Canadá y España: Una comparación desde el federalismo contractual

AutorJuan F. López Aguilar
CargoCatedrático de derecho constitucional
Páginas7-36

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A propósito de la decisión dictada por el Tribunal Supremo federal de Canadá, de 20 de agosto de 1998, sobre la posibilidad de la secesión unilateral de Quebec, en la consulta interpuesta por el Gobierno federal en el caso Re Secession (1996). Reflexiones constitucionales desde Canadá y España: una aproximación comparativa a la problemática de la secesión unilateral en dos estados compuestos.

Prefacio: España y Canadá, dos discutidos exponentes de un paradigma en construcción: el federalismo asimétrico

Ante todo, procede encuadrar, en el punto de arranque de estas páginas «la importante Sentencia que nos ocupa, en rigor, una opinión dictada en un Reference Case (Re Secession: In the matter of Section 53 of the S. Ct. Act, RCS 1985, Cap.S-26, and in the matter of a Reference by the Governor in Council concerning certain questions relating to the secession of Quebec from Canada, as set out in Order in Council P 1996-1997, dated September 20th, 1996).»

Nos hallamos ante una resolución dictada por el órgano de naturaleza jurisdiccional al que el ordenamiento constitucional canadiense confiere la suprema autoridad en materia de interpretación y garantía de la Constitución de Canadá. Concretamente, ante un dictamen (resolución no contenciosa) dictado en uno de los procesos consultivos que han sido traídos, en el curso de los últimos años, ante la jurisdicción constitucional canadiense, en torno a la problemática acomodación de la provincia francófona de Quebec en el marco constitucional canadiense, renovado en 1982 (por la Constitution Act, de 14 de abril) a partir de los cimientos sentados por la originaria British North America Act, de 1867.

Como se recordará en España, dos importantes eslabones de esta cadena jurisprudencial de pronunciamientos del Tribunal Supremo lo fueron, sucesivamente, las Decisions/Avis Consultatifs adoptadas el 28 de septiembre de 1981 (Re Repatriation, sobre las condiciones de la Repatriación de la Constitución, operación dirigida a sustraer el poder constituyente al Parlamento británico, que lo retenía hastaPage 8 entonces, y perfeccionada por virtud de la Canada Act, de 15 de abril de 1982), y el 6 de diciembre de 1982 (Re Objection by Quebec to the Resolution to Amend the Constitution).

Incoada en este caso por el Gobierno federal, esta resolución era esperada, a la visca de su enjundia, con remarcable expectación no sólo, como es lógico, en Canadá, sino también fuera de las fronteras de este gigantesco país norteamericano, por numerosos analistas extranjeros y cultivadores del derecho comparado; en particular, por todos aquellos que siguen de cerca las experiencias federales y sus vicisitudes.

Son diversas las razones que explican este interés de los especialistas.

Como es conocido, en España se sigue cada vez más de cerca y más atentamente la peripecia constitucional canadiense.

Las incidencias registradas en la tarea de construir en nuestro país un Estado de las autonomías como un genuino experimento de reestructuración del poder territorial, desde un Estado unitario y férreamente centralista hacia otro que, en la actualidad, puede calificarse como funcionalmente análogo en muchas áreas importantes a un Estado federal, no podían sino excitar el interés creciente de la canadianística entre nuestros estudiosos.

Ya no hablamos, pues, de Canadá como de un «federalismo casi olvidado» (así lo calificó, desde la óptica española, A. Ruiz Robledo): por el contrario, Canadá encarna un relevante patrón en la búsqueda de un equilibrio constitucional en su esfuerzo por producir la integración de la diversidad (nacional, lingüística, cultural, institucional, jurídica y política). Y es por ello que, aun cuando se pueda discutir -y se discute (y así lo ha hecho, desde España, A. Sáiz Arnáiz)- el acierto y pertinencia de esta locución, la teorización sobre la viabilidad de lo que viene denominándose «federalismo asimétrico» tiene en Canadá uno de sus más controvertidos y, al tiempo, sugestivos exponentes.

Por su parte, las dificultades de encaje del nuevo marco constitucional canadiense, a partir de la operación de «repatriación» culminada en 1982, no han hecho sino evidenciar la difícil convivencia del paradigma federal con sostenidas pulsiones centrífugas de una parte, o varias de ellas, frente al todo, y las contrarreacciones de éste contra las primeras. Tal ha sido, como es notorio, el caso de la ambición soberanista quebequesa -a la búsqueda de un siempre polémico estatus federativo como sociedad distinta dentro de Canadá- y los sucesivos fracasos de los acuerdos políticos de Lake Meech (1987) y Charlottetown (1992, fracaso esta vez mediante referéndum), tendentes, entre otros objetivos, a producir ese efecto de «restitución quebequesa» a la normalidad federal.

Directamente España, como es sabido, no nació federal en la Constitución (CE) de 29 de diciembre de 1978.

Federar quiere decir 'unir', 'agregar', 'vincular'; el pacto federarivo es por tanto la formalización, con rango constitucional, de un acuerdo entre partes para cooperar entre sí, depositando en un centro común nuevos poderes políticos, con el que se compartirán parcelas de soberanía previamente ejercitadas por separado y sin concierto.

Son asimismo conocidas las razones históricas y los prejuicios que hubieran hecho inviable la recepción en nuestra Norma fundamental de 1978 del término fede-Page 9ral, falsamente identificado con disgregación y separatismo (como consecuencia de las deformaciones a que lo sometió el franquismo), siendo como es, en rigor, sinónimo de lo contrario.

Empero, la evolución y los logros de nuestro Estado autonómico lo decantan como uno de los estados más descentralizados de la Tierra. Una vez más cabe recordar aquí la permanente vigencia de la máxima acuñada por John Locke en su clásico Second Treatise on Civil Government: «So the thing be it, I am indifferent as to the name».

O, en otras palabras: «no importa el "nombre" de la cosa, sino lo que sea la cosa y cómo funcione la cosa».

Después de muchas incertidumbres, tras casi veinte años de experiencia, el Estado autonómico ha derivado hacia un orden raramente complejo, en que deben combinarse continuadamente unidad y diversidad, autonomía y diferencia, simetría y asimetría, técnicas federales y hechos diferenciales.

