absoluto y exclusivo. En ella vienen a coincidir, con pequeñas variaciones, los legisladores y los teóricos del Derecho civil en el siglo XIX. La propiedad es la manifestación por excelencia de la autonomía de la voluntad humana, de la soberanía del individuo, como el poder legislativo es la manifestación por excelencia de la soberanía del Estado.

Es un derecho absoluto: el propietario, puede hacer de la cosa que le pertenece lo que quiera. Tiene la facultad de usarla, de gozar de ella, y por eso tiene el derecho de no usar, no gozar, no disponer, y por consiguiente, de dejar sus tierras sin cultivo, sus solares urbanos sin construcciones, sus casas sin alquilar y sin conservar, sus capitales mobiliarios improductivos. Puede incluso, destruir la cosa de que es propietario, porque la absolutividad de su derecho no reconoce límites, y así tampoco la irresponsabilidad en el ejercicio del mismo. Propietario absoluto frente al poder público, únicamente puede éste poner algunas restricciones en interés de policía, pero no puede tocar en él cosa esencial más que habiendo pagado justa y previa indemnización. Propietario absoluto con relación a los individuos, según la fórmula del profesor Baudry-Lacantinerie, el propietario «puede legítimamente realizar sobre la cosa actos, aunque no tenga interés confesable en realizarlos», y si, al realizarlos, causa un daño a otro, «no es responsable, porque no hace sino usar de su derecho».

El derecho de propiedad es también un derecho exclusivo. No cabe la concurrencia de dos propiedades sobre un mismo objeto. Esta exclusividad alcanza precisamente su mayor auge reciente la Revolución, que había suprimido definitivamente todos los derechos feudales. A la concepción medieval de la propiedad repartida entre varias personas, del dominio eminente del Estado, el dominio directo del señor y el dominio útil del vasallo, la Revolución sustituye la concepción romana de la propiedad unitaria, poniendo fin a la lenta evolución de varios siglos que había ido transfiriendo progresivamente la propiedad de los señores a los vasallos. Cuando se llega a promulgar el C.c. español, en 1889, el motivo político de esta concepción rabiosamente unitaria de la propiedad no tenía ya vigencia en España, y por eso admite nuestro Código el llamado censo enfiteútico, en el cual -al menos, en mi opinión- los caracteres de la propiedad están diversamente distribuidos entre dos personas, lo cual no impide, al lado de ese derecho, la existencia de un concepto de propiedad idéntico al del legislador francés.

Igualmente radical es la concepción napoleónica del contrato. Es éste definido por la mayor parte de los tratadistas como «un acuerdo de voluntades destinado a la producción de efectos jurídicos». Esta definición comprende así dos elementos: la esencia del contrato es el acuerdo de dos voluntades, porque son éstas las que, al unirse, dan vida al contrato mismo; los efectos que produce el contrato, su contenido, se identifican con los que las partes han querido que produjera al contratar. La voluntad, que impera absolutamente sobre la formación del contrato, modela también, del todo, sus efectos.

Así, coherentemente con esta noción de contrato, dice el art. 1.134 del Código civil francés -seguido luego por el 1.091 de nuestro C.c.-, que las convenciones legalmente formadas juegan el papel de ley entre las partes: el Código coloca en el pináculo de su construcción del contrato la libertad del hombre, creadora del derecho. Y al mismo tiempo acepta el legislador dos corolarios: la responsabilidad del hombre, que al comprometer a la otra parte compromete a la vez su propia palabra y su propio patrimonio, y la igualdad humana, porque en el contrato las dos partes se hallan situadas en el mismo rango, concurriendo cada una en uso de su plena libertad.

Sin duda había ya en esta época algunas limitaciones que formaban la noción de orden público. Pero el orden público entonces no hacía sino garantizar y salvaguardar la libertad. Intervenía para proteger a los incapaces, remediar los vicios del consentimiento, impedir, por ejemplo, que el hombre comprometiera sus servicios durante toda su vida. El orden público mismo estaba entonces al servicio de la libertad.

El arrendamiento en la época del liberalismo económico.

