Ciudadanía, igualdad y servicios sociales: los límites del discurso neoliberal

AutorAntonio López Peláez
CargoProfesor Titular de Sociología
Páginas251-274

    Antonio López Peláez.Profesor Titular de Sociología.Departamento de Sociología III (Tendencias Sociales). UNED.

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1. Introducción

Cualquier análisis de los procesos exclusógenos, y de la desigualdad que afecta a nuestras sociedades, debe superar lo que podemos denominar el «espejismo individualista», que nos presenta la sociedad como una mera coexistencia de individuos con un grado total de libertad, y que por lo tanto oscurece la dimensión social y comunitaria de nuestra condición humana.

Esta «imagen ficticia», sobre todo, hace muy difícil abordar los procesos de exclusión social, en gran medida determinados por factores estructurales, como el lugar de nacimiento, la renta disponible, los servicios públicos o la ausencia de los mismos, que al nacer no elegimos, sino que nos vienen ya previamente determinados. La mitificación del individualismo que opera como motor ideol ógico del neoliberalismo justifica el orden actual de las cosas, y sólo permite buscar responsabilidades individuales para la trayectoria de cada persona. Sin embargo, diversas disciplinas, comenzando por la Economía (Stiglitz, 2002), la Sociología (Beck, 2005) o el Trabajo Social (Fernández y López, 2006a), han puesto de relieve la influencia decisiva que tiene la estructura de oportunidades y de constreñimientos a las que nos enfrentamos tanto personal como colectivamente.

El punto de partida de cualquier acción que busque favorecer la igualdad es el siguiente: la ciudadanía democrática. Iguales ante la ley, iguales como miembros de la sociedad, las personas demandamos unas condiciones estructurales que permitan, tanto en el terreno jurídico como en el económico y el político, ejercer dichos derechos como tales, sin necesidad de reclamarlos. Deben estar ya ahí antes de empezar a vivir las condiciones que permiten ejercer la ciudadanía en una sociedad democrática. Es decir, la ciudadan ía democrática exige una determinada configuración de la sociedad. Y, por ello, hacer posible el ejercicio real de la ciudadanía es lo que alienta la práctica profesional de los trabajadores sociales.

Ahora bien, no puede olvidarse el entorno en el que nos encontramos. Al hablar de ciudadan ía democrática, hay que precisar que se trata de una ciudadanía históricamente contextualizada, inmersa en complejas sociedades con sistemas económicos y estados del bienestar que presentan variaciones significativas dentro de un modelo general de capitalismo informacional. Y que coexiste con la desigualdad, con los procesos de estratificaci ón social, con distribuciones asimétricas del poder y la renta, y con procesos de exclusión e inclusión social que operan de forma compleja y paradójica tanto en las sociedades occidentales opulentas, como en los países en vías de desarrollo. En este punto, es importante no generar expectativas infundadas o ingenuas sobre el cambio social. Pero sí es necesario poner de relieve el formidable potencial de la acción social comunitaria como motor de la extensión de los derechos de ciudadanía, frente a la mitificación del individualismo inscrita en el neoliberalismo. La propia organización democrática de la sociedad se basa en la capacidad de participar y en la capacidad de organizarse y ser representado tanto en el ámbito de la política (partidos políticos) como en el ámbito de la condiciones de trabajo (sindicatos) como en el ámbito de las organizaciones económicas. En este contexto, la capacidad de organizarse y defender colectivamente derechos o el logro de determinados objetivos se convierte en una habilidad necesaria para sobrevivir y para influir en sociedades democráticas. De ahí el papel que juegan las élites y los lobbies y grupos de presión en nuestro entorno, y de ahí la importancia de capacitarnos para participar en la vida comunitaria, organizándonos comunitariamente para perseguir objetivos.

2. Ciudadanía, acción comunitaria y estado del bienestar

Tanto la democracia como sistema de organizaci ón y toma de decisiones de las sociedades modernas, cuanto el Estado del Bienestar, como sistema de prestación de servicios que permite el ejercicio práctico de la ciudadan ía, responden a este planteamiento ético.

El reconocimiento de la dignidad de los seres humanos se constituye en un criterio de acción, pero también de interpretación de la realidad. Desde la defensa de esta dignidad, la pobreza y las penosas condiciones de vida que se generan en las primeras décadas de la revolución industrial se muestran como una ignominia, algo que debe ser corregido, y de ahí la larga lucha por legislar en un primer momento en la Gran Bretaña del XIX contra la explotación infantil, y a partir de ahí contra todos los excesos que convertían a las personas en mercancía barata puesta a punto para ser explotada. Pero la dignidad como principio hermenéutico, tal y como se deriva de la obra del renacentista Pico della Mirandola, no solo pone de relieve, arroja nueva luz, sobre las injusticias o los desequilibrios de nuestras sociedades. También pone de relieve que, más allá de solucionar dichos problemas de forma puntual, se debe configurar estructuralmente la sociedad para permitir una libertad digna de tal nombre.

Por eso, la historia de los siglos XVIII, XIX y XX es también la historia por la lucha por la extensión de los derechos de ciudadanía no solo a la denominada democracia política (derecho de voto) sino también a la democracia educativa (educación al alcance de todos, y el Estado como garante de que dicha posibilidad se pueda llevar a cabo por cualquier persona en cualquier lugar dentro de sus fronteras), y la democracia económica (lucha por la reducci ón de la jornada de trabajo, por los derechos de los trabajadores, por la regulación de los flujos económicos en relación con la financiaci ón del Estado del Bienestar...). Los sueños por configurar una sociedad en la que sea posible la felicidad, la realización personal, y el ejercicio de la ciudadanía, se expresan en las utopías renacentistas, en los movimientos democráticos, en la evolución en Occidente de la teología protestante y la teología católica, (que progresivamente van amparando el principio de libre interpretación, pero de forma más importante aún, van generando las condiciones para que se constituyan comunidades que buscan reordenar su entorno y establecer un nuevo medio social), y en la acción de partidos políticos y sindicatos, dando lugar a una marea democratizadora que, tras un largo proceso de conflictos y luchas, incluidas dos guerras mundiales, da como resultado el Estado del Bienestar. Podemos definirlo como una respuesta que busca el equilibrio entre la ciudadan ía y el mercado, mediante una configu- Page 252 ración estructural de nuestras sociedades que permita un eficiente funcionamiento económico, y que permita también capacitarnos para el ejercicio de nuestros derechos y obligaciones (Fernández y López, 2006b: 15). De ahí la búsqueda de un sistema sanitario, educativo y económico que tome en consideración los derechos de los ciudadanos como fundamento de la organización social.

Se trata de un equilibrio inestable, porque la tensión entre intereses particulares y colectivos, entre la lógica del mercado y la lógica de la ciudadanía, y, más específicamente, entre la lógica del egoísmo individualista y la lógica de la cooperación altruista, genera problemas, conflictos, y situaciones de confrontación. La defensa de la organización concreta del poder en cada momento de la historia choca con la dinámica que imprime la ciudadanía como «principio hermenéutico». Buscamos mejorar las condiciones de vida de toda persona, en todo lugar, y esto genera conflictos tanto con la estructura social y el poder establecido, como con la dinámica del capitalismo avanzado. Las aspiraciones por una mayor democracia, que alientan en la lucha contra la pobreza a nivel mundial, conlleva la búsqueda de un sistema económico y social compatible con el medio ambiente y con la dignidad de todos los habitantes del planeta.

Y se ven reforzadas por la evolución de las nuevas tecnologías (que permiten una mejor comunicación y una mayor capacidad de interacci ón entre todas las zonas del globo terrá- queo) y el crecimiento exponencial de la riqueza disponible (tanto en términos monetarios, como en términos de nuevos objetos de consumo disponibles: desde lavadoras a robots). Pero también las aspiraciones a una democracia mejor que articule las diversas dimensiones de la vida social chocan con las tendencias exclusógenas que caracterizan al nuevo capitalismo informacional: genera riqueza, pero también genera nuevas jerarquizaciones, nuevas formas de desigualdad, y refuerza en parte las viejas formas de desigualdad y de pobreza preexistentes.