Tanto es así que se ha interpretado a menudo esta deriva progresiva del Estado compuesto español como una aproximación hacia un orden funcionalmente federal. Nos hallaríamos así ante un federalismo no originario, sino sobrevenido a partir de la propia Constitución como instrumento de desestructuración territorial del poder. Un federalismo, pues, afectado por rasgos ciertamente peculiares, entre los que sobresaldría la debilidad congénita de sus instrumentos de cooperación y de interlocución multilateral, en beneficio, como es obvio, de la competitividad horizontal entre territorios.

Consecuencia de ello lo habría sido la espasmódica pauta de emulación competitiva que habría acompañado el proceso, bien que, paradójicamente, teñida en todos los casos por una difusa obsesión por el diferencialismo entre comunidades autónomas, partiendo de la convicción -amparada, a juicio de muchos, por los datos de la realidad- de que lo diferencial resulta en todo caso rentable.

Es por estas razones que un corolario lógico de la deriva histórica recorrida en estos años por el Estado español de las autonomías haya adquirido poco a poco, en el curso del proceso, los perfiles de un estado funcionalmente federal permeado por la búsqueda de un cierto acomodo jurídico para las diferencias y las deshomogeneidades jurídicamente releventes, lo que se ha dado llamar hechos diferenciales constitucional y estatatuariamente protegidos. Ese federalismo sensible a la desuniformidad de las partes entre sí -y de las relaciones de esas partes frente al todo- no es otra cosa, claro está, que la búsqueda en España de una modalidad de federalismo asimétrico que diese satisfacción a los intereses en juego.

De ahí se explica fácilmente que los estudiosos españoles acudan cada vez más frecuentemente a Canadá y sigan sus discusiones constitucionales en curso. Es obvio que en ambas situaciones -en España y Canadá- son detectables problemas de integración y garantía de la diversidad en un marco constitucional sujeto a discusión.

Una y otra situaciones se perfilan, además, como exponentes hipotéticos de un paradigma teórico actualmente en construcción, cuya adecuación a las respectivas realidades subyacentes -e incluso cuya sola justificación- es en sí misma discutida. Se trata, como es notorio, del federalismo asimétrico.

Persisten, ello no obstante, importantes diferencias entre una y otra experiencias.

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No sólo, como vamos a ver, desde el decisivo punto de vista histórico. Quiero subrayar con ello las definitorias diferencias debidas al muy distinto punto de origen o arranque del propio modelo de composición o redistribución del poder: federativo, en Canadá (puesto que la federación canadiense nació, en 1867, de la Unión agregativa de entidades territoriales, poblacionales y culturales preexistentes) y devolutivo, en España (puesto que la España autonómica nace de la descentralización, conforme a la Constitución de 1978 y a los derivativos estatutos de autonomía, desde un Estado unitario y centralista preexistente). No sólo, siendo como son asimismo enormemente relevantes, porque hay diferencias en una y otra experiencias desde la perspectiva socio-cultural y cívica (la cultura del contrato permea la inteligencia de «lo constitucional» en el caso canadiense; mientras que en España la idea de Constitución aparece mucho más asociada a la jerarquía normativa que debe presidir todo esfuerzo de estructuración del poder).

Como quiera que este estudio quiere ser de utilidad a los cultivadores del constitucionalismo comparado, rama del saber jurídico, apareciendo como aparece en una publicación especializada, procede aquí analizar algunas de esas diferencias de orden constitucional, sin perjuicio de abrigar, al finalizar estas líneas, una breve reflexión en la que se pondera la importancia de las circunstancias históricas y culturales a las que acaba de aludirse.

El punto de apoyo para ello nos lo proporcionará la densa y extensa decisión del Tribunal Supremo de Canadá en torno a la viabilidad de la secesión quebequesa. Pero no pretenderemos un análisis exhaustivo ni completo, documentado y con explicitación de sus fuentes, de tan importante Sentencia; y menos aún de los problemas de los que trae causa. Lo que se quiere es simplemente un apunte reflexivo sobre este trascendente caso y sobre sus muchas sugerencias para el comparatista.

Y quiere hacerse, además, desde una perspectiva española. Por el interés para España -y para Canadá- de este continuado shuttle, este viaje de ida y vuelta que una y otra experiencia parecen estar practicando, con cierta recurrencia ya, en torno a las categorías mutuamente conflictuales de la unidad constitucional (vector centrípeto) y el soberanismo (vector centrífugo) de ciertas partes ante el todo.

Y porque merece la pena explicitar algún bien entendido: por qué en España no sería posible esta Sentencia. Por qué no hubiera sido posible siquiera el planteamiento del problema. Por qué no se habría dado el caso aun cuando los supuestos de hecho no son tan diferentes entre sí, guardando como guardan, por el contrario, notables analogías y similitudes.

Cuáles son, en definitiva, las distintas cuadraturas constitucionales y culturales de dos situaciones que presentan algunos perfiles análogos, de modo que estos tengan que encauzarse con parámetros constitucionales y políticos distintos. Y hacerlo, además, en perspectiva comparativa, lo que nos permitirá, sobre un itinerario común, subrayar argumentativamente el provecho y enseñanza de esta aproximación recíproca e interés que vienen mostrándose, de un tiempo a esta parte, Canadá y España, a propósito de la existencia en su seno de ambiciones diferenciales y/o soberanistas.

Vamos a hacerlo brevemente, sin grandes pretensiones. Tiempo habrá de ampliar y continuar hablando y escribiendo sobre ello.

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I Los antecedentes del caso

Como es conocido de los seguidores de la peripecia constitucional canadiense, la reciente decisión del Tribunal Supremo de Canadá acerca de la constitucionalidad de una eventual secesión unilateral de Quebec respecto de la federación venía a ofrecer respuesta a una triple consulta efectuada en septiembre de 1996 por el Gobierno federal de Ottawa.

  1. La primera pregunta formulada afectaba a la viabilidad constitucional de una secesión unilateral;

  2. La segunda pregunta, a su posible acomodo en el derecho internacional protector del principio de autodeterminación de los pueblos;

  3. La tercera pregunta, y ante la eventualidad de que existiese contradicción entre la regla constitucional y la regla internacional, cuál de las anteriores debería prevalecer.

