La competencia educativa

AutorIgnacio Ara Pinilla
Páginas209-283
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III. LA COMPETENCIA EDUCATIVA
1. PLANTEAMIENTO
El tema de quién haya de ocuparse de la educación está
íntimamente vinculado con el de los contenidos educativos.
Hablamos en general de competencia educativa para designar
al menos a tres sujetos diferentes: a quien diseña los conteni-
dos educativos, a quien decide quiénes (qué centros escolares)
han de impartir la educación y a quienes de hecho la imparten.
La relación con los contenidos educativos, explícita en el primer
caso, resulta igualmente evidente en los otros dos. La imparti-
ción representa en el fondo una determinada interpretación
de los contenidos educativos, eventualmente manipuladora de
la voluntad que pone en marcha su diseño originario. A su vez, la
determinación de quién haya de impartir la educación vendría
a dar carta de naturaleza a la referida manipulación. En defini-
tiva, en cualquiera de sus tres acepciones la referencia a la
competencia educadora está haciendo alusión a una función en
cierto modo creativa en relación con los contenidos.
En el capítulo anterior hemos asumido la perspectiva de la
primera acepción, subrayando cuál es el contenido ideal de
la educación, aquello que el diseñador de los sistemas educati-
vos ha de imponer a la labor docente para su correspondiente
interiorización por parte del alumnado. Conscientes del efecto
manipulador que subyace (o puede, cuando menos, subyacer)
Ignacio Ara Pinilla
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a cualquier interpretación de los contenidos educativos, nos
situamos ahora en la segunda de las acepciones, que en cierto
modo engloba también a la tercera puesto que la competencia
para decidir quién imparte la docencia está en el fondo legiti-
mando, dando cobertura, a la manipulación que puede el
docente llevar a cabo en el aula.
De hecho, las remisiones a la idea de la docencia acorde con
el ideario del centro o de la docencia conforme con las convic-
ciones morales de los padres que tan a menudo pueblan los
enunciados normativos que encaran el problema de la educa-
ción constituyen la mejor prueba del carácter hasta cierto pun-
to estereotipado de la manipulación reconocible en un determi-
nado círculo docente. Situarnos en esta segunda perspectiva
supone hacer una concesión (necesaria) a la realidad, asumir
que vale muy poco la contemplación de un modelo ideal si a la
hora de la verdad su materialización queda a expensas del con-
creto procedimiento que se siga para su instauración.
Se reconocen en general dos opciones al respecto: la atribu-
ción de la correspondiente competencia educativa a los padres
y tutores o a los poderes públicos. Es importante señalar desde
ahora que si el objeto de la educación ha de tener un carácter
directa o indirectamente normativo, esto es, si compromete el
contenido y la forma de su impartición, alguna intervención
deberá tener el órgano susceptible de control por parte de los
propios interesados en el funcionamiento del sistema educati-
vo. Ello supondría asumir hasta cierto punto una posición
favorable a la competencia de los poderes públicos, que son los
que han de dar cuenta de su proceder ante la ciudadanía. Al fin
y al cabo, los representantes de las familias no tienen otro com-
promiso y responsabilidad ante los ciudadanos que el estricto
cumplimiento de la ley, en lo que no difieren tampoco de la
situación de esos mismos ciudadanos. Y si lo tienen es un com-
promiso que escapa desde luego al control social instituciona-
lizado. Claro que también los padres podrían argumentar que
ellos son los primeros interesados en el buen funcionamiento
del sistema educativo debiendo corresponderles en consecuen-
cia la competencia al respecto, siendo así que, además, su pro-
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La competencia educativa
pio sometimiento a la ley constituye el mejor instrumento de
control externo del modo en que hubieran de ejercer los pode-
res que se les atribuyen.
Desde otra perspectiva se señala también que la legitimidad
democrática de los poderes públicos constituye una buena baza
(determinante para algunos) a su favor. Es, no obstante, un
argumento que encuentra una primera objeción en lo que de
petición de principio supone esa consideración del carácter
democrático de los poderes públicos. Y es que su apreciación
como inexcusable desideratum no debe hacernos perder de vis-
ta la realidad de muchos sistemas políticos que en modo algu-
no pueden ser considerados democráticos. Por lo demás, quie-
nes se hacen acreedores a esa distinción desde el punto de vista
formal no pueden tampoco escapar al juicio evaluativo acerca
de la mayor o menor presencia de las exigencias inherentes al
principio democrático material, pues, como ya veíamos antes,
la democracia es siempre más un procedimiento que una reali-
dad que pueda en ningún caso entenderse instaurada con
carácter definitivo. A mayor abundamiento, podrían los padres
decir (e incluso presentarlo como un argumento pretendida-
mente irrebatible en beneficio de sus tesis) que también es una
exigencia democrática la abstención de cualquier comporta-
miento que pudiera invadir la esfera de autonomía del indivi-
duo, siendo así que, al ser ellos (en su condición de legítimos
representantes de los intereses del menor) los únicos implica-
dos en el asunto en cuestión, nada tendrían que opinar los
demás al respecto.
Tampoco la superior visión de conjunto del problema que
puedan tener los poderes públicos constituye un argumento
definitivo a su favor. En sentido contrario podrían los padres
alegar que su proximidad a la realidad del menor que requiere
la prestación educativa como fundamento del desarrollo de su
personalidad les ofrece una perspectiva inmejorable para la
valoración de los instrumentos educativos que hubieran de
aplicarse al respecto. La apelación a la necesidad de establecer
un sistema educativo homogéneo que sólo el Estado puede
garantizar quedaría fuera de lugar, porque lo que reclaman los

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