Ni qué decir tiene que con estas concepciones de la propiedad y el contrato, la legislación de arrendamientos urbanos era mínima y absolutamente liberal. En España, donde la evolución del régimen medieval de trabas y limitaciones, que se prolonga a lo largo de la edad moderna, hacia un régimen de libertad absoluta, es algo más tardía, puede servirnos como punto de arranque para la exposición de antecedentes la ley de 9 de abril de 1842, cuyo artículo primero decía: «Los dueños de las casas y otros edificios urbanos, así en la Corte como en los demás pueblos de la Península e islas adyacentes, en uso del legítimo derecho de propiedad, podrán arrendarlos libremente desde la promulgación de esta ley, arreglando y estableciendo con los arrendatarios los pactos y condiciones que les parecieran convenientes, los cuales serán cumplidos y observados a la letra».

Como señala el profesor RoyoMartínez, esta norma jurídica, que implanta el liberalismo económico en cuanto a los arrendamientos urbanos, es armónica y coherente con otra serie de leyes que a partir de 1836 restablecen en vigor toda una lista de Decretos promulgados en 1813, con fecha 8 de junio, por las Cortes de Cádiz, a través de los cuales se alzaban las tasas de jornales y precios, se suprimían las restricciones gremiales para el ejercicio de las industrias, el comercio y los oficios, y se concedía asimismo libertad de rentas, plazos y estipulaciones para los arrendamientos rústicos. En 1856 una ley, de 14 de marzo, alzaba también toda tasa de los intereses pactados en las operaciones de préstamo. «Estos datos -continúa el citado profesor- son imprescindibles para asentar una premisa cardinal: la legislación del siglo XVIII resultaba coherente porque, inspirada en criterios intervencionistas, sometía por igual a tasas y restricciones a todas las manifestaciones del trabajo y de la actividad económica; y el viraje radical del siglo XIX fue también coherente porque aplicó el laissez faire, laissez passer... de la fisiocracia a todo el árbol de la economía».

Tanto el Proyecto del C.c. del 1851, como el C.c. vigente, ed. 1889, regulan los arrendamientos urbanos en un sentido de respeto absoluto -acaso excesivo- a la posición del propietario, y de completa libertad contractual: ni en materia de plazos y rentas, ni en cualquier otra, se hallan preceptos imperativos.

Sin duda un régimen plenamente liberal tenía numerosos inconvenientes, y de ellos he de dar cuenta inmediatamente, al comentar la evolución posterior de los conceptos de propiedad y contrato, pero ciertamente en lo que al problema de la habitación se refiere, la regulación del inquilinato dejada al arbitrio de las partes, produjo beneficiosos efectos. Pese a la ascendente curva demográfica desde 1842 al comienzo de la primera guerra mundial, el problema de la vivienda no adquirió los alarmantes caracteres que hoy reviste. En general, puede decirse que había viviendas para todos. Con todo, hay en esta abundancia un elemento, que pone agudamente de relieve Royo Martínez, y que conviene tener muy en cuenta. Durante los años de autonomía de los particulares en materia de arrendamientos urbanos, el español medio consagraba a la vivienda alrededor del 15 por ciento de sus ingresos. Esta proporción es constante, lo cual quiere decir que si bien las rentas suben, en cuanto a su expresión en pesetas ni se abaratan ni se encarecen, sino que van acompasadas con la paulatina elevación del coste de la vida y con el alza de sueldos y jornales.

Las transformaciones del concepto de contrato.

Pero el contrato y la propiedad que configuraron los legisladores napoleónicos han llegado hasta nosotros tan cambiados, que hay quien se pregunta si realmente existen hoy tales conceptos.

Señala Savatier cómo esta transformación, en materia de contratos, viene impulsada por dos factores que a su vez se descomponen en otros varios. Uno, económico, es el hecho, en el terreno puramente material, de que el hombre haya llegado a ser dueño de energías cada vez más desmesuradas. Comenzó por el vapor, continuó por la electricidad y el motor de explosión, y hoy asistimos a la desintegración del átomo. Las fuerzas así conquistadas son tales que se imponen al hombre. Ya no son los individuos los que pueden manejarlas: es necesario un esfuerzo colectivo para ponerse a la altura de estas fuerzas inmensas. Y el contrato individual no basta para ello. Cuando se redactó el C.c. francés -y el nuestro, aunque redactado en época posterior, pertenece todavía a un tiempo en el que la gran industria estaba aquí poco desarollada- el artesano fabricaba, con su propio trabajo, los muebles, los aperos de labranza, las telas que un cliente aislado podía comprarle: ese artesano...

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