Ciudadanía, soberanía y democracia en el proceso de integración europea

AutorJuan Carlos Bayón Mohino
CargoUniversidad Autónoma de Madrid
Páginas112-137

    «À l'égard des associés, ils prennent collectivement le nom de peuple, et s'appellent en particulier citoyens, comme participant à l'autorité souveraine, et sujets comme soumis aux lois de l'État. Mais ces termes se confondent souvent et se prennent l'un pour l'autre». (J. J. Rousseau, Du contrat social, liv. I, chap. VI)


    Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación SEJ2005-0885/JURI «Derechos, justicia y globalización» de la dirección General de Investigación.


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En la filosofía jurídico-política contemporánea se habla de «ciudadanía» en varios sentidos diferentes1, pero el que aquí me interesa es el que tiene que ver con la idea de pertenencia a una comunidad política que se autogobierna, es decir, de formar parte de un cuerpo político cuyos miembros tienen derecho a participar como iguales, directamente o a través de representantes, en la toma de las decisiones públicas, de manera que no resulten ser meros súbditos en tanto que sometidos a las mismas, sino ciudadanos en tanto que copartícipes en pie de igualdad en los procesos conducentes a su adopción. Históricamente ese derecho de autogobierno no se ha ejercido sino en comuni-Page 113dades políticas delimitadas, esto es, en el marco de algún demos de extensión no universal. Naturalmente ello plantea algunas cuestiones sumamente delicadas y profusamente discutidas por la filosofía política, como la de si hay o no algún principio que haga normativamente preferibles algunas delimitaciones posibles del demos frente a otras, o qué clase de vínculo debería cohesionar a los miembros de una comunidad diferenciada para que la vida política pueda desenvolverse entre ellos alcanzando un nivel adecuado de estabilidad y calidad democrática. Pero dejando ahora todo eso al margen, lo que me interesa destacar es que la idea de ciudadanía como pertenencia a una comunidad política que se autogobierna parece tener una vinculación inmediata con la noción de soberanía: porque si la comunidad política resultase estar sujeta a un poder normativo verdaderamente externo a ella2, sus miembros ya no podrían considerarse generadores -ni siquiera indirectos- de todas las normas de las que son destinatarios. Y ello parece sugerir que el locus de la ciudadanía democrática habría de ser una comunidad política soberana. O dicho más abiertamente, que habría de ser ese modo contingente de articulación del espacio político que se corresponde con la forma del Estado moderno o, como hoy suele decirse, el «Estado westfaliano»: una unidad territorialmente delimitada que posee autoridad normativa última dentro de sus confines.

Sin embargo, la puesta en tela de juicio de esa suposición es un punto de partida bastante habitual en la filosofía política reciente, en la que ya casi son lugares comunes las ideas de la crisis o disolución de la soberanía estatal, la aparición de formas «postnacionales» o «postsoberanas» de articulación del espacio político y la necesidad consiguiente de recomponer la noción de ciudadanía democrática «más allá del Estado-nación»3, lo que suele traducirse no sólo en la insistencia en desvincular nacionalidad y ciudadanía (algo que, a decir verdad, se entiende de maneras muy diversas, algunas de las cuales pueden perfectamente llevarse a cabo sin trascender el marco de los Estados soberanos4, sino sobre todo en la idea de una ciudadanía plural o múltiple, como forma de pertenencia simultá-Page 114nea a los diferentes niveles superpuestos de las estructuras políticas compuestas, «post-soberanas», que habrían de ocupar el lugar de los Estados westfalianos clásicos. En particular, tanto el análisis conceptual como la discusión normativa acerca del proceso de integración europea (que constituyen el centro de interés de este trabajo) se están desarrollando en gran parte en esos términos, ya sea dando por sentado -en el plano conceptual- que la estructura jurídico-política compleja que forman la Unión Europea y los Estados miembros sería hoy por hoy el ejemplo más acabado de aquel tipo de entidad postsoberana5, ya sosteniendo además -en el plano normativo- que eso es exactamente lo que debería seguir siendo6, sin transitar de ningún modo hacia un Estado federal europeo ni retroceder a la condición de mera estructura intergubernamental, lo que supondría en uno y otro caso la recaída -simplemente a distintas escalas- en la configuración del espacio político bajo el molde de la soberanía westfaliana o clásica.