Ha de recordarse, de entrada, en qué ha consistido el dictamen del Tribunal Supremo: la respuesta ha sido negativa a la primera y segunda preguntas. Y ante la elaboración doctrinal de una y otra respuestas, contemplando extensamente las distintas facetas del problema, el Tribunal Supremo proclama la improcedencia de entrar a debatir, vista la carencia de objeto, ninguna respuesta a la tercera.

Ahora bien, además de hacer esto, la decisión del Tribunal Supremo, por su extensión y profundidad, ha servido también para reverdecer la actualidad de algunas cuestiones importantes no sólo para los juristas sino también para la reflexión política en democracia.

Contrariamente a lo apuntado en los primeros y más apresurados comentarios, la decisión no ha arrojado un «jarro de agua fría» sobre las aspiraciones soberanistas del nacionalismo quebequés. De hecho, la pujanza y vitalidad política de este nacionalismo cada vez más escorado hacia el independentismo han sido conducidas hasta ahora por el Partí Québécois, en el Gobierno en Quebec (bajo el liderazgo del primer ministro provincial Lucien Bouchard) y en la oposición en Ottawa (bajo la veste de Bloc Québécois), y la búsqueda incansable de un virtual «estatuto particular» (statut particulier) que acomode dentro de la federación a la provincia francófona, subyacen, como es evidente, en el origen del proceso consultivo ante el Tribunal Supremo.

Antes bien, la decisión ha sido leída por muchos como un pronunciamiento refinadamente salomónico; un sofisticado ejercicio de ponderación de intereses.

Cierto es que, por un primer lado, reafirma lo que ya los especialistas predecían: la imposibilidad de proceder a una secesión unilateral (Unilateral Declaration of Independence, en adelante UDI) desde el actual marco constitucional canadiense, así como la no cobertura de un pretendido derecho a la autodeterminación quebequesa bajo su proclamación en el derecho internacional público y la Carta de la ONU de 26 de junio de 1945 (art. 1 de la UN Charter, acompañado de múltiples resoluciones de su Asamblea General, entre las que destacan la 1415 (XV) y 2625 (XXV)).

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Precisamente por ello resultaba innecesario entrar en la elucidación de la eventual contradicción entre el derecho constitucional federativo canadiense y lo dispuesto en las normas de derecho internacional público que vinculasen la responsabilidad internacional de Canadá como un actor más en el concierto universal de las naciones. Como también, desde luego, resultaba innecesario perderse en consideraciones -más o menos inconfesadamente extrajurídicas- en torno a la viabilidad fáctica de la secesión, y sobre la proyección ulterior de esa facticidad sobre el mundo del derecho (internacional, primero, y constitucional después) a partir de un alegado, en realidad inexistente, principio de efectividad como fuente del derecho.

Tal y como se ocupa de desarrollar por extenso el Tribunal Supremo en algunos de los más importantes fundamentos jurídicos de su pronunciamiento, la fuerza creadora de lo fáctico, pretendida legitimación de hecho fundada sobre la eficacia de las situaciones consolidadas aun cuando lo sean contra legem, no es ni puede ser de por sí un criterio de validación -ex post facto- de la ilegalidad.

En el mejor de los casos; sí podrá ser esa existencia «efectiva» el punto originario de arranque para una nueva fuente de juridicidad autónoma y disconexa de la históricamente precedente: la surgida a partir de la irrupción en el mundo de lo real de un nuevo orden de derecho autónomo respecto del anterior, toda vez que representa, lógica o axiológicamente, una ruptura con éste. Su legitimación, por tanto, no puede ser rastreada en su imposible congruencia o derivación de aquel orden con el que se ha practicado una quiebra formal o material de continuidad, sino en los fundamentos que prestan su viabilidad y consolidación «efectiva» en el universo jurídico.

Ahora bien, dicho esto, es igualmente innegable cómo, por un segundo lado; esta decisión ponderada ha sido también interpretada -con justeza- como una incentivación objetiva de las aspiraciones del soberanismo francófono.

Ello ha sido posible a través de una lectura de lo constitucional que ha querido ir más allá de la letra, de los principios y las reglas escritas, navegando hacia un conjunto de postulados implícitos y derivados del pacto constitucional canadiense.

Y en efecto, tan nítido recordatorio de que la Constitución -de acuerdo con la tradición jurídica anglosajona, marcadamente perceptible en la inspiración del Tribunal Supremo de Canadá- es algo más que Derecho escrito e impone una lectura finalista de sus presupuestos, ha permitido al Tribunal Supremo vincular los principios democráticos, federal y de primacía del derecho, con la imperatividad constitucional-y por lo tanto, jurídica- del entablamiento y conclusión de las negociaciones conducentes a la segregación de Quebec si así se derivara claramente de la voluntad democrática de los quebequeses por una «clara mayoría» (sic) en consulta referendaria.

II Los problemas planteados ante la jurisdicción consultiva del Tribunal Supremo: una perspectiva española
1. Los problemas no resueltos en perspectiva comparada

Según salta en seguida a la vista, van a ser enjundiosos los problemas irresueltos en la expresada orientación jurisprudencial adoptada por el Tribunal Supremo -cuando no abiertos o causados directamente por ella- desde la perspectiva generalPage 13 del constitucionalismo democrático. Todos estos problemas -planteados y afrontados, pero no enteramente resueltos, vista su complejidad o alcance- revisten interés comparativo. Y no solamente, repito, desde su lectura en España, sino desde la óptica, más amplia, del entorno cultural liberal y democrático.

Sírvannos los siguientes:

  1. Qué es lo que haya de entenderse por mayoría clara para adoptar decisiones que resulten congruentes con los imperativos de la teoría democrática. Si la democracia es gobierno de las mayorías y respeto de las minorías, la democracia constitucional es todo eso plus respeto a las reglas de juego solemnemente pactadas en una constitución garantizada (o, en otras palabras, una constitución normativa y jurisdiccionalizada) y a la inviolabilidad de un conjunto de derechos fundamentales.

    Ello implica, por supuesto, la revocabilidad de todos los consentimientos (principio general y valor de la libertad), en congruencia con los principios basilares del contractualismo liberal. Pero comporta también la correlativa observancia de la seguridad jurídica, certeza y estabilidad de lo constitucionalizado, así como el atenimiento a lo pactado (principio pacta sunt servanda).

