La crítica del capitalismo: de las luchas obreras a la memoria de los vencidos

AutorJosé A. Zamora
Páginas185-196

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Ayer mismo, ante la barbarie, había un análisis lúcidamente crítico y obsesionado con la alternativa. Hoy la barbarie se la exculpa o se la disimula o se la exporta o se la relativiza.

El proletariado es como la memoria de la historia: si la sociedad quiere llegar a una libertad real tiene que apelar a la experiencia, a los sufrimientos, a las aspiraciones y a la fuerza revolucionaria de la clase trabajadora.

REYES MATE

Después del hundimiento del bloque soviético y de la caída del Muro de Berlín todo discurso anticapitalista fue marcado en la opinión pública y en la academia con el estigma de la nostalgia o de la testaruda incapacidad para aprender de la historia. El capitalismo había mostrado su superioridad y el comunismo había fracasado, y ese fracaso parecía contaminar también a todos los proyectos políticos comprometidos de algún modo con el socialismo. La disputa entre los antiguos y los modernos reaparecía, pero de modo invertido. Los conservadores tachaban a las propuestas socialistas de trasnochadas y periclitadas. Los que otrora se habían visto a sí mismos como punta de lanza del progreso, eran tachados ahora de inmovilistas y conservadores. Un mensaje casi unánime abrazaba todo el planeta: no hay nada más allá del capitalismo. Y quien no estuviera dispuesto a aceptar este mensaje, se vería condenado a medio o largo plazo a desaparecer del panorama político, social y cultural. Pero el paso del tiempo y las sucesivas crisis han vuelto a hacer visibles los muros que siguen en pie y no cesan de crecer excluyendo, provocando pobreza, hambre, destrucción ambiental y guerra. Y de nuevo empieza a replantearse la necesidad de hablar de alternativas, de anticapitalismo, socialismo y comunismo, no como nostalgia de un pasado irrecuperable, sino como una exigencia del presente.

1. La crítica del capitalismo y el proyecto de socialismo autogestionario en la lucha por la democracia

Mientras que la reconstrucción europea tras la Segunda Guerra Mundial propició un período de crecimiento económico, presidido por el equilibrio entre productividad, necesidad de fuerza de trabajo y consumo, por la concertación social entre el capital y los asalariados y por el despliegue de políticas sociales a cargo de Estados que favorecían el bienestar de amplias capas de la población en un contexto de guerra fría y competencia entre sistemas alternativos,

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la larga posguerra española, presidida por una dictadura represora e implacable, supuso un período prolongado de escasez y pobreza para una gran parte de la población. A diferencia del período prebélico, en Europa Occidental el modelo de democracia liberal parlamentaria se unía ahora a un modo de regulación capitalista que parecía capaz de combinar el crecimiento económico con una mayor distribución de la riqueza, unas cotas de consumo desconocidas hasta entonces para las mayorías sociales y formas de cierta participación de los trabajadores en las empresas, por lo menos para el área de los países desarrollados. Esta realidad social y política concedía al proyecto político socialdemócrata una considerable plausibilidad incluso en países en los que no gobernaban partidos adscritos a ese proyecto.

Por el contrario, la economía capitalista en España carecía de todos esos rasgos. No sólo aparecía unida a una forma política dictatorial, que reprimía todo tipo de libertades e imponía una uniformidad ideológica nacionalcatólica, sino que la explotación económica se producía sin el acompañamiento de la eficacia productiva y de las mencionadas fórmulas de compensación gestionadas por el Estado a través de políticas sociales o de redistribución. Tampoco la salida del período de aislamiento y autarquía a finales de los años cincuenta, que fue abriendo la economía española al capital financiero internacional y permitió una cierta modernización del sistema productivo y una cierta mejora de los niveles de consumo, consiguió una homologación social, económica, política o cultural con el entorno capitalista europeo. La lucha política contra el régimen franquista y las aspiraciones de transformación social de la incipiente y débil oposición que se fue formando en España a finales de la década de los años cincuenta y principios de los sesenta, en un contexto de clandestinidad y persecución, no sólo se tenían que enfrentar a la quiebra traumática de la guerra y la dictadura, además la experiencia del período de aislamiento y autarquía, primero, y del desarrollismo después, ponían sobre el tapete unos vínculos entre el sistema político y el económico frente a los que se articulaba un discurso y una praxis claramente anticapitalista.1