Este no es un tema nuevo en la historia de la humanidad, ni es un tema nuevo en la experiencia cotidiana de los profesionales que desarrollan su actividad en el ámbito de la educación, la sanidad o los servicios sociales. Si los orígenes de las Ciencias Sociales pueden buscarse en la preocupación por hacer frente con una metodología científica a los retos de la pobreza y la exclusión en la sociedades industriales, también ahora, en los inicios de un nuevo período en la historia de la humanidad, lo que se denomina las nuevas sociedades informacionales, postindustriales o del conocimiento, la lógica de la desigualdad, basada en la naturaleza humana (egoísmo y egocentrismo personal, grupal, comunitario, y social), también convive y se opone y lucha contra la lógica de la ciudadanía (basada en la naturaleza humana, en la dignidad de todos los seres humanos como fines en sí mismos). Dado el carácter dinámico, historico, creativo y social de la especie humana, no podemos pensar que se ha llegado a un estadio final y definitivo. El futuro siempre es incierto, pero es resultado de nuestro esfuerzo frente a circunstancias esperadas e inesperadas.

Tampoco podemos pensar que no hay posibilidad de una marcha atrás. Claramente, las sociedades pueden entrar en crisis, deteriorarse o destruirse a sí mismas, como muestra el análisis de la lucha entre el capital social civil e incivil en la historia de España en la primera mitad del siglo XX: «la posibilidad de asociaciones civiles, sean partidos políticos, sindicatos, asociaciones societales o movimientos sociales, iglesias o empresas, implica la posibilidad contraria: la de unas asociaciones inciviles, porque el contenido de sus discursos, sus reglas internas, sus estrategias y sus conductas de cara al exterior reflejen su hostilidad contra una sociedad semejante, o su incompatibilidad con ella. Lo cierto es que las asociaciones pueden ser civiles o inciviles, y tener diversos grados de civilidad. Incluso puede ocurrir que las civiles se transformen en inciviles o viceversa, como ilustra el caso de los partidos políticos, los sindicatos y la iglesia misma en

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España si se compara su actuación durante la guerra civil con su conducta durante la transici ón democrática» (Pérez Díaz, 2003: 480- 481).

Desde esta perspectiva, los desafíos vinculados con las tendencias de desvertebración social y exclusión que pueden detectarse en el devenir complejo de las sociedades informacionales (Tezanos, Tortosa, Alaminos, 2003), demandan una revitalización de la intervenci ón basada en la metodología de la acción comunitaria. Si la naturaleza humana, como naturaleza social, ha llevado a las páginas de los periódicos el debate sobre la denominada «inteligencia social», es porque en la trayectoria vital de cada persona su integración social, su vida inmersa en grupos y en comunidades es un factor decisivo que constriñe o posibilita su realización personal. En este sentido, el eje transversal que definimos como el «ejercicio de la ciudadanía democrática » afecta a las dimensiones clave de cualquier diseño de una acción social comunitaria (gráfico nº 1):

- Afecta al diagnóstico de los retos y problemas que observamos (deben ser analizados desde la óptica de la democracia, de la igualdad de las personas en un entorno determinado, y por lo tanto desde un acercamiento metodológico que se centra en investigar las limitaciones y las oportunidades para vivir como ciudadanos que se dan en nuestro contexto vital).

- Afecta al establecimiento de los objetivos en el nivel comunitario interno (empowerment hacia dentro de la comunidad), y en el nivel externo (objetivos que la comunidad como tal quiere alcanzar como resultado de su acción colectiva).

- Afecta al diseño de la acción colectiva comunitaria, y al diseño de la propia comunidad: número de miembros, características, dinámicas de interacci ón y de comunicación, metodología de evaluación, etc.

- Afecta a la evaluación final de los resultados obtenidos, de la capacitación que han adquirido las personas que han participado, y de la propia labor profesional del trabajador social comunitario.

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GRÁFICO 1. DINÁMICA DEMOCRÁTICA, ACCIÓN COMUNITARIA Y LUCHA POR LA IGUALDAD

Fuente: Fernández Garcia, T., López Pelaéz, A. (2007): Trabajo Social Comunitario: afrontando juntos los desafíos del siglo XXI, Madrid, Alianza Editorial.

[GRÁFICOS DISPONIBLES EN PDF ADJUNTO]

3. La lucha por la igualdad en un entorno globalizado

Existe una casi inabarcable bibliografía sobre los efectos de la globalización, la desigualdad a escala global y local, y las consecuencias tanto positivas como negativas de la evolución reciente de la economía de mercado en los inicios del siglo XXI (Tortosa, 2002). Desde una perspectiva orientada por la noción de ciudadanía, y la consecuente defensa de la democracia como el mejor sistema en el que los ciudadanos pueden decidir sobre su propio futuro político y económico, hay que reconocer que la identidad de las personas en las sociedades modernas tiene que ver con dos cuestiones clave. En primer lugar, la posibilidad de realizar sus deseos y sueños sin otra limitación que las derivadas de sus propias capacidades, o de la libre competencia con otras personas y otros sueños o deseos. En segundo lugar, la posibilidad real de configurar estructuralmente la sociedad para que el campo de juego en el que desenvolvemos nuestra vida permita un margen real de libertad en relación con nuestros propios objetivos. La esperanza colectiva en la posibilidad de realizar nuestro proyecto vital tiene dos puntos de apoyo:

- La experiencia de la movilidad social ascendente, como personas y como paí- ses, que se ha podido experimentar en numerosas sociedades europeas, asiáticas y americanas a lo largo del siglo XX; y la mejora de las condiciones básicas de la vida, ligadas a la expansión de sistemas de salud, educación y alimentación en numerosos países. En los inicios del siglo XXI, esta experiencia positiva ligada a la consecución de derechos, al incremento de los recursos económicas de amplias capas de la población, y a la mejora de los niveles de salud y educaci ón, está sufriendo embates de consideraci ón. Por ejemplo, la precaria sostenibilidad de nuestro modelo de consumo (ligado a un derroche energético y a una distribución enormemente asimétrica a escala mundial de los recursos), la precariedad del empleo y las dificultades para independizarse que experimentan los jóvenes en muchos países, la imposibilidad real de alcanzar el nivel de consumo y de vida de la generación previa, o el incremento de los flujos inmigratorios. La globalización pone de manifiesto que los recursos disponibles son extraordinariamente diferentes según el país en el que se vive (pensemos en el sistema público de salud en cualquier país europeo, y las diferencias con el sistema sanitario de los países del Tercer Mundo). Las posibilidades de experimentar una movilidad social ascendente, de vivir mejor, ya no tienen tanto que ver con lo que uno pueda hacer dentro de su país, sino con emigrar a países en los que por el mero hecho de vivir allí ya se disfruta de esos servicios.

- La capacidad para introducir mayores niveles de democracia en nuestras sociedades, de tal forma que tanto el desarrollo tecnológico como la evolución económica respondan a criterios que tengan en cuenta la dignidad de las personas y su condición de ciudadanos. La extensión progresiva de la democracia desde la dimensión política (derecho de voto) hasta la económica (regulación del mercado de trabajo y de las organizaciones empresariales de tal forma que se aseguren los derechos de los ciudadanos, desde los derechos de los accionistas minoritarios en las empresas, hasta la regulación del mercado de trabajo para proteger los derechos de los niños o de los propios trabajadores ante comportamientos de acoso o maltrato) o la dimensión de la salud (extensión de las prestaciones sanitarias a toda la poblaci ón) ha afianzado la confianza de los ciudadanos en sus instituciones y en la democracia como el sistema más eficiente para gestionar nuestros proble- Page 255 mas a nivel local y a nivel global. Sin embargo, esta experiencia democrática ha sufrido también los embates de los cambios recientes en el mercado de trabajo, de los procesos de polarización y segregación que pueden detectarse en nuestro entorno inmediato (deterioro de las condiciones de trabajo, individualizaci ón de las trayectorias, expansión del trabajo informal). Y, también, ha sufrido la contradicción inscrita en la dinámica de la globalización: el bienestar local apenas soporta, cuanto toma conciencia, el contraste con la desigualdad creciente a nivel global, entre paí- ses, y a nivel local (entre excluidos e incluidos en cada entorno social concreto). El Cuarto Mundo también está en el Primer Mundo, y el Primer Mundo tambi én está en el Cuarto Mundo. La desigualdad y la polarización social afectan transversalmente a todas las sociedades, y reflejan, en este sentido, la diná- mica del poder y de la diferencia, la jerarquización y estratificación social, que afecta a toda sociedad en todo tiempo.

