La comunidad económica europea

AutorJosé Luis Lacruz Berdejo
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil

Conferencia Academia Aragonesa de Ciencias Sociales «Caja General de Ahorros de la INMACULADA» III, 1957, págs. 1 a 62.

Señor Presidente:

Queridos compañeros de Academia: Señores:

Nos reunimos hoy, a dos días de la fiesta del señor San Jorge, nuestro Santo Patrón, para celebrar, juntamente con la conmemoración de éste, la efemérides más trascendental, el acontecimiento más importante en orden a la integración de Europa, ocurrido desde la constitución de nuestra Academia, y su filial, el Instituto de Estudios Europeos.

Ocasión memorable ésta para la Academia, para nuestro país, para nuestro continente, en la que sólo la figura del que ha de servir de portavoz vuestro está en manifiesta desproporción con la altura del tema y la calidad de los oyentes.

Y como el camino que nos queda por recorrer esta tarde es largo y yo quiero ser breve(1), entraré desde ahora en la materia de mi disertación.

Esquema de la génesis del Tratado.

Para hacer historia del Tratado de la Comunidad económica hemos de partir de aquella época, inmediatamente posterior a la constitución de la Comunidad del carbón y el acero, en que la popularidad de la idea europea alcanza su punto culminante, y llega a promover, en el camino hacia una integración de Europa que sobrepase el marco de los sectores concretos y se extienda a actividades generales y fundamentales, el proyecto de la Comunidad europea de defensa.

A mi modo de ver, esta Comunidad no hubiera pasado entonces del estadio de las elucubraciones doctrinales al de la discusión parlamentaria, a no intervenir, con otros factores, el peligro soviético y la política de guerra fría. Pues en un país democrático es el número el que decide, y a la sazón el número de europeístas convencidos no era suficiente en ninguna parte. Los más aceptaban la integración europea impulsados por el miedo, único sentimiento capaz de sobreponerse a su inveterado nacionalismo y, a la vez, en ciertos países, al temor del rearme alemán. Cuando desapareció el miedo, dejaron de aceptarla. La idea pura de la unificación europea como algo ventajoso y aun necesario en sí mismo, sin la consideración de elementos de tipo circunstancial y anecdótico, no se había abierto entonces -ni tampoco hoy- camino bastante para pesar considerablemente a la hora de las decisiones políticas.

Más adelante he de volver sobre este asunto, pero quiero dejar sentado desde ahora que las causas de este estado de cosas no son sólo ni principalmente de orden económico. Todo lo que constituye el orgullo de los europeos: su historia, su cultura, su tradición, trabaja actualmente contra la idea de una unificación. En tanto que, a falta de una herencia histórica, la diversidad de la cual nacen los países nuevos les conduce a la unidad, la historia de Europa la condena a la división. Mientras, en esos mismos países nuevos, los inmigrantes procedentes de nacionalidades diversas se funden en una población homogénea, las naciones europeas han preservado y, en ciertos casos, acentuado la heterogeneidad de razas, de doctrinas, de métodos y, por decirlo todo, de costumbres. Todo nuestro pensamiento político está edificado sobre el concepto de Nación: ¡si aun entre los delegados y expertos enviados por los Gobiernos a las reuniones internacionales, para tratar un problema europeo cualquiera, difícilmente puede encontrarse alguno que no obedezca por lo pronto a consignas puramente nacionales! Así pues, si Europa se hace, es más bajo la presión de las necesidades que por impulso de las voluntades.

En otro aspecto, las ventajas de la integración económica de Europa no son de aquellas verdades cuya evidencia resalta y se demuestra en poco tiempo, imponiéndose irresistiblemente a los electores. Es más: los fenómenos que la integración va a producir en un futuro inmediato seguramente no van a ser muy notables. Y en la vida política, cuando las mayorías gubernamentales son débiles o inestables y lo que urge son resultados inmediatos que llevar a las elecciones, cuenta muy poco el mañana, y menos el pasado mañana.

Por último, tenemos la inercia: la de la naturaleza humana y la, todavía más fuerte, de las sociedades organizadas y de las máquinas administrativas. Los políticos piensan y proyectan hoy en función del Estado nacional; la Administración se halla estructurada para funcionar en el marco de un Estado nacional; la opinión pública tiene sus cuadros mentales formados a esa misma escala, y mientras políticos, funcionarios y electores no venzan su natural inclinación a la rutina y su temor al cambio que habría de acarrear una integración europea, forzosamente habrán de ser muy limitados los pasos que se den en esa dirección.

La crónica dice que la Comunidad europea de defensa fue rechazada por una votación del Parlamento francés en los últimos días -no recuerdo cual- de agosto del 54, cuando una «paz caliente» parecía sustituir a la guerra fría. La Historia dirá acaso que el proyecto no era viable en su tiempo porque, al integrar los ejércitos nacionales en una unidad superior y al instituir autoridades super-nacionales con disminución de la soberanía de cada país, se vulneraban los sentimientos y las convicciones -equivocados, pero no por eso menos reales- de la mayor parte de la opinión pública.

