La célebre causa del crimen de Fuencarral.

AutorCarlos Petit
Páginas369-411

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Proceso penal y opinión pública bajo la Restauración

En ninguna parte se discute por la prensa, como se está discutiendo por la de Madrid, desde los primeros instantes del período de la instrucción secreta del proceso... la imputabilidad del delito [y] la participación en el mismo de tales ó cuales personas

, se quejaba Manuel Fernández Martín desde las columnas de El Imparcial (Madrid, 10 de julio de 1888), escandalizado ante la atención dispensada por numerosos diarios al ya famosísimo «crimen de Fuencarral». Los sucesos acaecidos el 2 de julio en la finca núm. 109 de la calle madrileña de ese nombre habrían desatado un deleznable «mercantilismo periodístico», un dudoso negocio a costa del secreto sumarial que, por desgracia, la defectuosa regulación penal vigente apenas podía atajar. El autor protestaba su vieja militancia a favor de «la publicidad en materias de administración de justicia» pero los excesos de la prensa desde la comisión del horrendo delito le hacían clamar ahora por la adopción de «remedios muy enérgicos», temiendo el momento en que «llegará a ser punto menos que imposible... la administración de justicia» y, con ella, «la vida regular y tranquila» de los ciudadanos.

I Justicia y publicidad

Seguramente nadie hubiera dicho que un simple robo con homicidio se convirtiera en el gran escándalo judicial del siglo; que la muerte de doña Luciana Borcino cerca de la Glorieta de Bilbao fuese «uno de los crímenes más famosos de España, no tanto por el hecho en sí... sino por las repercusiones Page 370 que tuvo en la Prensa y en el público» 1. Y sin embargo, el estrépito causado por este affaire Dreyfus a la española -que no hemos olvidado por completo 2- y su doble consideración jurídica y social explicaría la inclusión de la carta anterior de Fernández entre las páginas de la Revista General de Legislación y Jurisprudencia, conocidísimo «periódico jurídico» que venía a compartir a su modo -un modo más mesurado- la pasión desatada entre sus colegas «políticos». El texto reproducido servía a un A M L para confrontar los hechos que el público debatía con la comprometida averiguación judicial de circunstancias y culpables, en los términos de unas leyes -eran todavía recientes: ley provisional orgánica del Poder Judicial (1870), ley del Código Penal (1870), ley de Enjuiciamiento Criminal (1882)- situadas a mitad de camino entre el secreto (del sumario) y la publicidad (del juicio oral) 3. El crimen de referencia, los crímenes en general parecían sucesos espectaculares y por eso atractivos para la opinión y los diarios; la justicia encontraba además en la oralidad e inmediatez de un proceso a la vista de todos, noticieros incluidos, la mejor salvaguarda de la presunción de inocencia. Los problemas surgían, empero, cuando la voracidad del periodista amenazase las actuaciones cautelosas del juzgado de instrucción: en tales supuestos, lo ideal sería que la publicidad de la audiencia judicial condicionara cualquier otra especie de publicidad.

Sin agotar la alucinante crónica del crimen en una más comedida crónica de tribunales, el de Fuencarral nos muestra perfectamente las tensiones con que se abrió paso en España el moderno enjuiciamiento criminal 4. La muerte de Luciana Borcino, salvajemente apuñalada y achicharrada en la vivienda que Page 371 compartía con su doméstica Higinia Balaguer, aireaba de nuevo una irresuelta polémica sobre informaciones libres e independencia de la justicia que había preocupado -al hilo de otras causas también célebres- a importantes plumas de la generación anterior 5. La libertad de imprenta y la publicidad en los juicios serían, en palabras de Manuel Ortíz de Zúñiga, una autoridad doctrinal para dicha generación, dos grandes conquistas del siglo liberal, «acaso las más importantes de nuestro derecho público» 6. Funcionalmente equilibradas en el Estado de derecho -la primera era la garantía del gobierno representativo, en tanto la segunda actuaba como «garantía... a favor de la inocencia y de la seguridad del individuo»- necesitaban, con todo, de «el saludable correctivo de una restricción moderada y conveniente» 7; de hecho, en lo tocante a publicidad el autor se remitía a la ley de imprenta recientemente discutida en las Cortes, donde no faltaba la definición de ciertos delitos contra el orden judicial (los ejecutados mediante «impresos que inducen á no respetar la cosa juzgada... que con amenazas ó dicterios tratan de coartar la libertad de los jueces... que dan publicidad á cualquiera de las actuaciones de una causa en sumario») entre las principales novedades8. Porque «la publicidad de los juicios» no era, no podía nunca ser «la publicidad de cuanto pasa dentro de los mismos juicios, del exámen de los hechos y circunstancias objeto de las indagaciones judiciales, y de la apreciación que cada cual intenta hacer á su modo, para deducir las consecuencias ciertas ó equivocadas que les plazca»; en el sentido técnico propuesto por Ortíz de Zúñiga la tal «publicidad» consistía más bien en unas pocas actuaciones garantistas (acusación comunicada al reo tras la instrucción del sumario, amplia libertad de defensa, tacha e interrogatorio cruzado de testigos en la fase de conocimiento plenario) que, a falta de código procesal, asegu- Page 372 raba peor que mejor el vetusto (1835) reglamento provisional para la Administración de Justicia (cfr. art. 10, sobre el carácter público del juicio -en giro netamente inquisitivo- «desde la confesión»; también arts. 12 y 51 reglas 8.ª y 9.ª).