    Ahora bien, el siempre inestable equilibrio entre lo indisponible, en cuanto que solemnemente pactado y rigidificado, y aquello que sí es disponible por la mediación democrática un mero cambio de mayoría, no puede responsablemente solventarse con una apelación genérica a la «claridad» de la misma. Ello equivaldría a ignorar datos tan elementales de la realidad constitucional como que la unanimidad en la adopción de una ley ordinaria no equivale a hacer de esta una ley reforzada («constitucional» u «orgánica»), del mismo modo en que tampoco las más aplastantes mayorías pueden modificar reglas constitucionales, salvo, naturalmente, que así lo autorice, merced a los procedimientos especiales prevenidos para ello, la constitución vigente.

  2. La compatibilidad de la idea de un «pueblo» dentro de otro «pueblo».

    En efecto, la conjugación, en otros términos, de un hipotético «pueblo quebequés» con lo que haya de decir acerca de un mismo objeto el «pueblo de Canadá» es trasunto de otro antiguo problema de mayor envergadura: el de la viabilidad de la existencia de una «nación» dentro de otra; o, en otras palabras, el de la viabilidad de una «Nación de naciones» o de «nacionalidades y regiones», como es el caso de España (art. 2 CE).

    Parece evidente que el tratamiento de esta cuestión trasciende con mucho el marco de debate impuesto por el análisis técnico del derecho positivo y su congruencia interna en cada caso concreto, para alcanzar los confines de la cultura política y cívica, que es donde se ventila la posibilidad de hablar de una identidad colectiva cuya percepción en el seno de una sociedad determinada permita, o no, hablar convencionalmente de una «nación» o de un «pueblo» que resulte compatible con otra identidad más amplia u omnicomprensiva.

    Pese a recibir, pues, plasmaciones en derecho positivo (y es obvio que casi todas las constituciones modernas y contemporáneas identifican, de algún modo, una «Nación» o un «pueblo» en el que localizan, al mismo tiempo, al sujeto originario del poder constituyente y al centro de referencia del acto constitucional), y a pesar, asimismo, de que esas plasmaciones pueden llegar a revestir una decisiva relevanciaPage 14 en el tratamiento de específicos problemas constitucionales (como fue el caso, en 1990, de la Decisión del Consejo Constitucional francés al descartar la existencia de un «pueblo corso» por su incompatibilidad con la más amplia idea republicana de «pueblo francés» como sujeto exclusivo y excluyente de la soberanía), a pesar de todo ello, insisto, lo cierto es que estos dilemas, tan íntimamente asociados a los de la titularidad de la soberanía misma, no son dilemas jurídicos stricto sensu entendidos: lo son, en rigor prejurídicos o, acaso, metajurídicos.

    Se trata, en el fondo, de un antiguo problema de filosofía política, directamente conducente al reencuentro con fas viejas aporías de la soberanía (y a su incompatibilidad con la idea de constitución normativa, ya detectada por M. Kriele, toda vez que en esta última ya no habría «soberanía» sino meras «competencias»). Y conducente también, con doble razón, con las no tan inveteradas aporías de la moderna teoría de la «cosoberanía» o «soberanía compartida» (polémica ésta recientemente reavivada, en la España de las autonomías, por las denominadas Declaración de Barcelona y Declaración de Lizarra, dos manifiestos políticos firmados por fuerzas y partidos de orientación nacionalista tendentes a acentuar la pretensión diferencial, pro «confederacionista» respecto del resto de España, de las así llamadas, con terminología ajurídica y en realidad carente de apoyo positivo en derecho, «nacionalidades históricas»: Cataluña, País Vasco y Galicia).

  3. Un tercer problema -mucho más específico, sin embargo, de la situación canadiense- lo es, diferentemente, el de la subrogación de los derechos de los pobladores aborígenes históricamente paccionados con la Federación canadiense.

    Pero tampoco este frente escapa del todo al interés del comparatista.

    No sólo porque tras esta cuestión, en apariencia especial, subyacen otras relativas al respeto que se debe a la diferencialidad legítima de la que se revisten determinadas minorías (localizables en función de su cultura distintiva, su lengua, su origen étnico o su localización territorial) ante la ejecución o aplicación de decisiones legítimamente adoptadas por las mayorías. No sólo por ello, decimos, sino también porque en los genuinamente canadienses concepto e institución de los fiduciary rights de los pobladores autóctonos resulta posible encontrar reverberaciones familiares a las cláusulas de salvaguardia de los derechos históricos o consuetudinarios, así como de la foralidad, de instituciones jurídicas igualmente inexportables, incardinadas en otras constituciones democráticas. Tal es notoriamente el caso la Constitución española de 1978 (art. 149.1.8 y disposición adicional 1 CE) o el de la Constitución sudafricana de 11 de octubre de 1996 (capítulo 12, secciones 211 y 212), cuyos comparatistas, dicho sea incidentalmente, también acuden a menudo al ejemplo canadiense.

2. Las cautelas del Tribunal Supremo, en perspectiva comparada

Pues bien, visto lo visto, es obvio también que, en su conjunto, los expresados problemas que acaban de relacionarse (y no podía ser de otra manera, pues todas las economías así lo habrían aconsejado) no han encontrado solución en la decisiónPage 15 adoptada por el Tribunal Supremo de Canadá ante et Reference case que nos ocupa. Antes bien, han sido florentinamente esquivados por el Tribunal Supremo canadiense en su respuesta a la consulta al Gobierno federal.

Resulta, sin embargo, difícil ignorar hasta qué punto algunos otros espinosos asuntos adyacentes a las cuestiones nucleares que justificaban la decisión han sido, estos sí, encarados desde un innegable coraje, más allá incluso de lo razonablemente exigible, a la luz de la posición institucional que ocupa el Tribunal Supremo de Canadá en la organización jurisdiccional de ese país.

Puede pensarse, así, en el esfuerzo desplegado a propósito de la incidencia del derecho internacional como fuente integradora (e integrada) del derecho interno, una consideración de fondo que, por cierto, había intentado descartar la objeción de jurisdicción y competencia planteada en este punto por el amicus curiae (un interviniente procesal propio del derecho anglosajón, sin exacto paralelo en la ordenación del proceso europeo-continental).

