De la ciudadanía industrial a la ciudadanía industriosa.

AutorUmberto Romagnoli
CargoCatedrático (jubilado) Derecho del trabajo. Universidad de Bolonia.
Páginas21-38

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De la ciudadanía industrial a la ciudadanía industriosa1

Umberto Romagnoli

Catedrático (jubilado) Derecho del trabajo. Universidad de Bolonia.

  1. La perspectiva ocupacional masiva que inauguró el capitalismo industrial. 2. La matriz compromisoria del derecho laboral. 3. Un derecho minúsculo, tanto como la élite que elaboró su entramado fundacional. 4. Un bastón no ya torcido, sino carcomido. 5. “Fundada en el trabajo” (que hay). 6. El laboral será lo que siempre ha sido: un derecho de frontera. 7. Si sucediera lo imprevisto.

La perspectiva ocupacional masiva que inauguró el capitalismo industrial

Por muy modernizadora que sea, la perspectiva ocupacional masiva inaugurada por el capitalismo industrial se caracteriza por la sumisión virtualmente eterna del homme de travail al homme d’argent. Traumática al principio, solo con el paso del tiempo dejará de ser algo que padecen amplios estratos de la población, los más pobres e ignorantes, para convertirse en algo que incluso desean2, y que aún hoy consigue atraer al mundo juvenil-femenino-escolarizado, así como la atención de los gobernantes actuales quienes, para obtener consensos electorales, siempre hacen la promesa de que lo van a impulsar. Pero, al mismo tiempo, recurren a estratagemas para provocar una desafección en la gente respecto a dicha perspectiva: la más común consiste en hacer que la indefinición de la duración del contrato laboral parezca algo poco atractivo, reduciendo drásticamente los casos en los que un juez puede ordenar su restauración por vicios relativos al despido. Esto significa excluir, en principio, el hecho de que la estabilidad real sea un predicado de la indefinición de la duración del contrato3.

Parecería como si hubiera pasado desapercibido el hecho de que, cuando hizo su aparición, el trabajo dependiente sine die como perspectiva ocupacional fuera algo descaradamente contra legem. Los códigos que fueron emanados cuando aún estaba fresco el recuerdo de por qué fue tomada la Bastilla, prohibían la instauración de relaciones laborales sin términos prefijados, castigando su violación con la sanción más drástica de entre las conocidas por el derecho civil: la nulidad del contrato que las instituía. Al lanzar esta especie de anatema laico, el

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propósito del establishment era contrarrestar ciertas praxis que permitían presagiar, si no el regreso de la esclavitud, por lo menos una sinuosa refeudalización de las relaciones sociales.

A pesar de todo, a principios del s. XX, a nadie le inquietaba ya semejante prohibición taxativa. ¿Por qué?

La respuesta es de sobra conocida4.

Para afrontar las exigencias del naciente sistema industrial, que pedían planificar el funcionamiento de macroestructuras para la producción masificada y estandarizada, la demanda de mano de obra no podía ser satisfecha de otro modo que no fuera mediante contrataciones según modalidades contractuales que, por encima de todo, fueran solidarias con los intereses de la organización productiva por mejorar su propia eficiencia y aumentar el beneficio, a pesar de que fueran poco compatibles con la idea ilustrada de que era necesario salvaguardar la libertad personal de los empleados.

Sin embargo, para el capitalismo industrial, legitimar el trabajo dependiente a tiempo indefinido es un objetivo irrealizable a corto plazo. Hace falta que el imaginario colectivo deje de considerarlo como un valor negativo, deje de demo-nizarlo, y, mientras tanto, es necesario secundar un proceso colosal de mutación antropológico-cultural. El papel que en esto jugó el gremio profesional de los operadores jurídicos fue de todo menos irrelevante. No solo nunca lo obstaculizó, sino que incluso incentivó su aceleración. De hecho, nunca se opuso a su flagrante ilegalidad, y llegó a defender sin fisuras la legitimidad del derecho de despido. A partir de ese momento, el capitalismo industrial obtuvo el permiso para irrumpir en el ordenamiento y moverse a lo largo y ancho de él con total libertad. Por lo tanto, el rasgo característico del derecho del contrato laboral, en sus inicios, es su transgresiva excentricidad respecto al modelo de sociedad prefigurado legislativamente.

