Las medidas cautelares en el arbitraje tras la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil española

AutorLluís Muñoz Sabaté
CargoAbogado. Profesor Titular de Derecho Procesal Universidad de Barcelona

LAS MEDIDAS CAUTELARES EN EL ARBITRAJE TRAS LA NUEVA LEY DE ENJUICIAMIENTO CIVIL ESPAÑOLA*

LLUÍS MUÑOZ SABATÉ

Profesor Titular de Derecho Procesal

Universidad de Barcelona

Abogado La medida cautelar tiene básicamente por objeto asegurar la plena efectividad de la sentencia que en su momento se pueda dictar, efectividad que las más de las veces se encuentra presumiblemente en peligro por el simple hecho de la pendencia de un proceso; y ello hasta tal punto que hoy día casi todas las leyes han terminado objetivizando el periculum in mora bajo la ecuación tiempo = riesgo. Por su parte el derecho a obtener una sentencia que pueda cumplirse cabalmente, es decir, no una sentencia pírrica sino una auténtica restitutio in integrum se inscribe en la órbita de los derechos fundamentales cuyo marco positivo tiene entre nosotros acomodo a través del artículo 24 de la Constitución.

Al margen de la controversia ya superada en gran parte acerca de la naturaleza contractual o jurisdiccional del arbitraje, lo que sí hay de bien cierto y patente es que el proceso arbitral se adorna con la pieza maestra que es gala y característica de la mismísima jurisdicción: la res iudicata. El laudo arbitral firme —dice el artículo 37 de la Ley de Arbitraje— produce efectos idénticos a la cosa juzgada.

Hay que convenir por tanto que la asimilación del laudo arbitral a la sentencia judicial no es metafórica sino real, y que a despecho de pequeñas e inevitables diferencias, ambas resoluciones tienen en el dogma de su intangibilidad el más importante y esencial elemento que las parifica.

Pero es que además tanto el laudo como la sentencia, para ser, necesitan de un previo proceso que en ambas instituciones responde básicamente a un mismo modelo. Nadie podrá negarnos que en lo esencial el proceso arbitral es una mimesis del proceso judicial, afirmación que vuelve a hacerse desde el plano de la realidad y no como pura metáfora. Díganlo si no el artículo 21 de la Ley al invocar los principios de audiencia, contradicción e igualdad entre las partes; la preclusividad impuesta por el artículo 25 a la fase de alegaciones o la inevitable alusión a la fase instructoria que hace el artículo 26.

Si, pues, existe una profunda semejanza tanto en el iter (proceso) como en los efectos (cosa juzgada) entre laudo y sentencia, pertenece a la naturaleza de las cosas (de rerum naturam) el que ambos dispongan de unos mecanismos de conservación de los efectos por mientras dure el desarrollo del iter. Los límites de esta hipérbole iusnaturalista (¿no era el profesor GUASP quien hablaba de un derecho procesal natural?) llegan hasta donde sea capaz de llegar hoy en día un neoiusnaturalismo suprapositivista: el derecho comparado. Los ordenamientos de los países más sobresalientes dentro de nuestro contexto geográfico o sociopolítico consideran muy «natural» (o es «natural» porque todos coinciden en considerarlo) que quien insta un proceso arbitral pueda acogerse a los mecanismos conservativos que le proporciona el sistema de medidas cautelares. Así por ejemplo: Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Inglaterra, Italia, Suiza, y Canadá, entre otros, sin mentar los convenios internacionales sobre la materia. Las modalidades dentro de una opción permisivista pueden oscilar desde atribuir autoridad a los propios árbitros para el decreto cautelar, sin perjuicio de su ejecución por la jurisdicción ordinaria, hasta reservar tal autoridad a esta última, aunque comprometiéndola expresamente a tener que otorgar dicha cautela cuando fuere procedente según las leyes generales.

Por todas estas razones tan «naturalísimas» no puede extrañar que en el proceso legislativo que habría de conducir a la promulgación de la Ley española de Arbitraje de 1988 coincidieran los distintos grupos parlamentarios de la oposición en la conveniencia de establecer una cláusula o dispositivo de medidas cautelares. Díganlo si no, tras fracasar en el Congreso, las enmiendas senatoriales nº 18 del PNV, las nº 35 y 36 del Grupo Mixto, nº 48 y 52 de Coalición Popular, nº 63, 68, 69, 74 y 76 de Convergència y Unió y las nº 91 y 97 del CDS, todas ellas inevitablemente rechazadas por un «rodillo» incapaz de proporcionar medianas razones técnicas, pero sobre el que pudo influir la actitud reticente de algunos sectores de la judicatura1.

Lo único que se estableció en definitiva fue el montaje de un indecoroso imago de medidas cautelares que es el que contiene el artículo 50 de dicha Ley, conforme al cual, recuurrido el laudo, la parte a quien interese podrá solicitar del Juez de Primera Instancia que fuere competente para la ejecución, las medidas cautelares conducentes a asegurar la plena efectividad de aquél una vez que alcanzare su firmeza.