Quizás por ello, el progresivo abandono de la participación en las organizaciones tradicionales de las sociedades industriales, partidos políticos y sindicatos, contrasta de forma muy relevante con el aumento de la participación en otro tipo de organizaciones y foros a través de Internet: nuevos retos y viejos problemas se abordan de forma distinta, a través de nuevos medios de interacci ón social basados en las nuevas tecnologías.

En este entorno, las desigualdades a escala mundial y a escala global, la individualizaci ón de las trayectorias laborales, la fragmentaci ón y degradación del mercado de trabajo, el incremento de las desigualdades y diferencias en los estilos de vida, deben analizarse en un contexto en el que las insuficiencias financieras reales o proyectadas en el tiempo del Estado del Bienestar coinciden con el aumento de las tendencias hacia una mayor concentración del poder económico y de los grupos empresariales. En este complejo escenario, orientar la acción colectiva para lograr una mayor igualdad, y para botón de muestra las actividades organizadas con ocasión del Año Europeo de la Igualdad de Oportunidades para Todos (2007), cobra una mayor vigencia, derivada de la propia forma de actuar de las democracias actuales: como sistemas de representación, la acción colectiva organizada, la creación de organizaciones con capacidad de representación, constituyen un medio indispensable para poder influir en el curso de los acontecimientos, para poder intervenir en la configuración de nuestras sociedades (más aún, cuando ya hemos tomado conciencia clara de la dimensión sociopolí- tica del desarrollo no solo económico, sino también tecnológico: la tecnología refleja y reproduce la sociedad que la origina, y es apropiada por la misma sociedad reforzando, en muchos casos, la estructura de poder y de desigualdad preexistente).

En definitiva, los desafíos de la vida no se plantean en términos exclusivamente individuales. Hacemos frente a nuestra propia trayectoria, a formas de producción y consumo estructuradas, y nos encontramos inmersos en procesos de competencia, cooperación y conflicto que no son un producto de nuestros deseos individuales. Tenemos que aprender las reglas de juego, a través de un largo proceso de socialización. Heredamos un código genético, pero también códigos sociales, y a veces códigos que refuerzan nuestro aislamiento social, deteriorando nuestra capacidad de integración, como ocurre en barrios marginales en los que los jóvenes internalizan pautas de comportamiento y estrategias de supervivencia que no les permiten superar su punto de partida inicial. En este sentido, la igualdad no se puede analizar sin tomar en consideración el papel que juega nuestra propia condición como seres sociales:

- En primer lugar, el planteamiento que describe a las personas como sujetos Page 256 aislados, en un entorno en el que luchan para obtener bienes y servicios, en competencia con otros sujetos anónimos, en un mercado que se autorregula y en el que se participa en igualdad de condiciones, (y que constituye el código gené- tico del neoliberalismo actual), no resiste el análisis empírico: «todos estamos trabados en una red de relaciones e intereses, y cada uno de nosotros es, ineludiblemente, un producto social» (Hamilton, 2006: 14). No existe un mercado neutral, ni una tecnología neutral, porque simplemente ambos, mercado y tecnología, son productos humanos, y ya incorporan intereses, orientaciones y estrategias de los que los conforman. ? En segundo lugar, el propio individualismo no permite una gestión eficaz de los propios recursos, incluso en el supuesto de que existiese ese mercado neutral compuesto de personas-átomo que se interrelacionan sin más vínculos que su puro interés. Como muestran las diná- micas de equipo que se implantan en las grandes empresas, es necesario vincularse con los demás, establecer proyectos colectivos, experimentar la solidaridad, el afecto y la cooperación altruista, más allá de una meta económica concreta. Y se trata de una «necesidad» tanto para desarrollar una personalidad equilibrada, y un dominio adecuado de uno mismo, cuanto para poder colaborar con los demás, y actuar colectivamente para afrontar retos y oportunidades.

En un mundo globalizado, el fortalecimiento de las identidades locales muestra la superficialidad de los discursos que reducen la realidad social a una simple competencia de individuos en el mercado global. No podemos evitar buscar la integración en estilos de vida colectivos, y hasta en el consumo de masas encontramos un sucedáneo de experiencia comunitaria. Nos reconocemos en el rostro de los otros, y nos hacemos personas en la interacción y convivencia con los demás. Además, en sociedades democráticas, experimentamos la necesidad de agruparnos para defender intereses colectivos, que de otra forma no pueden ser resueltos.

4. Un nuevo reto para la igualdad en las sociedades avanzadas: el analfabetismo relacional

En un contexto cultural caracterizado por el elogio del individualismo, la exaltación de la capacidad de decisión de cada persona aisladamente considerada, y el consiguiente relativismo moral (en un mundo concebido como una mera yuxtaposición de sujetos autónomos e irreductibles entre sí, ¿cómo encontrar un punto de encuentro, si todo se reduce a un conflicto entre voluntades y deseos diferentes e igualmente dignos en su racionalidad intrínseca?) la única cuestión relevante es garantizar la libertad de elección en un mercado aparentemente neutral, en el que todos participan sin condicionamientos previos. Este es el supuesto último de la teoría económica actual, y quizás por ello la libertad la entendemos como la libertad de participar en la competencia por un puesto de trabajo o en la posibilidad de consumir en función de nuestra capacidad de compra. Sin embargo, hay tres cuestiones relevantes que ponen de relieve que este planteamiento oculta la realidad. Al analizarlas, podemos comprender por qué desde esta perspectiva no se puede contribuir a mejorar las situaciones problemáticas en las que se encuentran inmersas personas y comunidades. Y ello, sin olvidar además que dichas situaciones problem áticas se han generado precisamente por organizar nuestra vida conforme al modelo individualista neoliberal.

- En primer lugar, las situaciones de marginación, pobreza y exclusión social no pueden ser explicadas exclusivamente en función del individuo que las padece, tal y como se deduciría de una inter- Page 257 pretación superficial del modelo darwinista de selección natural: el que se encuentra excluido es causante de su situación, «culpable» en definitiva, porque no ha aprovechado sus oportunidades (se «sobreentiende» que iguales para todos). Este planteamiento en su formulación más extrema es difícil de soportar (todos conocemos situaciones en las que los problemas no se derivan de la persona, sino de su contexto), y entonces se flexibiliza apelando a la mala suerte, las dificultades de la vida, y desarrollamos como estrategia una visión asistencialista de apoyo a aquellos que, quizás porque no puede ser de otro modo, se encuentran en una mala situación. Sin embargo, tanto el asistencialismo como la posición teórica en la que se asienta, y que acabamos de describir, no resisten la contrastación empírica. El estudio del medio sociocultural en el que se desenvuelven los habitantes de los guetos estadounidenses ya puso de relieve el papel crucial que juega el contexto en la reproducción de la pobreza, como mostraron los estudios de la Escuela de Chicago desde inicios del siglo XX. En este sentido, autores como Lewis, Harrington y Moynihan desarrollaron el concepto «cultura de la pobreza» para describir un estilo de vida, unos valores y unas expectativas que conforman la vida de las personas que integran dichos guetos, y que se transmiten de unas generaciones a otras. Socializados en este modelo cultural, tendremos muchas más dificultades para aprovechar oportunidades y afrontar problemas, y la posibilidad de abandonar el círculo vicioso de la exclusi ón se reducen cada vez más.

