El triufo del capitalismo

AutorJavier Divar Garteiz-Aurrecoa
Páginas21-28

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De siempre, a lo largo de la historia, el afán de poder y beneficio acompaña al ser humano. Y es que, ciertamente, ese interés nos es consustancial. Podemos llenarnos de honorables intenciones, nos educarán en los más sublimes principios, ensalzarán los dirigentes las virtudes y el amor al prójimo, pero lo nuestro, lo que nos es más íntimo, lo ínsito a nuestra naturaleza (pecadora, añadiría el «hombre religioso») es la codicia, el egoísmo, el deseo de poder y de poseer.

Para el humano el bien general solamente parece ser bien en cuanto posible compresivo, por extensión, de su propio bien. Pero estará ordinariamente de acuerdo, sin embargo, en que si todo va bien pero a él le va mal, todo va mal. Y por el contrario, si todo va mal pero a él le va bien, todo va bien.

Esa naturaleza del humano, interesada, codiciosa y egoísta, si se quiere así apelar, despreciable, le es tan suya como la propia piel. En puridad ni siquiera puede considerarse negativa, sino, como hemos dicho, neutramente, consustancial a su ser. Y ello porque el humano como ser animal está dotado de los mismos instintos e intuiciones de los demás seres animales, especialmente de los evolutivamente más cercanos a él (sobre tales cercanías A. Oparin tiene un sencilla monografía, «El origen de la vida») y con su cerebro superior (racional o razonador) aplica el poder inmenso de la inteligencia a cubrir necesidades e instintos, inclu-

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so deformadoramente, ampliando sus necesidades mucho más allá de lo necesario.

En base a todo ello, por más que las grandes religiones traten de ensalzar las virtudes y domeñar el auténtico ser en la búsqueda de la santificación, por más que los altos principios civiles y patrióticos traten de iluminar a los hombres con las virtudes de los héroes, es lo cierto que santos y héroes son seres de naturaleza extraña e impenetrable, innaturales, metafísicos. Supuestos de interés social. Pero no seres reales y ordinarios. Lo ordinario es lo otro, lo interesado, lo egoísta.

Y como queda dicho, ello no es en rigor calificable como un defecto del humano, sino como propio de su ser. Ya las filosofías budistas y los iniciados del pensamiento zen (véase a Colomer en «El Zen y sus orígenes»), sostienen la ausencia del bien y del mal, cuya asunción lleva a sus practicantes al camino de la paz, al nirvana.

En todo caso, los hechos acreditan que, como decimos, la codicia humana, el afán de poseer, de dominar, están presentes a lo largo de la historia y en todas las civilizaciones. Siempre ha existido la fiebre del lucro y el beneficio ha movido y sigue moviendo el mundo, independientemente de las ideologías imperantes. El «poderoso caballero» de Quevedo cabalga sin descanso.

Ahora bien, a pesar de ese deseo de dominio del humano, que ha llegado a esclavizar al semejante, a tratarlo como sujeto jurídicamente inferior («servi adscripti»), a lo largo de la historia se han dado elementos limitativos que han servido de freno al ánimo de lucro, elementos conexionados que han servido de fuerza restrictiva al afán ilimitado de ganancia. Estas circunstancias limitativas han sido esencialmente, dos. Una de orden ético y otra de orden social.

El freno ético ha provenido del pensamiento humanista. Por referirnos a movimientos históricos cercanos, el

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cristianismo en...

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