Cesión global de activo y pasivo

AutorManuel González-Meneses - Segismundo Álvarez
Páginas391-463

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I Concepto y función

El Título IV de la LME está dedicado a una «modificación estructural» denominada «cesión global de activo y pasivo».

Más allá de la importancia que en la práctica pueda tener esta operación (lo que va a estar muy condicionado por las razones fiscales que luego expondremos), la misma suscita un extraordinario interés teórico, que trasciende del ámbito del derecho societario. Y ello porque esta cesión global representa algo así como un límite o frontera del pensamiento jurídico, en especial en la nueva concepción que de ella viene a plasmarse en esta nueva ley. Así, la novedosa posibilidad, que enseguida comentaremos, de esta cesión global con conservación de la personalidad jurídica por parte de la sociedad cedente suscita toda una serie de interrogantes que nos obligan a revisar nuestras ideas más elementales acerca no solo de lo que es una persona jurídica y un patrimonio, sino del propio concepto de personalidad o sujeto de derecho en general. En definitiva, lo que entra en crisis al admitirse semejante concepción es algo absolutamente básico y elemental para nuestro sistema jurídico y nuestra forma de pensar como juristas: lo que podríamos llamar el principio de identidad y continuidad de todo sujeto de derecho. Esta idea tiene su fundamento en una determinada concepción del ser humano -como una sustancia individual que perdura en el tiempo- que por traslación extendemos a las personas jurídicas. Y esta idea de identidad y continuidad de la personalidad de cada ser

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humano es algo así como el último basamento de nuestro pensamiento jurídico, porque constituye el fundamento de la noción jurídica más elemental: la responsabilidad o imputación de los actos realizados por un determinado sujeto a ese sujeto. Como esta responsabilidad e imputación tiene lugar en el tiempo (en el presente por referencia a un momento del pasado), presupone necesariamente una continuidad del sujeto y de su identidad personal como soporte de esa imputación al mismo de unos actos acaecidos en el pasado.

Por ello, desde el momento en que la ley viene a admitir (tanto en sede de cesión global como en el supuesto del art. 72 LME) la posibilidad de que una persona jurídica se desprenda de todos los elementos activos y pasivos que en un momento determinado integran su patrimonio, es decir, de todo lo que constituía su total posición jurídica en el mundo, sin que ello vaya ligado a una extinción de su personalidad jurídica y por tanto de su identidad como sujeto de derecho, es como si penetrásemos en una nueva dimensión de pensamiento jurídico. Una nueva forma de pensar que por traslación podría llegar a aplicarse también a las personas físicas. En definitiva, ¿por qué no vamos a admitir para la persona física lo que admitimos ya para las personas jurídicas societarias? ¿Por qué no puede una persona física convertir en objeto de negocio la totalidad de su esfera jurídica en un momento determinado, de manera que pueda traspasar a un tercero (otra persona física o jurídica) todo el contenido actual de su identidad jurídica a cambio de una contraprestación con la que iniciar como desde cero una nueva vida patrimonial? Si nos percatamos de lo que podría suponer semejante posibilidad en sede de personas físicas -una alteración completa de nuestras nociones sobre la responsabilidad e incluso la identidad personal-, nos resulta entonces más patente el significado tan radical y rupturista de este nuevo planteamiento de la cesión global por parte de sociedades mercantiles que encontramos en esta LME.

En cualquier caso, la perplejidad que nos suscita la nueva regulación de esta operación societaria no se limita a la cuestión de alcance general, casi de teoría general del derecho, que acabamos de indicar. Un análisis mínimamente detenido de la normativa contenida en el Título IV de la LME motiva -como vamos a ir viendo- una serie de interrogantes e inquietudes que no tienen nada de teórico ni de abstracto.

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Pero empecemos por el principio, porque para entender el concepto legal vigente de esta operación es preciso recapitular y hacer un poco de historia.

La LSA del año 1990 contenía una enigmática norma en su art. 266 -que ya estaba en la Ley del año 1951- según la cual la disolución de la sociedad abre el periodo de liquidación «salvo en los supuestos de fusión o escisión o en cualquier otro de cesión global del activo y el pasivo». A qué operación se estaba refiriendo el legislador con semejante alusión no era algo muy claro. No obstante, como el precepto estaba en sede de disolución de la sociedad, en la práctica se vino a entender que podía contemplar aquella operación consistente en que, disuelta una sociedad, en vez de liquidar su patrimonio en la forma atomizada ordinaria, se transmite en bloque todo el patrimonio social a un tercero a cambio de un precio en dinero que se reparten luego entre sí los socios como cuota de liquidación. Semejante forma de liquidación podía tener la ventaja de permitir una conservación de la empresa social pese a la extinción de la compañía, así como el aprovechamiento por los socios del posible mayor valor del patrimonio empresarial transmitido como una unidad en funcionamiento, en comparación con lo que sería el valor de los diversos elementos integrantes de dicho patrimonio si se enajenasen por separado.