- En segundo lugar, y superando los planteamientos formulados por los teóricos de la «cultura de pobreza», (en la que ésta aparece como una consecuencia de la forma de vida de la población en un entorno determinado), las investigaciones sobre la dinámica de la desigualdades, los procesos de estructuración social, y los procesos de exclusión social, han puesto de manifiesto que nos encontramos inmersos en un campo de juego en el que existe estructuras económicas y políticas que refuerzan dichos procesos de exclusión, y también existen estrategias que permiten hacerles frente. La reestructuración del capitalismo industrial, hasta dar lugar a lo que hoy en día se denomina capitalismo informacional o capitalismo globalizado, genera y fortalece determinadas dinámicas exclusó- genas a nivel mundial. Pero también genera oportunidades, desigualmente distribuidas entre personas, grupos, comunidades, naciones y continentes, lo que favorece nuevos y viejos procesos de distribución asimétrica de las posibilidades y riquezas generadas por el crecimiento económico. La lógica del mercado ni es neutral, ni es inocente, y el crecimiento de las desigualdades a nivel mundial no es el resultado de una lógica intrínseca y necesaria del capitalismo actual. Nuestro modelo de desarrollo no es el único posible, y la variedad de respuestas a los retos del capitalismo avanzado, como puede verse en los diferentes modelos de estado del bienestar en los países europeos, o en la capacidad de algunos países para romper con la ortodoxia económica (por ejemplo, desarrollando esfuerzos para regular los flujos financieros, en el caso de México o Malasia, o haciendo caso omiso a las recomendaciones del denominado consenso de Washington, como el caso de la Repú- blica Popular China), muestran dos cosas: es posible establecer un modelo socioeconómico diferente; y, por ello, las consecuencias tanto positivas como negativas de nuestra sociedad tienen su origen en dicho modelo, y pueden ser abordadas y solucionadas con una metodolog ía adecuada.

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En definitiva, es la misma situación en la que se encontraron los primeros científicos sociales, en sus orígenes históricos. La «cuestión social», el pauperismo, era la cara más visible de un nuevo modelo económico y social, y hundía sus raíces en la lógica de lo que se consideraba constituía el camino hacia el progreso. Por ello, porque objetivamente constituía un fenómeno estructural, no bastaba con auxiliar a algunos damnificados. Era necesario investigar la lógica de lo social, para abordar con éxito los problemas que ponían en peligro en parte supervivencia física, pero sobre todo la dignidad moral de un nuevo orden que se basada en la noción de ciudadanía. Hoy en día ocurre lo mismo: ¿cómo pueden convivir la democracia y el subdesarrollo, la democracia y los guetos, la democracia y la degradación de las condiciones de vida que afectan a personas, comunidades y países a lo largo de todo el planeta? La falta de capacidad crítica para responder a esta pregunta genera un doble efecto:

- Por un parte, la pérdida de interés por la participación política dentro del ámbito de las democracias contempor áneas. El alejamiento entre la población y el sistema democrático se encuentra en el origen de la pérdida de legitimidad de la democracia y los partidos políticos, y constituye un contexto en el que se desarrollan movimientos políticos que se levantan sobre supuestos diferentes a los de la democracia basada en los derechos de los ciudadanos, tanto fuera como dentro de los países occidentales (nuevos partidos ligados al racismo o la negación de la ciudadanía a los otros, a los extranjeros, a los inmigrantes; o nuevos partidos donde la persona «ciudadana» es sustituida por la persona «creyente», y se postula como la auténtica democracia un orden basado en las normas de una religión).

- Por otra parte, al no satisfacer la demanda de cambio, se crean las condiciones para que se desarrollen en las sociedades movimientos alternativos que buscan hacer frente a los retos que afronta la población, como ocurre con los movimientos antiglobalizaci ón, o el auge del denominado Tercer Sector.

- En tercer lugar, nuestra identidad es relacional. Por lo tanto, el modelo de relaciones en el que nos socializamos establece las fronteras dentro de las cuales construimos nuestra identidad, y nos relacionamos con los demás. Para ir más allá de dichas fronteras, es necesario cambiar el patrón que estructura nuestra interacción social. Desde este planteamiento, podemos analizar las consecuencias deletéreas para nuestra identidad personal y la calidad de vida de nuestras comunidades de los rasgos más característicos del orden ?moral? del darwinismo neoliberal. La exaltación del interés individual, la codicia, la competencia, la superación de los otros (descritos como competidores sin alma, o al menos competidores que no tienen otra identidad que la de estorbarnos en el camino hacia el éxito), el dominio y el poder sobre los demás?, son los rasgos dominantes de nuestro modelo de relaci ón con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza, y con el mercado. Pero sus consecuencias son muy negativas para la interacción social, para la creación de lazos comunitarios, para la amistad entre ciudadanos, para la igualdad real que se basa en el reconocimiento de la identidad y del valor intrínseco del otro. Por eso, socializados en el consumo como pauta de interacci ón, como modelo de participación, buscamos satisfacer nuestra profunda Page 259 necesidad de socialización, de identificaci ón con los otros, a través de los rituales de compra en las grandes superficies comerciales. Y, paradójicamente, la imposible realización en un entorno de consumo de objetos hace que, inmersos en una dinámica de consumo imparable, la ansiedad, el descontento y la insatisfacción no dejen de crecer, a menudo entre la población más joven. Aquellos que tienen que esforzarse para integrarse en el orden social existente, viendo el espectáculo que ofrecemos, a menudo con su rechazo formulan claramente el vacío existencial de una sociedad del consumo, del espectáculo, y también de la depresi ón? «La pseudoindividualidad de la cultural consumista moderna crea aislamiento. (...) El espectacular incremento de la incidencia de la depresión en las últimas décadas parece hallarse directamente asociado a la pérdida de redes sociales y contacto personal, producto a su vez de la movilidad y sustituci ón de las actividades comunitarias por las compras y pasatiempos comerciales» (Hamilton, 2006: 89).

En este sentido, podemos comprender el potencial autorrealizador que tiene la interacci ón con los otros bajo un modelo teórico en el que se les concibe como sujetos: solo desde la mirada de otro sujeto podemos recuperar nuestra identidad como seres autónomos. Solo interaccionando con ciudadanos, basando nuestras redes sociales en códigos de ciudadan ía (como la reciprocidad altruista, la honestidad, el interés común, el respeto, la capacidad de llegar a acuerdos basándonos en la racionalidad de los argumentos y en la comprobación de nuestras hipótesis, la confianza, o el esfuerzo colectivo para hacer posible estructuralmente que cada uno pueda ejercer dicha ciudadanía, que cada persona pueda emprender un camino de autorrealizaci ón de sus potencialidades como sujeto), podemos encontrar una mirada en la que se nos reconozca como ciudadanos. No es extraño que, con una formulación paradójica desde la perspectiva individualista, se halla podido definir la solidaridad activa como un camino de autorrealización, como una decisi ón que hay que tomar no solo por principios éticos, sino también (en la mejor tradición egoísta) por interés propio (Beck, 2000).

Dado que la interacción social nos permite desarrollar nuestro propio 'yo', nuestra identidad, y alcanzar nuestros objetivos; dado que el conjunto de redes sociales en las que estamos inmersos nos aportan lo que denominamos capital social, y nos permite relacionarnos en un modelo de interacción social en red; y dado que nuestras propias actividades como miembros de diversas asociaciones y comunidades son susceptibles de análisis científico para determinar cómo obtener mejores recursos y cómo alcanzar los objetivos propuestos, podríamos suponer que, como seres sociales, cultivamos nuestras capacidades relacionales como un activo estratégico de nuestra vida. Sin embargo, nos encontramos con el fenómeno contrario: el individualismo extremo, el aislamiento, el cambio acelerado de las formas de producción, conocimiento y relación, están provocando un fenómeno que está en la raíz de la pérdida de capital social, de la pérdida de habilidades para interaccionar en red, y de la pérdida de capacidades para conocer y adaptarnos a las exigencias de nuestras sociedades cosmopolitas: el analfabetismo relacional.

Podemos definirlo como la ausencia de las habilidades sociales básicas que permiten una interacción social adecuada, una integraci ón positiva con nuestro entorno, y afrontar y resolver tanto oportunidades como problemas. Vivimos en sociedad, pero no sabemos relacionarnos. No nos formamos para relacionarnos, para resolver conflictos, para integrarnos y comunicarnos, para comprender y manejar nuestras relaciones con los demás. Y cada vez más un número creciente de personas no sabe cómo recuperar sus relaciones, cómo integrarse de nuevo, cómo establecer amistades, complicidades o cómo trabajar en Page 260 equipo. No es extraño que el trabajo en grupo, el liderazgo, la empatía, y la capacidad de crear cohesión dentro del equipo de trabajo y de la empresa, se conviertan en un tema recurrente en la formación de nuestros directivos. Se trata de una de las paradojas más visible en nuestro entorno inmediato: se demandan más habilidades relacionales, para comunicarnos, trabajar en equipo, afrontar retos y oportunidades...; pero cada vez más, las personas vivimos de forma aislada, volcados en chats o en juegos en red, incapaces de sentarnos a dialogar y resolver problemas o afrontar oportunidades con nuestros familiares, amigos o compañeros de trabajo. Por ello, es necesario analizar cómo recuperar estas habilidades, capacitándonos para saber relacionarnos y afrontar con éxito nuestra propia trayectoria vital. ¿Cómo hacerlo? Mediante un adecuado conocimiento de la dinámica de la interacción social, y mediante una metodolog ía científica que permita utilizar la acción social comunitaria como mecanismo de reforzamiento y restauración de nuestras habilidades sociales, tanto en el ámbito de la empresa, de la comunidad, del grupo, de la familia, como en el ámbito personal.