Puede pensarse igualmente en su concienzuda elaboración acerca de la relevancia de las reglas y principios procedentes de las fuentes iusinternacionales en el enjuiciamiento de constitucionalidad (una cuestión ésta, por cierto, sobre la cual persisten, en Europa, acusadas diatribas doctrinales y sobre la que las respectivas cortes constitucionales operativas en Europa distan de haber apostado por soluciones homogéneas: piénsese, así, en el contraste entre las sentencias Frontini (1973) y Granital (1984) dictadas por la Corte Costituzionale italiana, o en las célebres Solange I y Solange II (1974 y 1986, respectivamente) del Bundes Verfassungs Gerichts de Karlsruhe).

Y piénsese, sobre todo, en la construcción abordada por el Tribunal Supremo de Canadá al enfatizar el carácter netamente constitucional-en el sentido más profundo del término- de la dimensión negocial y pracedimental de la democracia, lo que confiere a ésta un carácter de proceso al servicio de una sociedad abierta y de su realización política...

Ninguna de estas líneas de razonamiento constitucional pueden ser subestimadas desde una perspectiva comparada. Especialmente relevante me parece -si se me permite aquí una apreciación personal- esta última, atinente a una «línea de fractura» o diferenciación entre la idea de constitución acuñada en la tradición jurídica anglosajona, mucho más aproximada a la cultura del contrato, y la distintiva idea de constitución normativa eurocontinental, mucho más aproximada a su visualización como acto autoritativo de un poder legitimado (el poder constituyente) cuyos designios sujetan, desde su misma adopción, a todos sus destinatarios, sean estos los ciudadanos (individualizada u organizadamente, en cuanto cuerpo electoral), sean los poderes públicos (poderes todos ellos constituidos).

Es esta una cuestión cultural cuya importancia, a mi entender, difícilmente puede nunca exagerarse a la hora de explicar muchas de las limitaciones del análisis comparativo cuando, como en este caso, intentamos contrastar dos experiencias jurídicas encuadradas en una y otra órbitas y tradiciones.

Ahora, sin desdoro alguno de las cautelas que acaban de sintetizarse, conviene enfatizar de inmediato la más remarcable cautela sobre las que el Tribunal Supremo de Canadá ha querido en este caso llamar la atención de las partes de toda federación, lo que equivale a decir de todo estado compuesto.

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En efecto, importa mucho subrayar hasta qué punto el Tribunal Supremo canadiense ha querido advertir con claridad las limitaciones intrínsecas al instrumento del derecho como técnica de resolución de conflictos.

La ocasión se la han prestado los fundamentos jurídicos que ha dedicado a responder a la primera pregunta. El Tribunal Supremo de Canadá ha negado la existencia de un pretendido derecho constitucional a la secesión unilateral en el seno de un orden federativo fundado en una constitución que haya de ser entendida norma fundamental, vinculante para las partes de la federación, para los poderes públicos (federales, provinciales y locales) y para los ciudadanos. No cabe pues plantear, a libre disposición o conveniencia de cada cual, asilvestradamente, una disolución de las reglas vinculantes previamente convenidas.

Pero tampoco cabe hacerlo unilateralmente, aun cuando el procedimiento utilizado para ello revista formas democráticas (una consulta popular convocada con observancia de la ley y del derecho, sustanciada, además, de forma y manera impecablemente democráticas).

Ahora bien, la Constitución federal ha de entenderse también trabada no solamente en reglas de derecho escrito -continúa razonando el Tribunal Supremo canadiense-, sino en principios derivados de la teoría democrática: pacto federativo, principio de libertad en cuanto revisabilidad y/o revocabilidad de todas las decisiones, sujeción a la ley, imperio de las mayorías y observancia inexcusable de los derechos e intereses de las minorías, configuran de consuno un encuadramiento axiológico a la idea de democracia constitucionalizada.

Se trata, pues, de un parámetro para el enjuiciamiento de constitucionalidad notablemente más amplio que el que proporciona la mera letra formalizada de lo que la doctrina jurídica canadiense entiende, con todas sus complejidades, como integrada en la «Constitución de Canadá» (un ensamblaje de normas de varia textura y origen histórico, desde 1867 a 1982).

Pues bien, de estos otros parámetros de lo constitucional deduce el Tribunal Supremo canadiense la existencia de un genuino deber constitucional-deber jurídico, por tanto- de negociar (renogociar) el pacto formalizado en caso de que un pronunciamiento democrático en la forma e inequívoco en el fondo indique que las condiciones originarias de ese acuerdo han de ser revisadas en la medida en que lo ha sido (y así lo demuestran las urnas) revocado o o revisado ya en la realidad social y política subyacente.

Ahora, al adverar la existencia de una genuina obligación constitucional de negociar, llegado el caso, el Tribunal Supremo de Canadá ha querido decir exactamente eso, estricta y solamente eso... y detenerse ahí.

El resto (¡nada menos que el resto!), las condiciones y evaluación de los resultados de la eventual consulta referendaria, incluso las modalidades de encauzamiento de las demás cuestiones consitucionales implícitas (piénsese, por ejemplo, en las eventuales reformas que resultaren necesarias y en la discusión a propósito de sus procedimientos jurídicamente adecuados; o en la identificación al respecto de cuáles serían exactamente los derechos de las minorías afectadas por las previsibles reformas, como sería el supuesto de los pobladores aborígenes en las distintas provincias de Canadá, así como en su correlativa nueva proyección contractual en los antiguos vínculos fiduciarios sobre las denominadas «naciones autóctonas»..., proble-Page 17mas todos ellos de calado), todo ese resto, repetimos, queda deferido, exclusiva y excluyentemente, en las manos de la única jurisdicción a la que en rigor pertenece: la de la política y sus actores.

Dicho con otras palabras: el resto queda reservado al ámbito al que pertenece: a las fuerzas políticas y a las instituciones que animan, porque ese es su papel, la dinámica pluralista de la democracia representativa.

Efectivamente, no hace falta someter la decisión a un análisis excesivo para detectar con nitidez la entidad del esfuerzo desplegado por el Tribunal Supremo canadiense por distinguir el análisis jurídico de las cuestiones sometidas a su jurisdicción del plano de la política-un plano, recuérdese, complementario, alternativo y paralelo a aquél pero distinto en su esencia.

