Códigos de conducta: algunas buenas prácticas en la implantación de códigos éticos y sistemas de integridad institucional en España

AutorRafael Jiménez Asensio
Cargo del AutorConsultor institucional
Páginas177-229
Códigos de conducta: algunas buenas
prácticas en la implantación de
códigos éticos y sistemas de integridad
institucional en España
Rafael Jiménez Asensio
Consultor institucional
Catedrático de Universidad (acr.) UPF
1. Introducción
“Una sociedad sin virtudes no es un ‘demos’; la democracia
necesita buenas costumbres para que las instituciones funcio-
nen como deben, pues, a n de cuentas, estas dependen del
buen o mal hacer de las personas que las gestionan”.
(Victoria C, Breve historia de la Ética, RBA,
Barcelona, 2013, p. 398).
Es obvio que los códigos de conducta, códigos éticos o códigos de
deontología, en su condición de fenómenos institucionales en los que
se plasman las prácticas de autorregulación, no han formado parte de
la cultura institucional española, ni siquiera en la función pública. El
manto de la legalidad ha pretendido cubrirlo todo, aunque no lo haya
conseguido realmente. Frente a aquel fenómeno de fuerte impronta
anglosajona que irrumpió hace algunos años y ya bastante asentado
en países de nuestro entorno, nos hemos despertado muy tarde, como
suele ser siempre habitual. No se trata aquí de reiterar lo expuesto
ni de censurar la mala comprensión conceptual de esta cuestión que,
como se ha visto, es más que evidente en la obra de los legisladores
estatal y autonómico, lo que ha terminado empañando el problema
hasta convertirlo muchas veces en pura caricatura. El objetivo inicial
de este artículo es muy claro: situar el problema en un marco concep-
tual y obviar un análisis detenido del marco jurídico-normativo. Sin
duda, esta cuestión tiene innegables conexiones con el tratamiento
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Rafael Jiménez Asensio
preventivo de la corrupción, así como con las políticas de integridad
desde un enfoque más general. Sobre estas cuestiones me remito, en
general, a un libro reciente que acabo de publicar y a las contribucio-
nes de los profesores Cerrillo y Ponce, así como de Manuel Villoria,
que se citan en esa monografía1.
Lo que sí parece obvio —y necesario resulta resaltarlo— es que la
legislación aprobada hasta la fecha se muestra ampliamente tozuda
en reiterar los errores inicialmente cometidos por el legislador básico
estatal, y construir los sistemas de integridad institucional sobre una
base meramente jurídico-normativa, sin dejar ningún espacio (o espa-
cios muy reducidos) a la autorregulación. La fe en el derecho mueve
montañas de papel, pero no cambia (casi) ni una coma del deterioro
de la moral pública en nuestras instituciones. Sus efectos, tras años
de cruzada legislativa de “regeneración” de la vida pública, son poco
efectivos. Frente a esa tozudez de los creyentes en el derecho y escép-
ticos, a su vez, de la ética institucional autorregulada, que son todavía
legión en este país, han comenzado a abrirse suras importantes en
ese edicio antes inexpugnable que era el reinado omnipresente de
la ley. Aun hoy se insiste, en no pocos trabajos académicos, en la di-
mensión jurídica del principio de integridad, como aparente remedio
frente a los en ocasiones difusos males de la corrupción.
En cualquier caso, en los últimos cuatro años se han comenzado a
mover las cosas, unas veces por convicción de que debe ser así y por
la necesidad de crear cortafuegos de prevención frente a los escánda-
los de corrupción que se muestran por doquier, mientras que en otras
ocasiones esa tendencia al cambio ha tenido un carácter más reactivo
(por lo demás, muy humano) en la pretensión de situar valladares u
obstáculos complementarios a una deteriorada atmósfera de moral
pública, salpicada por la corrupción o por la multiplicación de un
sinfín de conductas llevadas a cabo por cargos y servidores públicos,
todas ellas censurables desde el plano ético. En n, un intento, por lo
demás, con escasos réditos, pues esa estrategia “por lavar la cara” se
1 R. Jiménez Asensio, Cómo prevenir la corrupción. Integridad y Transparencia,
Catarata/IVAP, Madrid, 2017. Ver, asimismo, A. Cerrillo y J. Ponce: Preventing
corruption and Promoting good Government and Public Integrity, Bruylant,
Bruselas, 2017.
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Códigos de conducta: algunas buenas prácticas en la implantación …
impulsa generalmente cuando la situación ya no tiene apenas reme-
dio.
Cierto que, como ya se sabe, no partíamos de cero. Algo se había
hecho, aunque pocos efectos reales tuvo, pero al menos formalmente
pasos tímidos se habían dado. La legislatura estatal de 2003-2007
fue, en cierto sentido, premonitoria de lo que después vendría. Sin
duda, la sensibilidad gubernamental viene siempre alimentada por
el olfato de un ministro o, en su defecto, por las propuestas de sus
equipos directivos o funcionariales. Y cabe subrayar que en los años
2005-2007 ese olfato existió, y se supo captar perfectamente que algo
se movía fuera de nuestras fronteras. La ética pública y la integridad
institucional estaban adquiriendo una impronta notable en las po-
líticas de la OCDE, como ya se ha dicho. Y, con cierta perspicacia,
aunque también con cierta falta de pericia, se pretendieron trasladar
tales tendencias a la Administración Pública española, siempre reacia
a los cambios y a las soluciones foráneas.
Hubo impulso político, eso nadie lo puede negar. Se aprobaron,
como ya se ha dicho, el Código de Buen Gobierno de altos cargos
(2005), una avanzada ley de conicto de intereses (2006) y un Estatu-
to Básico del Empleado Público (2007) que estableció por ley (error
al que algunos, desde la posición modesta de vocales de la Comisión
de Expertos, también coadyuvamos) un código de conducta de los
empleados públicos. Una idea, en todo caso, importante que no se
supo plantear de forma correcta. El EBEP se debería haber limitado
a la enumeración y denición de una serie de valores o principios y,
todo lo más, a determinar genéricamente algunas normas de conduc-
ta, abriendo la posibilidad de desarrollar códigos deontológicos para
cada ámbito de la función pública. No cabe duda de que a partir de
ese desajuste de enfoque, todos hemos aprendido mucho. Para eso
están los errores. No para agelarse.
Sin embargo, en esa batería de medidas, intuitivamente descubier-
tas, faltaba, tal como decía, un necesario aprendizaje. Quizás, si hu-
biésemos sido capaces de mirar mejor y analizar convenientemente
otros sistemas comparados, tales errores se hubiesen ido subsanando.
Pero en España algo que llega al BOE, más si es a través de una ley,
se sacraliza y, sobre todo, se convierte en un obstáculo, más que en
una palanca de cambio. El Código de Buen Gobierno, que se aprobó

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