1.1. La experiencia de la lucha obrera en el franquismo

El proyecto socialista de organizaciones obreras como la USO, a la que Reyes Mate estuvo vinculado y cuya trayectoria histórica y líneas fundamentales reconstruye a mediados de los años setenta, poseía en esa etapa un doble perfil crítico: de rechazo del sistema capitalista y de cualquier tipo de totalitarismo.2Haciéndose eco del punto de partida de la carta fundacional de esta organización obrera, Mate subraya ese doble frente económico y político. El capitalismo es incompatible con una verdadera emancipación económica, social y política, ya que en todos esos ámbitos propicia la concentración del poder y el ejercicio del mismo por parte de una minoría sobre la mayoría de la sociedad. De ahí que la realización de las aspiraciones de libertad, igualdad y fraternidad que definen el proyecto de la modernidad pase por la superación del sistema capitalista, es decir, esté vinculada a la construcción de una sociedad socialista. Evidentemente, dicha sociedad queda reducida a una caricatura de

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sí misma cuando se niega totalitariamente el protagonismo de los trabajadores y se los reduce a mero instrumento de una élite que define e impone una determinada planificación de la producción y la distribución de los bienes económicos, sociales y culturales, tal como ocurría en las Repúblicas Socialistas del bloque soviético.

Así pues, este proyecto de «democracia socialista» o de «socialismo autogestionario» se define, en aquellos momentos, a partir de un interesante juego de oposiciones. La más decisiva es la oposición a la dictadura y al sistema capitalista, basado en la propiedad privada de los medios de producción y la división de la sociedad en clases. Pero al definirse como socialismo «autogestionario» abre, al mismo tiempo, un doble frente al interior del propio proyecto socialista: por un lado, respecto al modelo socialdemócrata y, por otro, respecto al modelo comunista. Hoy quizás hablaríamos de esa propuesta en términos de un proyecto de democracia radical que abarca todos los ámbitos sociales. Según R. Mate, para que este proyecto tenga éxito no bastaría con una mera desprivatización que cambie los títulos de propiedad, habría que llegar a una democratización de las empresas y a una planificación democrática de la economía, cuyo objetivo prioritario no sería entronizar los intereses particulares de un grupo social, sino el bien común y la realización de las personas. Esto impone un grado de complejidad mucho mayor que el de las otras dos alternativas socialistas tradicionales.

La concentración del poder económico que propicia el sistema capitalista vacía de verdadera sustancia la democratización del poder político, que, sin democracia económica real, ve reducidas sus funciones al logro de objetivos correctores y paliativos, que nunca pueden contravenir la lógica acumulativa y, por tanto, tampoco eliminar la desigualdad. Por más que el Estado burgués pretenda erigirse en representante de los intereses generales y fundamente su legitimidad en ellos, representa en realidad los intereses de una minoría. «Por eso es tan importante no reducir un proyecto político a las estrategias por el poder del estado, sino que tiene que tener muy en cuenta los problemas "sociales"».3Éste es el talón de Aquiles del proyecto socialdemócrata. Pero, por otro lado, si se pretende luchar contra la conversión de los sujetos concretos en mero objeto de los intereses de una minoría, la que detenta el poder económico en el sistema capitalista, es porque el proyecto socialista está al servicio del logro del hombre concreto. Esto exige un protagonismo y una participación de las bases, que son incompatibles con el vanguardismo del partido y el llamado «centralismo democrático», con la eliminación del pluralismo de partidos y con una idea de revolución como golpe instantáneo y violento que cambia todo de la noche al día y cuyos logros pasan a ser administrados y asegurados por una élite política. «De ahí que el proyecto revolucionario tiene que estar montado no sólo en vistas a la toma del poder, sino que tiene que prever unos modelos económicos basados en la propiedad social [...] y tiene que reconocer un valor fontanal a la crítica, en particular, y a la cultura, en general».4La experiencia histórica muestra que convertir a la clase trabajadora en mera caja de resonancia de una vanguardia política (repúblicas socialistas) o en una potencial masa de electores (socialdemocracia) no conduce a una verdadera y profunda transformación de la sociedad.

La historia se ha encargado de poner en evidencia la falacia de la alternativa socialdemocrática: el liberalismo del sistema capitalista de producción tolera la democracia hasta cierto punto, exactamente hasta el punto en que esa democracia se convierte en amenaza del capitalismo como sistema de producción [...]. Tampoco es verdad que...

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