El analfabetismo relacional es la consecuencia final de la ideología que entroniza el individualismo como eje de la vida social, y que se expresa en un modelo de consumo en el que sólo existe el mercado, individualizando las prácticas, fragmentando y encerrando a cada persona en el sueño de la autosuficiencia. Sin embargo, este planteamiento esconde una verdad amarga: el aumento de las desigualdades, derivado de la imposibilidad de hacer frente a los retos estructurales que nos pueden conducir a la exclusión social, desde una perspectiva centrada exclusivamente en la acción individual. En este sentido, «una sociedad centrada sólo en el consumo mercantil corre el peligro de convertirse en simulacro, de degradar y desgastar sus formas de solidaridad hasta convertirse en un simple agregado de egoísmos excluyentes» (Alonso, 2004: 41). Además, tal y como hemos visto, la incapacidad para la interacción social, las dificultades relacionales, la pérdida de la capacidad de integración en grupos y comunidades, y de mantenerse en ellos a lo largo del tiempo, no solo tiene efectos sobre la integraci ón dentro de la sociedad. También tiene consecuencias deletéreas sobre nuestra propia personalidad, sobre nuestra experiencia vital: desde la amistad hasta la lealtad, pasando por la cooperación altruista o el trabajo en equipo, todas las experiencias básicas de la vida humana en torno a las cuales construimos dialógicamente nuestra identidad personal, son experiencias que demandan la interacción con los otros, con el resto de personas que también son sujetos de la vida social. Al no relacionarnos adecuadamente, nos aislamos y nos incapacitamos para aprovechar oportunidades y afrontar retos. Y perdemos la oportunidad de ser nosotros mismos, de experimentar nuestra propia identidad. Como muestran las investigaciones sobre el capital social, la honradez o la confianza en los otros generan sociedades más eficientes económicamente, pero también más felices y con mejores niveles de salud física y psíquica. Como hemos indicado anteriormente, la experiencia de la acción comunitaria no solo permite obtener objetivos que de otro modo serían inalcanzables para las personas en su acción individual. Una cuesti ón esencial es la siguiente: al experimentar la dinámica del encuentro y la acción colectiva, al experimentar la dinámica de la negociaci ón, participación, distribución del poder, y evaluación de resultados, experimentamos nuestra propia vida como proyecto personal y como proyecto en interacción con otros, y articulamos también nuestra propia identidad como seres humanos.

5. Cultura, valores y bienestar: hacia la ciudadanía democrática

Si queremos profundizar en la noción de ciudadanía basada en la igualdad, en el pro- Page 261 yecto de bienestar propio de nuestras sociedades democráticas, y en su dimensión comunitaria, es necesario analizar brevemente la relación que existe entre cultura, valores y bienestar, ya sea entendida la cultura como un proceso progresivo de conquista del bienestar, basado en la idea del optimismo histó- rico propio de la Ilustración; o ya sea entendida como una adaptación a las necesidades materiales de la especie humana (el materialismo cultural); o bien se defienda una posici ón relativista cultural que descarta la presencia de necesidades constantes y comunes a lo largo del tiempo y del espacio en los seres humanos.

5.1. Componentes de la cultura

Las comunidades humanas no son tan diferentes unas de otras. A pesar de una marcada predisposición por resaltar las diferencias, los antropólogos, al estudiar las diversas culturas desarrolladas a lo largo de tiempo, han constatado elementos comunes entre las diversas sociedades. Cuando estos componentes se encuentran en todas o casi todas las culturas, se denominan «universales culturales ». La compleja relación entre identidad y diferencia en cada persona, y en cada cultura, no puede hacernos olvidar aquellas caracter ísticas que comparten, tal y como muestra la evidencia empírica. Sin embargo, la definici ón, caracterización y análisis de estos posibles 'universales culturales' ha provocado un intenso debate entre los antropólogos: las grandes variaciones que se dan pone en cuesti ón cualquier tipo posible de clasificación. El establecimiento de una tipología general de rasgos comunes a todas las culturas (por ejemplo, la tipología propuesta por Murdock -cuadro nº 1-) nos puede servir como punto de partida para la investigación y la comparaci ón entre culturas, pero debemos ser conscientes de las enormes variaciones que se dan en la realidad, y de la consistencia solo relativa de cualquier clasificación.

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CUADRO 1. TIPOLOGÍA DE UNIVERSALES CULTURALES SEGÚN G.P. MURDOCK

- La existencia de una lengua gramaticalmente compleja

- La existencia de un sistema familiar, en el que existe la institución del matrimonio, y una serie de normas que determinan el cuidado de los hijos

- La existencia de rituales religiosos

- La prohibición del incesto (prohibición de relaciones sexuales entre parientes cercanos, como padre e hija o madre e hijo)

- Las reglas de higiene

- El arte, la danza y el adorno corporal

- Los juegos

- Los regalos

- Sistemas de producción y distribución de bienes y servicios

Fuente: G. P. Murdock (1969): Ethnographic Atlas, Pittsburg, University of Pittsburg Press.

A pesar de las dificultades para establecer la existencia de universales culturales claramente definibles, en cada cultura podemos detectar pautas de comportamiento y de pensamiento relacionadas con la supervivencia en el medio ambiente, la reproducción, la organización del trabajo y del reparto de los bienes y servicios que se producen, la organizaci ón de la vida doméstica y de las relaciones entre las personas, las familias, los grupos y las comunidades? Junto con otras dimensiones, como aspectos creativos, artísticos, lúdicos, o expresivos de la vida humana, en toda cultura juegan un papel fundamental los valores: aquellos principios que rigen el comportamiento y permiten diferenciar lo bueno de lo malo, lo aceptable de lo detestable en un entorno dado. Existe toda una fundamentaci ón ética de la vida común, que se expresa a través de relatos, ejemplos, normas de comportamiento y leyes. Esta urdimbre de valores permite la comunicación y la interacción sobre la base de un proyecto común, una noción de naturaleza humana ligada a dichos valores. En este sentido, la ciudadanía, la igualdad y el derecho a encontrar una estructura de oportunidades que permita ejercer dicha ciudadanía, conforman el suelo sobre el que se levantan los valores de nuestra sociedad en los inicios del siglo XXI.

5.2. La igualdad en el siglo XXI: ¿es posible superar el debate entre el optimismo, el relativismo y el materialismo cultural?

La existencia de culturas diversas, sus mutuas interacciones, y la evolución a lo largo de la historia de las sociedades, suscita siempre las mismas preguntas: ¿Evolucionamos hacia una única cultura global? ¿Es posible generar una nueva cultura a partir del encuentro de culturas previas? ¿Estamos limitados por nuestra cultura, y no podemos salir de su esquema de interpretación, hasta el punto de afirmar que no es posible encontrar un terreno común de reflexión y acción entre diversas culturas? En la última década, hemos asistido a debates sobre el fin de la historia, el choque de civilizaciones, la justificaci ón teórica de la imposibilidad de encontrar puntos de vista compartidos? A menudo, parece que la «convivencia» solo puede formularse como «coexistencia pacífica inestable», hasta que se genere un nuevo conflicto de intereses, sin llegar a una simbiosis más positiva entre las culturas y las personas?

