De los cinco reinos a la empresa ibérica de las Navas de Tolosa

AutorModesto Barcia Lago
Páginas307-315

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A pesar de las difi cultades e interferencias ajenas, y a pesar de los intereses y broncas de corto alcance de los actores, el pálpito ibérico continuaba, como el viejo topo, la zapa tenaz de la topera. Por debajo de las ambiciones de cada uno de los actores, subyaciendo a las rivalidades y disputas entre los Reinos cristianos por el espacio peninsular, ese ortograma de unidad ibérica seguía funcionando y, como escribe SUÁREZ FERNÁNDEZ, "las continuas fricciones y desajustes en cuanto a la distribución de ese espacio eran una prueba más de esta unidad"776.

Es cierto que después de Alfonso VIII de Castilla el título de Emperador dejó de utilizarse en los documentos oficiales. El Imperio hispánico ya no existía como realidad jurídica. Poco importa; subsistía la vieja tendencia hacia un proyecto político estructurador de Iberia, subyacente a las pasiones disolventes. Tiempo de desencuentros, si se quiere, los "Cinco Reinos" eran ramas del árbol ibérico que, si bamboleadas en direcciones muchas veces enfrentadas por los vientos de la desunión, se nutrían, no obstante, de la misma savia que daba vida a aquel árbol.

Castilla y la reconstrucción del ortograma ibérico

La principalía de Castilla -más que un territorio, un proyecto "que va peregrinando, que se va desplazando", en expresión de J. MARÍAS777- hacia donde se había descentrado el núcleo imperial con Alfonso VII, como nos advertía el profesor CAETANO, había quedado demostrada en el momento de la división del Imperio Alfonsino, al ser entregada al hijo primogénito, Sancho III, quien apenas gobernó un año, pero dejó a su tempranera muerte un hijo niño, Alfonso VIII. Page 308

Esta importancia del Reino castellano había dado lugar a desconfianzas y antagonismos de los otros Reinos hispanos, menos fuertes y dinámicos. Si en la minoridad de Alfonso VIII, su tío Fernando II había intentado ejercer una cierta tutela en el Reino castellano sobre la base de los restos de la hegemonía imperial de León, atento a las pugnas nobiliarias de los Lara y los Castro, con su hijo y sucesor, Alfonso IX, se recrudecería la porfía entre Castilla y León, los pilares del Imperio hispánico, mientras que el Rey de Navarra tampoco descuidaba la ocasión para su particular proyecto de engrandecimiento. El empuje mostrado por el Rey niño de Castilla a partir de 1177, agravó los recelos y antagonismos, conduciendo, en 1191 en Huesca, al concierto de una gran coalición anti castellana entre Alfonso IX de León y Sancho I de Portugal -que concertaron el matrimonio de la hija de éste, Doña Teresa, con el leonés-, Sancho VII de Navarra, e incluso Alfonso II de Aragón; éste se había incorporado al proceso conspiratorio de los otros atendiendo a los intereses del proyecto occitánico con el que entonces aún soñaba en detrimento de la causa hispánica, pero que, como quedó expuesto más atrás, habría de ser abandonado ante los muros de Muret por su sucesor Pedro II el Católico, enredado, bien a su pesar, en los problemas de la herejía albigense por razones de aquel equívoco geopolítico.

En este contexto de equilibrios precarios, el plan estratégico papal atendía a la doble preocupación de obstaculizar la unión ibérica, sin que los desencuentros impidieran la coalición contra la grave amenaza que representaba el auge del creciente poderío de los almohades. La "solución portuguesa" que implicaba el matrimonio de Alfonso IX, él mismo hijo de la Infanta lusa Doña Urraca Afónsez, con su prima Doña Teresa, hija de Don Sancho I, resultaba para los estrategas de la Sede pontifi cia intolerable, y no, claro, porque no pudiera ser dispensado el impedimento parental, como ya se había negado al matrimonio de Fernando II con Doña Urraca del que había nacido Alfonso IX, y que había sido por ello declarado nulo; había otras razones poderosas diferentes de las canónicas: un reforzamiento del Reino de León, depositario de la legitimidad histórica del viejo ortograma imperial ibérico, resituando al joven Reino de Portugal, que había nacido de él, en su sintonía, podría constituir la levadura de una renovación de aquel ortograma en el Reino que, en la época de Alfonso VI, más resistencia había puesto a amoldarse a las implicaciones de la plenitudo potestatis del Solio de San Pedro, malogrando así, la sutil recomposición en favor de Roma del Imperio Hispánico, que con Alfonso VII, el Raimúndez, se había conseguido desplazando hacia Castilla, donde las "novedades" borgoñona-cluniacenses encontraban un terreno más fértil, el centro neurálgico del poder imperial y el equilibrio de los Reinos cristianos de la Península.

Era, desde luego, una estrategia delicada y cuidadosa, que toleraba la vanidad del Emperador leonés sin reconocerlo formalmente como tal, sino tan sólo como el más importante de los Reyes peninsulares, al tiempo que se animaba el enfeudamento portugués a la Sede romana; pero sin prisas por oficializarla, ya que Page 309 resultaban contraproducentes durante el reinado imperial, primero, y mientras Fernando II de León era suficientemente fuerte y acariciaba pretensiones de Rex Hispaniarum, ejerciendo la infl uencia tutelar sobre la Castilla de su sobrino, el muchacho Alfonso VIII, después,

Sin que, a cambio, Portugal ofreciera entonces una base asentada de poder sólido. Naturalmente, cuando la herencia de Alfonso VII había roto el corsé del marco imperial y dejaba a Castilla, pasada la minoridad de Alfonso VIII, como poder preeminente respecto de los demás, era lógico que este Reino fuera la opción del Papado y no consintiera una coalición que pusiese en peligro esa preeminencia. El debilitamento de León era, pues, un objetivo crucial e irrenunciable en la estrategia pontificia. A cuyo objeto, la Diplomacia romana forzó que la coalición anticastellana de Huesca quedara sin efecto práctico, aunque no pudo impedir la grave derrota de Alfonso VIII de Castilla en Alarcos en el año 1195, que insufl ó alientos a los africanos y dio ánimos a León. El Papa Celestino III, por medio de su Legado el Cardenal Gregorio, impuso en...

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