Viene con ello a afirmar el Tribunal Supremo varias cosas:

  1. De un primer lado, que lo que haya de entenderse por «clara mayoría» en la eventual consulta referendaria (que no sería sino la activación práctica del teórico deber constitucional de arrancar la «renegociación del pacto federativo») no es -y así va a afirmarlo en su decisión el Tribunal Supremo- una cuestión susceptible de dilucidación judicial; queda, por contra, al albur de la apreciación política de los actores responsables (del Gobierno federal y los gobiernos provinciales: no sólo -y esto es importante- del Gobierno quebequés);

  2. De otro, que la eventual proyección «histórica» o «fáctica» de la «efectividad» (el «éxito», en términos empíricos, de una eventual segregación unilateral frente al todo de un estado compuesto) no es tampoco una cuestión jurídicamente evaluable y jurídicamente soluble. Es, por. contra, una vez más, una cuestión política, político-constitucional o político-legislativa: corresponderá a la política (sea internacional, sea después, político-constitucionalmente, en el nivel interno) deducir las consecuencias que considere oportuno de un determinado suceso (la hipotética práctica de una segregación unilateral de Quebec, una parte, frente al todo, Canadá), por más que ese suceso sea, en términos jurídicos, estrictamente incompatible con la legalidad constitucional e internacional preexistente.

Y así, en congruencia con ello, aporta el Tribunal Supremo ejemplos y antecedentes históricos (Rhodesia del Sur, los estados emergentes de la antigua Yugoslavia o la antigua Unión Soviética) en los que esta cuestión, esencialmente política (la viabilidad, conforme al principio extrajurídico de la efectividad de las situaciones de hecho en cuanto consolidadas), ha acabado reflejándose en un «reacondicionamiento» o «remodelación» del universo jurídico: de un modo u otro, en la práctica, esos «nuevos estados» acaban procurándose en la práctica su «lugar bajo el sol» en el concierto de las naciones.

Pero -debe añadirse de inmediato- su surgimiento no es por ello una consecuencia jurídica de un proceso conformado a las regias del derecho: es el precipitado político de una secuencia fáctica que acabará condicionando un nuevo orden de cosas, un orden que acabará plasmando jurídicamente, con ruptura del anterior, en la medida en que el derecho es producto de la fuerza normativa de las cosas tanto como es, también, la mejor cualificada de las expresiones formales de su legitimación.

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3. Los problemas enjuiciados por el Tribunal Supremo de Canadá y su tratamiento jurídico en perspectiva comparada

Dicho esto, me permitiré señalar cómo, desde mi lectura, el dato más importante de cuantos se desprenden de la decisión del Tribunal Supremo canadiense reside en el recordatorio de una fundamental regla del sentido común: toda constitución que quiera servir a su objeto y finalidad esencial ha de comprender no ya la mera posibilidad sino la aseguración jurídica de la viabilidad y conducción de su propio cambio en la medida en que los impulsos libremente contrastados de la voluntad de los ciudadanos así lo demanden.

En otras palabras, ni siquiera en una constitución federal (resultante, por principio, de un histórico pacto federativo, sobre cuya genealogía y proyección normativa se extiende, por cierto, el Tribunal Supremo en distintos pasajes de su razonamiento), como tampoco una constitución que haya acogido el valor normativo del derecho internacional público (con la Carta fundacional de la ONU, adoptada en San Francisco el 26 de junio de 1945, a la cabeza) como fuente integradora de su sistema de derecho, prestan suelo bastante ni apoyatura suficiente para legitimar un acto de secesión de una parte frente al todo (ya sea parte de un territorio, ya sea parte de una población o «pueblo» diferenciado). No lo prestan, por lo menos, desde un punto de vista jurídico.

A partir de ahí, toda valoración doctrinal de este pronunciamiento impone al comparatista-especialmente desde España, por los motivos que veremos-al menos dos reflexiones: dos reflexiones críticas, tendentes a subrayar los diferentes presupuestos y cuadros de coordenadas en que se mueven, en uno y otro casos, las constatables pulsiones soberanistas de ciertas partes (provincias o comunidades autónomas, investidas de algún modo de ambición diferencial) frente al todo o frente al resto (ya sea este «ROC», «Rest of Canada», ya sea «lo que quede de España», locución esta de creciente utilización en España).

  1. Así, por un primer lado, en el resultado alcanzado por el juicio del Tribunal Supremo canadiense influye muy fuertemente el entendimiento de Canadá como resultado histórico de un pacto federativo. Un pacto, pues, en el que la voluntad de los pueblos que la forman continúa reteniendo una parcela decisiva de legitimación para la reactivación de una operación constituyente, de reforma, revisión, reajuste, reconcepción o disolución, en su caso, del pacto federativo.

    Tropezamos, por lo tanto, con un entendimiento previo (una 'asunción' o presupuesto) que, muy diferentemente, implicaría en España, aun cuando resultare hipotéticamente imaginable, un inevitable recurso a lo que el art. 168 CE conoce como una «revisión total» de la Constitución (con mayorías de dos tercios en cada una de las cámaras para su aprobación, disolución de las Cortes, nuevas mayorías de dos tercios y referéndum preceptivo: no es pues una simple «reforma» como la del art. 167 CE), dada la identificación inequívoca, en el caso español, de un único sujeto constituyente (la «Nación española», aún «nación de naciones», en su preámbulo y art. 2 CE, incardinado este último en el título preliminar, cuya modificación se sujeta en todo caso a una fórmula extremadamente rígida).

  2. Pero, por un segundo lado, aun cuando semejante secuencia siga siendo posible en virtud de una indiscutida primacía del derecho resultante de un proceso de-Page 19mocrático, libremente conformado, caben no ya serias dudas sobre ello sino el más radical escepticismo acerca de su hipotética viabilidad en España. Y ello aunque sólo fuera por la composición fuertemente pluralista de todos los ámbitos territoriales desde los que se ejercita alguna pulsión centrífuga o soberanista frente al centro (Cataluña, País Vasco, Galicia, y aún más acusadamente en todas las demás comunidades autónomas); pero también a la vista -y este dato es relevante- de la situación persistente de anormalidad democrática que ha venido padeciéndose a lo largo de veinte años de autogobierno en Euskadi (continuada interferencia de una fenomenología de violencia terrorista y formas fascistizantes de intimidación social sobre la mayoría por parte de minorías sectarias fuertemente indoctrinadas), así como, sobre todo, por la ausencia de garantías mínimamente fidedignas acerca de la aceptación general de los resultados que fueren.