Como si dijéramos que la cultura jurídica del trabajo finge no darse cuenta de lo elevado del coste social de la violación generalizada de esta prohibición codificada, sin la cual el capitalismo industrial no habría podido afirmarse; o bien se da cuenta, pero lo considera inevitable y, de todas formas, destinado a traducirse en beneficios para todos una vez haya concluido el proceso de adaptación de grandes cantidades de desarraigados a estilos de la vida cotidiana que se han visto, literalmente, conmocionados. La impasibilidad llega al máximo cuando la doctrina y la jurisprudencia –a pesar de que saben que el despido, si bien puede llegar a ser un capricho del empleador, es siempre un drama para el empleado despedido– no titubean al equiparar la libertad personal del obrero a la libertad económica del industrial. “Dado que se supone que el contrato está estipulado cum voluero para ambas partes, la voluntad de cada una de ellas determina su

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caducidad final”: en 1907 esta opinión ya era ius receptum5. “Está en la ley” que el trabajador pueda ser despedido, eso sí, con el preaviso como única rémora, tal y como sentenciaban por regla general los tribunales arbitrales de los probiviri. “Está en la ley”, decían, pero no era verdad. Lo que sí era verdad, en cambio, era que el legislador protegía el interés del homme de travail en la duración predeterminada de la obligación de trabajar en las dependencias del homme d’argent. Después de todo, “quien se hace servir no sirve”; ergo, “la ley no está escrita para él”.

Por lo tanto, lo que la cultura jurídica de entonces no quiso entender es que para hacer efectivo el principio de la temporalidad de la relación laboral no es indispensable asignar a ambas partes la facultad de rescisión unilateral: basta con que la posea la parte a favor de la cual se sanciona dicho principio6. En verdad, entonces alguien tuvo a bien formular esta sensata objeción, la cual sin embargo quedó aislada y, al final, también desalojada del sentido común. El hecho es que el sistema industrial, que por entonces estaba naciendo, demostraba un grandísimo interés por hacerse con una caja de herramientas que contuviera lo que no se ha dejado nunca de considerar como el más eficaz sustento del poder de mando en los lugares de trabajo: el poder del despido7.

La matriz compromisoria del derecho laboral

Solo la eliminación de esa gran transgresión que acompañó a la Gran Transformación puede ayudar a entender por qué nunca se prestó atención –o aún peor, por qué fue tomada por un ejemplo de parcialidad ideológica– a la advertencia de Gérard Lyon-Caen: “le droit du travail est mal denommé: il est proprement le droit du capital”8. En efecto, a quien investigara acerca de sus orígenes no le faltarían buenos argumentos para demostrar que tal denominación era un despiste cognitivo, similar al que inventaron los primeros exploradores vikingos que, para atraer a colonos hacia un rincón del mundo frío e inhóspito como Groenlandia, la llamaron Tierra verde. Lyon-Caen solo quería llamar la atención sobre el vaciamiento semántico (como dicen los lingüistas) que ha sufrido una expresión convencional como esta, poseedora de una fuerza mitopoyética que representa la síntesis descriptiva conclusiva de toda una época social. Como si dijéramos que a Lyon-Caen, sencillamente le molestaba la superficialidad de ciertos comentarios, demasiado ingenuos o demasiado astutos, que ya veían el feliz final de un contencioso dramático que culminaría con el nacimiento de un derecho al que lo laboral pudiera efectivamente prestarle su nombre y su razón

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de ser. De hecho, él sabía perfectamente que esa afortunada combinación de palabras no merecería aparecer en el diccionario de los falsos amigos, es decir, en el de los lemas que, a pesar de su fuerte similitud fonética, adquieren significados diferentes en el traspaso de una lengua a otra: en este caso, pasando del lenguaje docto al de los comunes mortales. Siempre según Lyon-Caen, el derecho laboral no merecería sufrir una suerte tan humillante como esta, y aunque el capital le hubiera permitido romper su silencio milenario con la condición de metabolizar la prohibición de alzar demasiado la voz, nunca ha dejado de reivindicar cierta libertad de expresión, haciéndose con ella en cuanto le ha sido posible. También el trabajo, de hecho, ha llevado a cabo notables transgresiones, el alcance de algunas de las cuales se revelará no inferior al que caracterizó a la irrupción en el ordenamiento de su histórico competidor. Para confirmar todo esto, es útil mencionar un par de clarificadores ejemplos.

Primero: a medida que el homme de travail dejó de percibir como un trauma el hecho de no poder trabajar de otro modo que no fuera “al servicio de otros”, en función de un vínculo consensual de duración virtualmente perpetua, y comenzó a verlo, en cambio, como una oportunidad deseable porque el contrato de trabajo a tiempo indefinido se había vuelto su bote salvavidas, empezó a reclamar garantías de que el nadador no se acabara ahogando, y “alzó la voz”. Quería mecanismos de defensa contra la amenaza de perder el empleo en cualquier momento y, con ello, perder la continuidad de renta y la seguridad para el mañana.

Segundo: también del homme de travail salió la pretensión de que la huelga, tras haber habitado durante mucho tiempo en los códigos penales bajo la forma de...

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