Ahora bien: ¿cómo se puede llamar cautelar a una medida que le falta el más completo sentido de la oportunidad? Aunque se sostiene generalmente como fundamento primordial de la medida cautelar la larga duración del proceso, y el artículo 50 parece atender a un segmento del mismo cual es el trámite de recurso, que puede durar más tiempo que el propio arbitraje, en realidad lo más preocupante para quien acciona en un pleito es la actitud fraudulentamente responsiva del demandado, la cual se produce generalmente a limine litis, con el solo aviso de demanda, o por el simple presentimiento, incluso, de poder ser demandado. De ahí el rasgo de la sorpresividad con que muchas veces se adorna la medida cautelar, o en todo caso el rasgo de la inmediatividad, pues salta a la vista del menos docto de los juristas, que precisamente el final de un proceso es el no momento adecuado para adoptar cautelas.

De muy poco ha servido el artículo 50 de la Ley de Arbitraje, que absurdamente todavía se mantiene pese a que la reforma introducida en el sistema cautelar arbitral por la LEC lo hace del todo innecesario. El único servicio que en realidad prestó dicha norma lo fue en beneficio de las corrientes antiarbitraristas que surgieron después de la promulgación de la L.A. y se han mantenido hasta finales de siglo: su enunciado sirvió para argumentar, mediante una pésima utilización de la máxima inclusio unius, exclusio alterius que antes del laudo impugnado no cabían medidas cautelares porque de caberlas, lógicamente lo hubiera proclamado la propia norma2.

Artículo 722. Medidas cautelares en procedimiento arbitral y litigios extranjeros.

Podrá pedir al tribunal medidas cautelares quien acredite ser parte de un proceso arbitral pendiente en España; o, en su caso, haber pedido la formalización judicial a que se refiere el artículo 38 de la Ley de Arbitraje; o en el supuesto de un arbitraje institucional, haber presentado la debida solicitud o encargo a la institución correspondiente según su Reglamento.

Con arreglo a los Tratados y Convenios que sean de aplicación, también podrá solicitar de un tribunal español la adopción de medidas cautelares quien acredite ser parte de un proceso jurisdiccional o arbitral que se siga en país extranjero, en los casos en que para conocer del asunto principal no sean exclusivamente competentes los tribunales españoles.

La norma, inserta dentro del Título VI del libro III, que por vez primera en nuestro ordenamiento expone y regula de una forma general y sistematizada las medidas cautelares, no desaprovecha esta oportunidad para remediar por vía indirecta el inútil instrumento que nos había proporcionado el artículo 50 de la Ley de Arbitraje y orienta su enunciado autorizando la adopción de estas medidas para cualquiera de las tres modalidades en que se puede preparar y seguir un proceso arbitral3.

Por supuesto queda negativamente zanjada la cuestión sobre si la petición de medidas cautelares a un órgano judicial provocaba la sumisión a dicha jurisdicción y por consiguiente la renuncia al arbitraje. Se trata ahora de una obviedad que no merece más comentario.

El artículo que comentamos empieza exigiendo para dar paso a la medida cautelar, el que la misma sea pedida por quien acredite ser parte de un proceso arbitral pendiente en España. Si nos atenemos, pues, al texto de este primer y único supuesto enunciado por la norma, parece que son cuatro los requisitos y condiciones que establece para que el arbitraje pueda gozar de auténticas medidas cautelares:

  1. — El solicitante de la medida cautelar debe ser parte de un proceso arbitral, cosa perfectamente lógica, pues, ésta es una exigencia general del sistema cautelar.

    Ahora bien: el concepto de parte en el proceso arbitral no es del todo asimilable al que contempla el régimen general. Si nos atenemos al artículo 721 LEC, parte legitimada para solicitar una medida cautelar lo es «todo actor, principal o reconvencional», indicación que como vemos excluye implícitamente a la parte demandada, lo cual, aunque sea una obviedad , merece destacarse a la vista de lo que vamos a decir sobre el proceso arbitral.

    Porque el proceso arbitral, pese al intenso mimetismo que guarda con el judicial puede presentar una forma antagónica diferente en donde no existan propiamente actores ni demandados sino simplemente partes. Sucede ello cuando estando ambos litigantes igual de interesados en acudir al arbitraje (a menudo una vez surgida la controversia) y someter al árbitro sus diferentes puntos de vista sobre una cuestión (por ejemplo: postular la interpretación de un contrato o la valoración de unos bienes), presentan los dos simultáneamente en el proceso sus respectivas alegaciones. Nadie es actor ni demandado. Bien se concibe por tanto que el artículo que comentamos no tenga en cuenta el posicionamiento procesal y se limite a exigir la condición de parte. Cuando el proceso arbitral adopta, pues, el formato alegatorio simultáneo (llamado también de alegaciones cruzadas), cualquiera de ambos litigantes posee legitimación suficiente para peticionar medidas cautelares.

    Por lo que respecta a la legitimación pasiva, que en el sistema general corresponde al demandado, surge o puede surgir en el proceso arbitral una...

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