Sin embargo, lo cierto es que la utilización más habitual de esta operación no ha sido nunca esta venta del patrimonio social a un tercero a cambio de un precio en dinero, sino más bien la transmisión en bloque de ese patrimonio a uno de los socios o, muy especialmente, al socio único en pago de su cuota de liquidación, como forma abreviada de liquidación in natura. Se trata de la operación inversa a lo que se conoce como «filialización» y que ahora, en una de sus modalidades, contempla el art. 72 de la LME. En la filialización, una compañía traspasa en bloque todo su patrimonio o una fracción del mismo a una sociedad íntegramente participada. Mediante la cesión global de activo y pasivo la filial se extingue y traspasa todo su patrimonio en globo a su matriz.

En definitiva, en virtud de la indicada utilización habitual de la misma, la cesión global de activo y pasivo venía a ser un instrumento no para realizar el valor de la empresa social mediante su venta a un tercero, sino más bien para reordenar la estructura de un grupo societario mediante la eliminación de una filial, cuya existencia independiente se

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considera ahora ineficiente, subiendo el patrimonio afecto a la misma a la correspondiente matriz. Todos aquellos elementos patrimoniales de que era titular la matriz por intermediación de la correspondiente filial pasan ahora a ser de titularidad directa de aquélla, ya sin esa intermediación o interposición.

En el ámbito legal interno, este posible uso de la cesión global del activo y del pasivo encontró -además de un apoyo en esa escueta alusión del art. 266 LSA- una tipificación expresa en el ámbito fiscal. En la Ley 29/1991, de adecuación de determinados conceptos impositivos a las directivas y reglamentos de las Comunidades Europeas, se va a considerar fiscalmente como una fusión -a efectos de la posibilidad de acogerse al régimen de neutralidad fiscal correspondiente- la opera-ción consistente en que «una entidad transmite, como consecuencia y en el momento de su disolución sin liquidación, el conjunto de su patrimonio social a la entidad que es titular de la totalidad de los valores representativos de su capital social».

Obsérvese que esta primera tipificación legal más explícita del supuesto se realiza -y esto no deja de ser muy significativo para lo que en seguida vamos a ver- subsumiendo al mismo tiempo dicho supuesto en el concepto de fusión. No era extraño que se hiciera así, a la vista de lo que por entonces ya disponía el artículo 24 de la Tercera Directiva.

No obstante, lo cierto es que el art. 266 LSA se refería a una cesión global de activo y pasivo distinta de la fusión o escisión, como si se tratase de un supuesto específico e independiente. Ahora bien, el hecho de que ninguna norma sustantiva desarrollase el régimen de ese otro supuesto diferente de la fusión o la escisión planteaba muchas dudas: ¿se trataba de una operación liquidatoria, o más bien excluía la apertura de la fase de liquidación de la sociedad?; ¿debía someterse, por analogía, a un régimen procedimental similar al de una fusión?; en especial, ¿debían publicarse los anuncios reconociendo a los acreedores sociales un derecho de oposición?; y sobre todo, ¿podía ver reconocida esta operación el efecto de sucesión universal?, etc.

Antes de la promulgación de la LSRL de 1995, la DGRN tuvo ocasión de pronunciarse sobre este tipo de operación en dos ocasiones: resoluciones de 22 de junio de 1988 y de 21 de noviembre de 1989. La doctrina de estas dos resoluciones no era demasiado clara, pero podemos resumirla diciendo que el Centro Directivo vino a entender

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que sólo una cesión que se sujetase a unos requisitos procedimentales similares a los de una fusión, en particular, con publicación de anuncios y reconocimiento del derecho de oposición de los acreedores, tendría el efecto de extinguir directamente la sociedad cedente sin tener que observar los requisitos específicos del procedimiento liquidatorio general. En definitiva, sólo si se respeta el procedimiento de la fusión, se produce una transmisión de deudas por sucesión universal, y por tanto, en caso de no seguir ese procedimiento, las deudas, de cara a los terceros, se mantienen en cabeza de la sociedad cedente y deben aparecer en su balance de liquidación mientras no sean...

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