Neil MacCormick ha escrito, creo que con toda razón, que el proceso de integración europea representa un desafío tanto para nuestras teorías del derecho como para nuestras teorías de la democracia7. Lo que quizá no resulte tan visible es que determinar con exactitud qué clase de desafío representa para nuestras teorías de la democracia depende justamente de cuáles sean los términos en que reconstruyamos desde el punto de vista conceptual la relación entre los ordenamientos de los Estados miembros y el derecho comunitario, esto es -y por decirlo en los términos de MacCormick-, de la clase de respuesta que hayamos dado al desafío que la integración europea representa para nuestras teorías del derecho. El modo preciso en que deba entenderse la idea de una ciudadanía fragmentada o múltiple y el sentido en que ello hubiera de obligarnos a recomponer nuestra forma de entender la democracia (para concebir una clase de proceso democrático que no se desenvuelva ya en un demos, sino en una estructura más compleja integrada por una pluralidad de demoi) está condicionado, como es evidente, por la forma en que analicemos la idea misma de un sistema político compuesto o de múltiples niveles en el que supuestamente ninguno de ellos fuese en sentido estricto soberano (o lo que es lo mismo, por la forma en que se analice la relación entre los sistemas Page 115 normativos generados en cada uno de los niveles de esa clase de estructura). Conviene, por tanto, ordenar ese recorrido paso a paso.

I Estructuras políticas compuestas y soberanía
1. ¿Más allá de los Estados soberanos?

Quienes sugieren la idea de un orden mundial «postwestfaliano», o que reconfigurara el espacio político en términos distintos del sistema de Estados soberanos, proponen en su lugar la imbricación o superposición de una multiplicidad de unidades políticas de diferente amplitud -de ámbito local, regional, nacional, continental o hasta mundial- articuladas de tal modo que ninguna de ellas ocupase una posición frente a las demás que permitiera calificarla como «soberana» (o entre las cuales, como también suele decirse, la soberanía estuviese «dispersa»)8. Cada persona sería entonces simultáneamente miembro de una serie de comunidades políticas superpuestas y participaría en el autogobierno colectivo de cada una de ellas, desplegando así una identidad múltiple -o, si se quiere, una serie de identidades concéntricas- que le permitiría sentirse a la vez parte de todas esas comunidades sin tener que concebir la pertenencia a alguna de ellas como predominante (y menos aún como exclusiva)9.

Como una estructura compuesta de esa clase implica que sobre un territorio dado ejercerían simultáneamente su autoridad unidades políticas de distintos niveles, la articulación coherente del conjunto depende de la definición de una esfera competencial determinada para cada nivel. Pero la pregunta, en ese caso, es quién -en una estructura compuesta en la que «ninguna unidad política es soberana»- decide el reparto de esferas competenciales y quién, una vez establecido, tiene autoridad para resolver los inevitables conflictos de competencias. Suele responderse que la distribución competencial habría de venir guiada por la idea de subsidiariedad10: cada decisión debería tomarse en el ámbito más pequeño que abarcase a todos los afectados; y, por lo tanto, sólo habría de trasladarse a un nivel superior cuando la toma de decisiones en paralelo por las distintas unidades políticas alineadas en Page 116 el nivel inferior generase problemas de acción colectiva (externalidades, falta de provisión de bienes públicos, fenómenos de «race to the bottom» o competencia a la baja perjudicial a la larga para todos, etc.), lo que no es sino otra manera de decir que la toma de la decisión en cada una de las unidades del nivel inferior no abarcaba realmente a todos los afectados11. Lo que ocurre es que ni el principio de subsidiariedad ni ningún otro criterio material de distribución de competencias es inmune a la aparición de desacuerdos en cuanto a su aplicación12. Y por cierto, cualquiera que sea el atractivo que nos parezca que puede tener desde el punto de vista normativo, también puede haber desacuerdos acerca de si, para empezar, habría de ser el principio de subsidiariedad o algún otro el que guiara la distribución de competencias. Por consiguiente, las preguntas de quién y cómo ha decidido el reparto de esferas competenciales y quién resuelve los conflictos de competencias en una estructura política compuesta en la que ninguna unidad es soberana siguen en pie.

En un orden westfaliano también hay, por cierto, estructuras políticas compuestas. Pero se sustancian en las formas clásicas de la federación13 y la confederación, estando claro en ambos casos dónde reside la soberanía14. En un orden confederal los Estados mantienen su soberanía, delegando competencias en las instituciones confederales que se han constituido mediante un pacto entre todos ellos: pero precisamente porque siguen siendo soberanos la delegación es revocable; y para cada Estado la validez de las normas que puedan emanar de las instituciones confederales está condicionada a la apreciación, desde su punto de vista, de que no se han...

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