El fracaso del proyecto de Comunidad europea de defensa ante la Asamblea francesa, parecía dar al traste con las esperanzas de una rápida política integradora de nuestro Continente, y ser un importante refuerzo para el nacionalismo en crisis. Pero, si se examinan más a fondo sus consecuencias, se ve que no fueron sino poner las cosas más claramente en su lugar: acabar con el europeísmo tibio y condicionado de unos; despertar, en cambio, la conciencia, algo adormilada, de muchos partidarios de la idea europea, y orientar su actividad por caminos más realistas. Los proyectos de integración se encarrilan desde entonces hacia la Economía, eludiendo los escollos de orden político y, sobre todo, las objeciones de los adversarios tradicionales de la supernacionalidad.

Así, tras diversos trabajos preparatorios, los Ministros de negocios extranjeros representantes en la C. E. C. A. (Comunidad Europea del Carbón y el Acero) de los Gobiernos de Francia, Alemania, Italia y los países del Benelux, se reúnen en junio de 1955 en Mesina y diseñan los planes de un proyecto de Mercado común para el conjunto de los productos de tales países, de una Comunidad atómica designada con el título de Euratom, y de otras dos comunidades, respectivamente, para la energía clásica y los transportes. Más tarde el señor Spaak preside en Bruselas una conferencia intergubernamental en cuyo seno se constituyó una comisión para cada uno de los referidos proyectos. La atención se centró principalmente sobre los dos primeros: Mercado común y Euratom. No voy a describir las vicisitudes ulteriores de su elaboración, y concretamente de la del Mercado común: baste decir que, reunidos en París del 18 al 20 de febrero de este año los Ministros de Negocios Extranjeros de los seis países miembros de la C. E. C. A., a los que se juntaron luego los jefes de sus respectivos Gobiernos, pusieron punto final a las discusiones, y por lo que al proyecto de Mercado común se refiere, a la materia más vidriosa de la asociación de los territorios de Ultramar. Allanadas estas dificultades, las delegaciones, en Bruselas, ultimaron los puntos fundamentales del Tratado, y dejaron nombrada una comisión con el fin de tratar de su puesta en vigor y de la formación de una zona de libre cambio, especialmente con Inglaterra. Y finalmente, concluido el Tratado del mercado común se firmaba en Roma el día 25 de marzo pasado, con asistencia del Presidente de la República Federal de Alemania, el jefe democristiano Conrad Adenauer, del ministro belga Spaak, propulsor incesante y denodado de la idea europea desde su nacimiento, y juntamente los ministros Pineau, francés, Segni, Presidente italiano, Bech, luxemburgués, y Luns, holandés, los cuales, con sus adjuntos, suscribieron un Tratado por el cual, según dice su artículo 1.°, las altas partes contratantes instituyen entre ellas una Comunidad económica europea: es interesante retener esto por cuanto se habla con cierta inexactitud del Tratado del mercado común: hay aquí algo más importante y más extenso que el simple establecimiento de un mercado común entre los países participantes, y era preciso, como ha hecho el Tratado, ponerlo de relieve, tanto en su título como en su artículo 1.°

Alguien estuvo también presente, quiero creerlo, en la sala romana de los Horacios y Curiacios donde se firmaba el Tratado. El espíritu preclaro de aquel gran político, gran cristiano, gran hombre, que se llamó Alcide de Gasperi, no dejaría de participar, desde el lugar que, por la misericordia divina, tenga en la eterna Gloria, de esta solemnidad que formaba una de sus más caras ilusiones. Y no faltaría también, en el pensamiento de cuantos en aquella sala concurrían, la presencia espiritual de tres hombres, que desde países muy lejanos y en opuestas direcciones, habían precipitado, cada uno a su manera, la firma del Tratado: el Presidente norteamericano Eisknhower, el Presidente indio Nehru y el Presidente egipcio Nasskr, las tres parcas que, cada una con hilo de color diferente, tejieron hábilmente los pañales de este segundo nacimiento de Europa.

Necesidad de la integración económica europea.

Un nacimiento, sin embargo, que necesariamente había de suceder y del cual no fueron los últimos acontecimientos mundiales sino ocasión fortuita. Porque la vieja Europa, cuna, no sólo de la cultura del mundo actual, sino también de su comercio y su industria, no podía seguir retardando su marcha en un terreno de realizaciones económicas en el que siempre jugó el principal papel.

Este papel había sido particularmente brillante en el siglo pasado. La revolución de la máquina había convertido a ciertas naciones europeas, las que entonces eran grandes naciones, en los únicos espacios económicos...

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