    Dicho sea incidentalmente, esta concreta observación nos reconduce a una pregunta sorprendentemente obviada, pero una pregunta, al cabo, teñida de sabor canadiense: ¿cómo puede procederse a articular jurídicamente la pretensión secesionista por medio del alegado procedimiento democrático de una consulta popular? ¿Cabe hablar de un derecho, jurídicamente hablando, más que de una pretensión amparada por máximas principíales desgranadas de la política internacional? ¿Cabe hablar, a estas alturas, de un verdadero derecho sin régimen de ejercicio, sin actor reconocible, sin procedimiento de tutela, sin garantía procesal, institucional o política? ¿Cómo, ante quién, cuándo y con qué límites cabe ejercer el derecho a un pronunciamiento de ese corte?

    Para expresarlo en referencia a la experiencia canadiense: ¿Por qué no abordó el Tribunal Supremo la evidencia incontestable de que esa consulta popular ya ha dejado de ser mera prospectiva o hipótesis, porque pura y simplemente ya ha tenido lugar? ¿Por qué no ha considerado el Tribunal Supremo canadiense la evidencia incontestable de que esa consulta popular ya ha sido sustanciada en la práctica y ya fracasó dos veces (en 1980 y en 1995), una de ellas (la primera) con una «clara mayoría», del 59 % frente al 41 %?

    La no explícita respuesta a estas no explicitadas pero capitales preguntas resulta clarificadora; de hecho, nos conduce de nuevo a resaltar la evidencia: dos veces llamado a las urnas a pronunciarse sobre el supuesto de la independencia frente al ROC (resto de Canadá) (1980 y 1995), el mismo pueblo quebequés ha declinado la oferta soberanista. Pero ello -y a la vista está, anunciada o «amenazada» en sucesivas ocasiones la reedición de esa oferta en una tercera convocatoria referendaria por parte del primer ministro provincial Lucien Bouchard, todavía hoy al frente del Gobierno nacionalista en la provincia francófona- no ha sido bastante para que el nacionalismo francófono haya abdicado hasta ahora, democráticamente, de su ambición maximalista.

    Dos fracasos referendarios, mediando lapsos de tiempo suficientemente significativos y una «mayoría clara» (la de la primera consulta, en 1980; la segunda, en cambio, celebrada el 30 de octubre de 1995, fue extremadamente ajustada: 50,6 % de «noes» frente al 49,4 % de «síes») no han sido suficiente argumento para disuadir al discurso nacionalista quebequés de abogar, con el recurso de cuantos instrumentos políticos y jurídicos se hallen a su alcance, en favor de una inexorable deri-Page 20va de la historia hacia la independencia de Quebec y su irrupción como Estado en el concierto de las naciones.

    Y si esto ha sido así, está siendo así y es así, en una situación democrática, pacífica y civilizada, en la que el nacionalismo secesionista ha renunciado al terror, a la intimidación, al chantaje y a la extorsión..., ¿qué razonables perspectivas de aquietamiento del problema cabría albergar en España, en el aquí y ahora de la pacificación de Euskadi (sea cual sea el referente humano o territorial encerrado en Euskal Herría), allí donde la exclusión, el odio al otro y a la misma «alteridad», el culto a la muerte y a la «persecución» de los «socialmente irredentos» por su desafección a la patria colectiva, la adoración, en suma, de la violencia y la amenaza perpetua de la minoría sobre la mayoría, han llegado a erigirse en signo de identidad tan indisociable a su esencia como en su día lo fueron del fascismo y del nazismo?

    ¿Cabe pensar seriamente que una consulta referendaria, una sola, cualquiera que fuere el resultado, aquietaría para siempre la pulsión soberanista del llamado mundo radical o abertzale, secesionista frente a España pero expansionista agresivo frente a Navarra e Iparralde (País Vasco francés), por encima del sentir mayoritario y democrático de los ciudadanos que pueblan esas otras parcelas de la denominada integridad territorial de Euskal Herría?

    ¿Cuántas consultas, en suma, serían necesarias para solventar el problema? ¿Acaso, imaginablemente, todas cuantas costase un raspado -pero irreversible-triunfo del «sí» a la secesión? ¿Puede ser aceptada como razón democrática aquella que viene a propugnar que no bastan, nunca bastan, las «mayorías claras», por muy holgadas que fueran, cuando estas dicen que «no», pero que sí han de bastar, y además irreversible y definitivamente, por más que sean ajustadísimas, en cuanto digan que «sí»?

  3. Quedaría un tercer problema, todavía más importante: se trata de la no menos problemática determinación de los sujetos jurídicos de la decisión referendaria.

    En apariencia, en Quebec la cuestión sería cristalinamente clara: el «pueblo de Quebec» comprende a los allí residentes, toda vez que se trata de un territorio en principio delimitado y pacífico, esto es, no sometido a territorial claims, que no es objeto de litigio.

    Pero ni siquiera en Quebec esto es así del todo. Cabe preguntarse, en efecto, ¿qué hacer con la minoría anglófona de Montreal, o con los pobladores del norte quebequés, aborígenes que apuestan por la federación en toda consulta electoral, en el caso de que en ciertas porciones localizadas de ese territorio triunfase el «no» frente al «sí» por una «clara mayoría»?

    ¿Debería abrirse paso al particionismo (fractura) de la actual provincia francófona, de modo que cierto segmentos (los anglófonos de Montreal o los autóctonos del norte) pudiesen permanecer canadienses si tal fuera su voluntad, democráticamente expresada? ¿Y así, hasta dónde llegar, o cuándo cerrar el ciclo de autodeterminación sucesiva, una vez activado?

    Baste, para percibir el calado práctico de estos interrogantes, señalar al lector español que todas estas cuestiones no son «hipotéticas» o «de laboratorio». Muy por el contrario, hace ya tiempo que la doctrina canadiense ha hecho de estas hipótesis objeto real de discusión y epicentro de diversos escenarios (serían los célebres planesPage 21 A, B y C, respectivos escenarios de persuasión, disuasión y minoración de la pulsión soberanista quebequesa, patrocinados por el Gobierno federal), en orden a la más eficaz prevención y conducción del conflicto allí donde se manifieste con la oportunidad y nivel de concreción que los hagan necesarios.