Para poder hacer frente a este debate, el punto de partida no puede ser otro que la defensa de la racionalidad científica. Tenemos la capacidad de superar nuestras barreras culturales e ideológicas, de transformar nuestras organizaciones y la distribución del poder en nuestras sociedades, y además podemos demostrarlo empíricamente. El cambio social, los procesos de transformación y de crítica de nuestro modelo de vida, la capacidad colectiva de modificar nuestras pautas de acción, muestran que efectivamente podemos, gracias a la razón y el análisis científico, encontrar un espacio común de diá- logo, análisis y encuentro entre culturas, personas, y diferentes intereses.

Diversas teorías han intentado explicar las variaciones culturales. A continuación vamos a analizar brevemente tres de ellas: la teoría del progreso indefinido, el relativismo cultural y el materialismo cultural.

5.2.1. El optimismo histórico y la idea del progreso indefinido

Durante el siglo XVIII, en el período histó- rico que denominamos Ilustración, se desarrollaron varios intentos sistemáticos de explicación de las variaciones culturales. La idea de progreso dominaba generalmente las distintas teorías, de tal manera que se explicaban las diferencias entre unas culturas y otras en función de las supuestas fases en las que se encontraban, dentro de un movimiento común ascendente, ligado a la confianza en la razón científica y el progreso tecnológico.

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La formulación más radical de esta confianza se encuentra en el determinismo tecnológico, que postula una secuencia progresiva de innovación y descubrimientos que de forma necesaria acabará resolviendo los problemas de la humanidad. La fe en el progreso, entendido como un movimiento ascendente de los conocimientos, del bienestar personal y de la organización social, política y económica, caracteriza la obra de autores tan diferentes como Augusto Comte, Denis Diderot o Adam Smith.

Para Comte, la historia de la humanidad es la historia del progreso del conocimiento y de la sociabilidad. Esta evolución ascendente la expresó con su conocida ley de los tres estadios por los que pasan las sociedades humanas: el teológico, el metafísico y el positivo. Cada uno de ellos implica un progreso sobre el anterior, alcanzado un nivel superior de realización personal y colectiva. ¿Cuáles son sus características fundamentales? En el estadio teológico, se explican los acontecimientos y los seres de la naturaleza en referencia a seres y fuerzas sobrenaturales, que aparecen como la causa última de la realidad.

En el estadio metafísico, las causas de los fenómenos no son ya las potencias sobrenaturales, sino las entidades o ideas abstractas. Se recurre a conceptos que, si bien permiten independizar los razonamientos de las influencias del pensamiento mítico y teológico, se caracterizan por buscar explicaciones absolutas que abarcan toda la realidad. En el estadio positivo, las personas abandonamos las pretensiones metafísicas y teológicas, y buscamos dominar la realidad mediante la observación, tratando de adquirir conocimientos empíricos que puedan ser comprobados mediante la experiencia. Por ello, esta etapa final se caracteriza por la búsqueda de las relaciones entre los hechos, a partir de la observación y la medición, buscando las leyes que operan en dichas relaciones.

Dentro de las teorías que interpretan la evolución de las culturas en un sentido ascendente y determinado por una ley intrínseca a los acontecimientos históricos, debe resaltarse la teoría marxista. Para Karl Marx, las culturas atraviesan una serie de etapas (comunismo primitivo, sociedad esclavista, feudalismo, capitalismo y comunismo), que culminan en el conflicto entre capital y trabajo, entre burgueses y proletarios, en la sociedad industrial, y que se resuelve en una nueva y última fase, la sociedad comunista, en la que la lógica de la propiedad privada y de la oposición entre poseedores y poseidos, desaparece.

La evolución histórica no puede analizarse, frente a la postura comtiana, como un proceso lineal. Es un proceso dialéctico. A través de los conflictos y choques de la historia se va a avanzando mediante transformaciones cualitativas de la realidad social e histórica. La meta última de este proceso es la supresión de la alienación de los seres humanos frente a la naturaleza, frente a sí mismos, frente a los demás, y frente a su propia actividad, aboliendo toda forma de esclavitud e injusticia.

La idea del progreso, de una evolución lineal y gobernada por una lógica intrínseca al desarrollo social y económico, ha sido duramente criticada, tanto por contemporáneos ilustrados como Jean Jacques Rousseau, como por muchos otros pensadores en los siglos XIX y XX. Podemos diferenciar dos grandes líneas críticas. Aquellos que critican el optimismo histórico basándose en las grandes catástrofes producidas precisamente gracias al avance de la ciencia y la tecnología (por ejemplo, la aplicación de los mejores recursos de la ciencia y la tecnología a la fabricación de artefactos para destruir la vida y la cultura humana, como la bomba atómica), evolución que muestra la descoordinación entre la dimensión moral y la dimensión tecnológica, hasta el punto de caracterizar el progreso como un proceso que, en términos de Horkheimer, es a la vez liberación y desventura. Y aquellos que critican el discurso optimista porque, sin negar los grandes avances logrados en los últimos siglos, se basa en una absolutizaci ón del modelo de vida occidental, pro- Page 264 yectando en todo el planeta una cosmovisión que reduce a las personas a consumidores, y entroniza un modelo de relación con la naturaleza basado en la objetivación de la misma, en su reducción a materia pasiva, sin identidad, lo que lleva a una colonización extrema en la que no se respeta su identidad propia.

En ambos casos, la crisis del proyecto optimista ilustrado ha dado lugar a lo que se ha denominado la posmodernidad. Su influencia explica el auge del relativismo y la exacerbaci ón de un individualismo que, paradójicamente, refuerza nuestra incapacidad para intervenir en el gobierno de nuestro propio destino. Podemos ver sus efectos en las llamadas «guerras de la ciencia» (Blanco, 2001), en las que se debate el nivel de «verdad» que puede alcanzarse mediante el razonamiento científico. De forma opuesta a la visión tradicional sobre la relación entre la ciencia y la verdad, diversos autores vinculados con lo que genéricamente se denomina la posmodernidad, analizan la innovación científica y el desarrollo tecnológico como resultado de un simple juego de intereses sociales en conflicto (Sokal y Bricmont, 1999).

Desde los planteamientos posmodernos, se han formulado severas críticas a los grandes proyectos, o «meta-relatos», herederos del proyecto ilustrado. Se trata de aquellas teorías que intentan ofrecer una interpretaci ón de la totalidad de lo real: nos ofrecen un camino de progreso, un sistema de interpretaci ón, y un conjunto de valores que articulan la historia y la evolución de personas, grupos y comunidades. Pero la crítica de la Ilustraci ón y la Modernidad no disuelve la realidad en un flujo discontinuo en el que se mueven personas, grupos y organizaciones. No elimina los factores estructurales que favorecen la reproducción de las desigualdades. En paradójico contraste con su discurso, que insiste en la fragmentación, la individualizaci ón y la desintegración, las personas nos enfrentamos a un entorno extremadamente estructurado. Se disuelva o no el sujeto en una superposición de textos y sueños, la realidad externa sigue siendo muy poco dúctil o flexible. Desde nuestro punto de vista, los procesos de exclusión social, y las consecuencias de las nuevas innovaciones científico-tecnol ógicas, reclaman un nuevo consenso social, un nuevo «metarelato», basado en la noción de ciudadanía, la igualdad de todas las personas, y la configuración estructural de nuestro entorno para hacer posible el ejercicio de nuestro proyecto personal, grupal y comunitario.

5.2.2. El relativismo cultural

El particularismo histórico, desarrollado por F. Boas y sus discípulos en las primeras décadas del siglo XX, se opone a la concepción de la historia de las culturas como un proceso evolutivo en el que se puede diferenciar entre culturas superiores, más evolucionadas, y culturas inferiores, menos evolucionadas. Para Boas, cada cultura tiene una historia y un conjunto de rasgos específicos que la hacen incomparable con cualquier otra. Por ello, no puede haber una ciencia de la cultura que pretenda llegar a un conocimiento universal y globalizador sobre todas las culturas.

No existe un proceso único en el que todas las poblaciones van evolucionando hacia una cultura y una lengua superior. Si cada cultura es única, y tiene una historia propia, no es posible diferenciar entre culturas superiores e inferiores. Cada una tiene su propia particularidad. Esta perspectiva teórica recibe el nombre de «relativismo cultural». Para los relativistas culturales, es necesario estudiar la complejidad de las culturas primitivas, en las que se observan rasgos propios y particulares, muchas veces subestimados desde el punto de vista de los investigadores europeos.