Del «correcto» principio de publicidad («en qué consiste la publicidad de los juicios», pp. 199 ss.) hasta el compromiso expreso con la dignidad del juez («exámen del proyecto de ley de imprenta respecto á los delitos de calumnia é injuria contra el órden judicial», pp. 226 ss.), Ortíz de Zúñiga efectuaba un cicatero recorrido por leyes vigentes («nuestra legislación restrictiva de la absoluta libertad de los juicios», pp. 208 ss.), análisis comparados («legislación de Francia e Inglaterra sobre esta materia», pp. 210 ss.) y directrices de iure condendo («exámen del nuevo proyecto de libertad de la imprenta, con relacion á los asuntos judiciales», pp. 219 ss.) resueltamente favorable a una concepción sacral de la magistratura y sus arcanos. Se diría que nuestro autor aceptaba una teoría del conocimiento que ensalza las virtudes de la inquisitio judicial, abraza claramente el método deductivo a partir de la prueba reina -la confesión- y niega así la posibilidad de determinar de otra forma la verdad de unos hechos criminales por parte de la opinión... con el auxilio necesario del periodista. Los delitos hay que investigarlos de oficio y en riguroso secreto. La hipótesis sobre la identidad del culpable surgida en la mente del instructor funciona como premisa que le guía constantemente en su trabajo, hasta madurar las conclusiones que llevan al auto de procesamiento. La audiencia será luego pública, conocerá de la causa la prensa y la sociedad, pero la defensa del reo debe esforzarse en destruir una verdad legal fabricada sigilosamente a partir de los indicios inculpatorios. Y en este delicado terreno el escritor judicial ha de conducirse con cuidado 9: que el plenario sea oral, que el acusado conozca finalmente cuanto le importa de unas actuaciones realizadas a sus espaldas, no autoriza sin más a los periódicos a volcarse sobre un negocio, difundiendo hechos, pruebas y opiniones como mejor les parezca; semejante desvarío informativo causaría que «el público... ejerciese una ilegítima presion sobre los jueces», hasta lograr -en los casos peores- «poner en pugna á los sacerdotes de una institución augusta con un público tal vez apasionado, y quizá poco ilustrado y sensato». Al fin y al cabo, la continua mudanza de las leyes ¿no las convertía en objeto natural de debates, en tanto la permanencia de la cosa juzgada parecía impedir las críticas a la sentencia?10 Page 373

En otros términos, mientras resultaba tolerable la discusión de los fallos judiciales «en el terreno de la ciencia, siempre que... se sujete á las reglas y condiciones que pide la gravedad de las materias»11, debía evitarse que la investigación oficiosa realizada por la prensa o sus consideraciones sobre la justicia terminaran por acusar a los tribunales ordinarios -«sin toga, sin alguaciles.... sin más papel de oficio que la inmaculada blancura de la conciencia humana»- ante el terrible, nunca informado del todo tribunal de la opinión12. Desde semejante perspectiva, la cuestión de la «publicidad» conducía derechamente a la pregunta por la responsabilidad penal de jueces y magistrados - otro reto jurídico por resolver, que también preocupaba a la prensa profesional de los primeros Sesenta13.

Veremos en un momento que las fórmulas originales del proceso penal codificado, sin avanzar demasiado hacia un control eficaz de la judicatura, consiguieron al menos engarzar aquellas dos, casi irreconciliables, especies de tribunales. Sin embargo no conviene abandonar aún las animadas discusiones sobre justicia y publicidad, pues se trató de un debate novedoso apenas entrevisto pocos años antes.

En efecto, la suerte de la prensa jurídica y los avatares corridos por los periódicos venían siendo parejos desde aquellos tiempos pioneros cuando letrados y políticos famosos -los Javier de Burgos, Pérez Hernández, Bravo Page 374Murillo y tantos otros- competían en la fundación de revistas profesionales... pero también en la puesta en marcha de todo tipo de diarios. El afán periodístico resultaba, en relación con el ejercicio de la abogacía, la otra cara de la misma moneda, pues el «modelo ciceroniano» asumido por el abogado liberal, un auténtico hombre público que concedía con su elocuencia verbal valor y calor al texto muerto de las leyes, aproximaba la...

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