La perspectiva relativista choca con la postura etnocentrista que favoreció el colonialismo europeo por todo el mundo durante el siglo XIX. El discurso sobre la superioridad de la cultura europea, e incluso de la raza europea (aunque dentro de la propia Europa Page 265 existían conflictos culturales y étnicos, y así puede explicarse el nacionalismo étnico y expansivo del nazismo alemán, pero también otros más recientes como nos muestran los conflictos relacionados con la «limpieza étnica » en los territorios que conformaban la antigua Yugoslavia), ocultaba algo mucho más simple: la superioridad tecnológica y militar de los europeos, que permitió el colonialismo y la explotación de aquellas zonas del mundo incapaces de defenderse y competir ante dicha superioridad militar. Hoy en día, la evolución de muchos de aquellos países, tras desarrollar su potencial económico, militar y tecnológico, como China o la India, ponen de relieve el carácter arbitrario de dichas teorías. A la vez, puede volver a generarse un sentimiento de superioridad cultural y étnica en estos nuevos actores en el concierto mundial de países, (que buscan alcanzar una posici ón de dominio y ventaja competitiva sobre los demás, y también sobre los Estados Unidos de América y la Unión Europea). En este sentido, las teorías racistas no tienen un apoyo científico, ya que el concepto de raza no permite explicar la diversidad y la evolución de la especie humana. Su papel se reduce a actuar como instancia de legitimación de la superioridad militar, económica o política de un determinado grupo en un determinado momento de las historia.

Sin embargo, el potencial liberador de las teorías relativistas en un contexto histórico marcado por la colonización, la emergencia de movimientos ligados a la mejora de la raza (los experimentos eugenésicos, fundamentalmente procesos de esterilización para impedir una transmisión de genes «defectuosos», fueron utilizados en las primeras décadas del siglo XX en Suecia, Estados Unidos de América o Alemania, y en su nombre se cometieron auténticas aberraciones que causaron estragos en las poblaciones afectadas), y un nacionalismo étnico expansionista como el que representaba el nazismo hitleriano, no debe movernos a una aceptación acrítica de los principios relativistas. No se trata de discutir el valor intrínseco que tiene la diversidad cultural, la diversidad lingüística y las diferentes formas de vida a lo largo de la historia. Al contrario, se trata de afrontar la heterogeneidad para construir un espacio común de convivencia democrática. Los flujos migratorios, la heterogeneidad y la mezcla de culturas y personas en nuestras sociedades han puesto de relieve la necesidad de establecer mecanismos de interacción, encuentro e intercambio cultural para poder gestionar dicha diversidad. ¿Dónde encontrar un primer punto de apoyo para establecer un análisis intercultural que desarrolle un concepto de ciudadanía válido para nuestra sociedades heterogéneas? Desde nuestro punto de vista, en el principio de la igualdad radical de todas las personas, y su consecuencia, la configuración estructural de la sociedad para que puedan desarrollarse como tales. La igualdad de hombres y mujeres, su capacidad de participaci ón, su derecho a la educación, la sanidad o el voto, son principios básicos para articular un modelo de sociedad en el que, sobre la base de las tradiciones aportadas por cada colectivo, podemos conjuntamente establecer las bases de un proyecto común, o de al menos un proyecto en el que la metodología para decidirlo (la participación democrática desde la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley) sea común, (lo cual implica ya compartir un principio básico sobre nosotros mismos y sobre nuestro modelo relacional).

En este sentido, el proyecto de construcci ón de una identidad europea en la Unión Europea es una de las experiencias civilizatorias más interesantes que se han llevado a cabo en los últimos siglos. Sobre la base del respeto a las diferencias, el motor de la diná- mica comunitaria en la UE es la voluntad de compartir, más allá de ellas, un espacio común para la toma de decisiones basado en la igualdad, la ciudadanía y la democracia, mediante una dinámica denominada de «geometr ía variable», en la que pequeños avances van generando cambios muy relevantes. Esta Page 265 dinámica nos permite establecer un espacio de racionalidad, de derechos y de oportunidades, que se mantiene en un difícil equilibrio entre el optimismo ingenuo de las teorías que postulan un progreso indefinido, y el pesimismo de las posturas relativistas extremas, que solo conciben la realidad como un conjunto de compartimentos estancos que no pueden interaccionar ni relacionarse más que en la lógica del conflicto o la lógica del olvido y coexistencia sin relación, puesto que son inconmensurables entre sí. Para el profesional que trabaja con colectivos que sufren cualquier tipo de discriminación, es muy relevante disponer de argumentos para hacer frente a las críticas a la acción comunitaria derivadas de las posturas relativistas extremas, y de un individualismo que no deja espacio para la acción colectiva. Si no es posible la comunicaci ón, ni el análisis compartido, ni la defensa de proyectos comunes, el ámbito para la interacci ón comunitaria se reduce enormemente.

Y, además, este tipo de planteamiento nos incapacita para actuar ante retos que nos afectan a todos, como mejorar las condiciones educativas de un barrio degradado, sea cual sea la procedencia y cultura originaria de sus integrantes.

5.2.3. El materialismo cultural

El materialismo cultural analiza las diferencias y semejanzas en el pensamiento y la conducta de los grupos humanos partiendo del siguiente principio: las explicaciones causales de dichas semejanzas y diferencias se encuentran en las diferentes limitaciones materiales a las que está sometida la experiencia humana. Por ello, hay que partir del estudio del entorno material para explicar la diversidad. Los condicionamientos materiales de todo tipo, las limitaciones establecidas por la biología y el medio ambiente, generan un contexto ante el que las personas se adaptan de formas muy diversas. ¿A qué necesidades se refieren los materialistas culturales?

Se trata de las necesidades derivadas de la producción de alimentos, útiles, máquinas, abrigo y aseguramiento de la descendencia biológica. El materialismo cultural pretende, en base a las condiciones materiales de la existencia, explicar las variaciones en todos los ámbitos de la cultura: en el ámbito de los valores morales, las creencias religiosas, o las experiencias artísticas. Las variaciones en las constricciones materiales que afectan a la manera en que la gente afronta los problemas que se le presentan a la hora de resolver sus necesidades básicas en un hábitat dado, son las causas más probables de variación en los aspectos mentales o espirituales de la vida humana. En la historia de nuestras sociedades, la evolución cultural aparece, desde este planteamiento teórico, como un proceso de ensayo y error, en el que se da una acumulaci ón gradual de aciertos y tecnologías útiles que facilitan la satisfacción de las necesidades básicas materiales.

El concepto de «necesidades básicas» utilizado por el materialismo cultural ha suscitado muchas críticas desde posturas teóricas muy diversas. ¿Qué es una necesidad básica? ¿Cómo definir de manera concreta necesidades básicas universales que se puedan encontrar en todas las culturas, y que se solucionen de la misma manera? Margaret Mead mostró en múltiples investigaciones que hay una enorme variedad de formas de solucionar las mismas necesidades en diferentes culturas (adaptándose y transformando las mismas condiciones materiales, han surgido culturas muy diferentes). Y, desde la perspectiva de la antropología simbólica, el concepto «necesidades básicas» es una construcción teórica que no responde a la realidad: no hay necesidades básicas universales que estén establecidas por igual en todas las culturas. Al contrario, el estudio de los símbolos de cada cultura muestra que las necesidades básicas dependen de dichos símbolos, y de la forma de interpretar la realidad propia del cultura en la que se está inmerso. En el transcurso del tiempo, y mediante el lenguaje simbólico, cada sociedad ha ido adquiriendo y expresan- Page 267 do aquellas formas de vida y aquellos sistemas de interpretación que considera más relevante. Esta estructuración simbólica define, por lo tanto, aquello que se considera necesario y la forma de satisfacerlo. En nuestra sociedad globalizada actual, junto con los símbolos de cada cultura, podemos preguntarnos si está emergiendo una cultura global, ligada al capitalismo tecnológico avanzado, la innovación tecnológica, y una estratificación social global, con nuevas ?clases? o ?estratos? globales que interaccionan entre sí, ya sean directivos internacionales o personas valiosas para el mercado a nivel global, nuevos consumidores, o nuevos excluidos también globales, en un proceso de estructuración y desestructuración de nivel planetario (Castells, 1997).

6. Interculturalismo y ciudadanía: ¿cómo construir la igualdad en sociedades complejas?

Toda cultura ejerce una fuerte presión sobre las personas, transmitiendo un conjunto de pautas de pensamiento y de comportamiento. El concepto «personalidad básica» es utilizado por los científicos sociales para analizar el conjunto de rasgos sociales estereotipados que reproducen los miembros de una cultura determinada. En este sentido, podemos diferenciar tres conceptos: persona (que hace referencia a la individualidad radical de cada uno de nosotros), personalidad (que hace referencia al conjunto de cualidades que nos distinguen, sobre la base de nuestro temperamento y nuestra evolución psicológica), y personalidad social (el conjunto de rasgos típicos de una cultura que son internalizados en mayor o menor grado por cada uno de sus miembros). En este sentido, más allá de rasgos genéricos como los denominados por Kardiner y Linton «personalidades básicas tipo», hay que resaltar que al desempeñar papeles distintos, adoptamos pautas de comportamiento específicas, o roles, como el de madre, profesora o pianista, con comportamientos establecidos y esperados por los demás, y que permiten la mutua orientación al compartir las expectativas sobre la acción de las personas con las que interactuamos. Es importante analizar las culturas de procedencia de cada persona, la emergencia o no de patrones de comportamiento colectivos en la comunidad o zona sobre la que se va a desarrollar el proyecto de intervención, y cómo cada uno de nosotros proyecta en su interacción social los modelos culturales en los que ha sido socializado.

Gestionar la diversidad es clave para lograr movilizar a comunidades heterogéneas en la defensa de objetivos colectivos comunes. Además, la diversidad no se da solamente entre las personas en función de la cultura de origen. Dentro de cada cultura, se dan diferentes niveles de ajuste a las pautas culturales dominantes, y, en nuestras sociedades, las personas reciben influencias de culturas que entran en conflicto muchas veces. La existencia de retos colectivos nos obliga a adoptar pautas de acción comunitaria que implican diálogo, comunicación, diagnósticos compartidos y estrategias comunes. Desde las consecuencias del cambio climático hasta los problemas derivados de la degradación urbana, el analfabetismo y la violencia juvenil, los desafíos nos llevan a autoorganizarnos, y en este proceso experimentamos de hecho lo que se denomina 'interculturalismo': aquella perspectiva teórica que va más allá del multiculturalismo como pura coexistencia de culturas inconmensurables entre sí, hasta establecer mecanismos para un diálogo intercultural que permita generar nuevas y mejores pautas de comportamiento, y adoptar estrategias comunes de adaptación a nuevos y viejos problemas.

Desde este punto de vista, hay que programar acciones concretas que favorezcan la igualdad de oportunidades partiendo de un doble principio: la heterogeneidad de personas, grupos, pautas culturales y sistemas de creencias y valores que se dan en nuestro Page 268 entorno; y el sistema de valores ligado a la noción de ciudadanía democrática: la igualdad de todas las personas ante la ley, la igualdad de todas las personas a la hora de perseguir sus objetivos legítimos, y la igualdad de todas las personas como sujetos de su propia vida, lo que implica la participación de cada una de ellas en la toma de decisiones sobre las cuestiones que nos afectan colectivamente.

La dignidad e igualdad de los seres humanos es el motor que dinamiza la democracia como sistema de solución de los problemas mediante la participación y la representación, tanto en el ámbito político (a través de los partidos políticos y las elecciones) como en la gestión interna de cada comunidad (mediante el debate público, y la participación en el diagnóstico, el diseño, la intervención y la evaluación de cualquier proyecto o tarea que se quiere realizar). Por ello, en sociedades en las que las personas somos sujetos y no objetos, en las que partimos de la igualdad, la dinámica democrática se caracteriza por perseguir una mayor participación, una mayor capacidad de ser ?sujetos?, en todas las dimensiones de la vida.

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GRÁFICO 2. LA DINÁMICA DEMOCRÁTICA DE LA IGUALDAD: EXPANSIÓN

EN ESFERAS CONCÉNTRICAS DE RADIO CRECIENTE

Fuente: Fernández Garcia, T., López Pelaéz, A. (2007): Trabajo Social Comunitario: afrontando juntos los desafíos

del siglo XXI, Madrid, Alianza Editorial.

[GRÁFICOS DISPONIBLES EN PDF ADJUNTO]

Es un efecto similar al que gobierna la expansión del sonido, o de las ondas de agua cuando son golpeadas por una piedra. El sonido se propaga en forma de esferas concéntricas de radio creciente, y también el principio de la igualdad y de la democracia como sistema de gestión de personas autónomas se propaga en esferas concéntricas de radio creciente (gráfico nº 2): lo que en principio se formuló como igualdad jurídica (igualdad ante la ley y derecho de voto) se ha expandido al ámbito educativo (derecho universal a la educación), y ha alcanzado tanto el ámbito económico (igualdad ante el mercado, y transformación del mismo para que las personas puedan ver reconocidos sus derechos) como el sanitario (sanidad para todos) como el relacionado con el bienestar y el apoyo en situaciones de dependencia (como muestra la reciente legislaci ón sobre dependencia en España). De ahí la paradoja en la que vive el debate económico sobre la vigencia del denominado Estado del Bienestar. Frente a los análisis neoliberales que demandan su desmantelación y una mayor individualización de los recursos y las prestaciones, la tendencia real es la contraria.

Lo que nos encontramos es una demanda de universalización de sus prestaciones, en las que nuevos colectivos reclaman sus derechos, que implican crear las condiciones estructurales para poder vivir como ciudadanos (López Peláez, 2006).

7. ¿Qué puede aportar el trabajo social para lograr una igualdad real de oportunidades para todos?

Una de las principales conclusiones que se deriva de la crisis del modelo neoliberal es la siguiente: es necesario afrontar las causas estructurales de la desigualdad, y para ello es necesario actuar colectivamente. No basta una estrategia basada en la habilidad y racionalidad del sujeto individualmente considerado. Las nuevas y viejas formas de desigualdad y de exclusión social operan en un entorno caracterizado por la expansión de las nuevas tecnologías y la reestructuración del sistema de producción capitalista. La nueva estructura de oportunidades y riesgos puede ser aprovechada de mejor manera si se tienen fuertes lazos sociales, si el capital social de una sociedad determinada es más intenso, y si existe la capacidad de organizarse para alcanzar objetivos comunes. Es necesario también crear nuevos lazos, fortalecer la interacci ón social, dirigir la acción colectiva hacia otros objetivos que finalmente redundan en el mayor valor añadido de invertir en la zona: mejora de los sistemas educativos, del entorno medioambiental, de la capacidad de generar y apoyar nuevas ideas y proyectos, de capacitar a las personas para abordar colectivamente las nuevas posibilidades y retos. Por otra parte, la globalización pone de relieve la vigencia de fortísimas desigualdades a nivel global, que también demandan acciones colectivas comunitarias para hacerles frente, tanto presentando experiencias de acción colectiva comunitaria exitosas en otros lugares, como favoreciendo el uso de las nuevas tecnologías para crear comunidades que persiguen objetivos definidos.

En este sentido, el Trabajo Social como disciplina científica, con sus diversas especialidades, buscan enriquecer a cada persona, aumentar su poder, su capacidad de decisión y de integración, mediante la recuperación o fortalecimiento de sus habilidades relacionales básicas, y de su propio equilibrio personal.

La condición previa para vivir una vida como ciudadanos iguales es poder hacer frente a desafíos, problemas y oportunidades, y para ello tenemos que aumentar nuestro empowerment personal y comunitario, siendo capaces de organizarnos colectivamente para afrontar retos estructurales que no pueden ser resueltos desde una perspectiva individual. Especí- ficamente, capacitarnos para la interacción comunitaria en un entorno caracterizado por la primacía teórica del individualismo neoliberal, un mayor aislamiento en el entorno social real, y una progresiva expansión de las Page 270 interacciones sociales a través de la red, se convierte en una cuestión clave para poder alcanzar una igualdad real en la Europa del siglo XXI. Y es uno de los objetivos de una disciplina, el Trabajo Social Comunitario, que cada vez es más demandada por los profesionales de los Servicios Sociales en España.

8. Referencias

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