    El mismo problema, como se adivina, aparece con perfiles mucho más crudos en España (o rectius, una vez más, en el conflicto de Euskadi): no ya sólo porque (y es esta una diferencia con otros conflictos nacionales como es el caso irlandés, aunque esta diferencia no sea subrayada a menudo) el proyecto independentista quebequés es politicamente viable (puesto que se trataría de instituir una nueva democracia parlamentaria en suelo norteamericano), mientras que el proyecto abertzale del terrorismo de ETA simplemente no lo es (puesto que se dirigiría a instituir una inviable república nacionalista y socialista en el Cantábrico; una delirante república excluyente, antilibertaria y expansionista; en una palabra: neonazi); no ya sólo, repetimos, por lo que acaba de advertirse, sino también, y sobre todo, porque el proyecto radical del entorno político que alienta el terrorismo de ETA comprende también la anexión de otros territorios vecinos (Navarra e Iparralde o País Vasco francés), cuyas poblaciones distan de apoyar mayoritariamente su incorporación a un eventual Estado de Euskal Herría (los nacionalistas vascos cosechan apenas un 20 % de sufragios en Navarra y un 4,5 % en Iparralde),... pero sin cuyo concurso -¡y menos con su oposición!- resulta del todo imposible imaginar ninguna forma de colaboración o incluso de mera comprensión por parte de la comunidad internacional (no desde luego de la ONU, pero menos aún de la Unión Europea, mucho más comprometida por su eventual expansión hacia el este que con la multiplicación de nuevos estados miembros por la desagregación hipotética de sus actuales miembros).

    Del todo inimaginable resulta, en definitiva, el reconocimiento eventual de semejante secesión forzada, por la vía del terror o la amenaza de las armas, por parte de España y Francia, estados ambos democráticos, del todo consolidados en la comunidad internacional y en la Europa que es obligado contexto geofísico y jurídico, e implicados hasta el cuello en todo escenario posible de pacificación del conflicto.

III La decisión del Tribunal Supremo canadiense a la luz de una valoración comparativa desde España

La sentencia ha sido recibida con valoraciones marcadamente positivas no ya por la generalidad de la docrina -ya sea federalista, ya sea soberanista-, sino también por la clase política. De hecho, aparentemente el Gobierno nacionalista quebequés había preparado ya un formato de respuesta descalificatorio, en previsión de una decisión escorada hacia las posiciones más refractarias al secesionismo.

Visto, sin embargo, el tenor de la respuesta del Tribunal Supremo, el portavoz oficial del Gobieno nacionalista de Luden Bouchard -el ministro Pierre Broussard- admitía los aspectos positivos del pronunciamiento, al tiempo que el portavoz del Gobierno federal del premier Jean Chrétien -el liberal Stéphane Dion- puntualizaba la importancia del ROC en la conducción a puerto de las pretensiones quebequesas.

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Significativamente, aun ante el evidente esfuerzo del Tribunal Supremo canadiense por esquivar la espinosa cuestión de los derechos aborígenes y la naturaleza paccionada y preconstitucional de su relación jurídica con la federación (fiduciarios), los representantes de las naciones autóctonas se apresuraban a declarar su «satisfacción» ante el recordatorio por el Tribunal Supremo de la necesaria vigencia de sus pretensiones e intereses ante el proceso.

Al mismo tiempo, y frente al patente esfuerzo del Tribunal Supremo por evitar en sede liminar toda consideración de la problemática cuestión del procedimiento de reforma constitucional que debiera iluminar el tratamiento de cada una de las específicas cuestiones materiales concernidas, la comunidad constitucional ha apreciado el énfasis con que el Tribunal Supremo ha reencauzado una cuestión que ya amenazaba escapar a todo marco constitucional para desmarcarse en el espacio praeter o abiertamente anticonstitucional, subrayando la importancia de mantener constreñido al marco constitucional el debate acerca de la segregación de Quebec.

Es desde esta perspectiva desde donde procede valorar más favorablemente las consideraciones que, en todas y cada una de sus respuestas a las tres interpelaciones planteadas al Tribunal Supremo por el Gobierno federal, el alto Tribunal vierte acerca de la limitada virtualidad que cabe atribuir, en todo caso, al puro y desnudo principio de eficacia.

Al primar de modo rotundo el principio de legitimidad sobre el criterio de eficacia material, el Tribunal Supremo ha incursionado abiertamente en el territorio franco de la teoría del derecho y la filosofía política: ninguna sanación retroactiva cabe derivar de un acto antijurídico, por más que sus consecuencias puedan significar en la práctica el punto de partida de un nuevo marco condicionador de la validez y legitimidad de otros actos eventualmente adoptables (FJ 62 y 63 in fine).

IV Elementos para un análisis crítico de algunas de las específicas líneas de argumentación constitucional: examen comparativo entre Canadá y España

Entraremos ahora, finalmente, en un breve análisis, más seccional y específico, de los distintos enfoques con que los principales problemas constitucionales involucrados reciben en uno y otro caso a la luz, como es obligado, de los principales razonamientos jurídicos que sobre los respectivos puntos ofrece en su decisión el Tribunal Supremo canadiense.

Procede diseccionar al menos cuatro grandes líneas de reflexión. 1. En un apartado previo, haremos somera alusión a las cuestiones procesales, relativas a las diferencias técnicas entre las normativas de legitimación, competencia y enjuiciamiento canadiense y española, por enjundiosas que éstas sean, así como las consecuencias de una y otra respuestas en la consideración de la tercera cuestión, acometidas por el Tribunal Supremo a pesar y por encima de las objeciones de competencia y de carácter procesal que habían sido planteadas por el amicus curiae. 2. Haremos referencia, acto seguido, a los fundamentos constitucionales, escritos y no escritos, dePage 23 una democracia federal como técnica de la libertad y de la viabilidad del cambio. 3. Analizaremos después la inserción y eficacia de los mecanismos de democracia directa -a la cabeza de los cuales se situaría el referéndum- en el marco constitucional de una democracia representativa. 4. Finalmente, incorporaremos a examen las limitaciones intrínsecas a la alegación procesal de las reglas procedentes del derecho internacional incluso cuando son recibidos sus principios en el sistema de fuentes propio del derecho interno, y, consecuentemente, las cautelas con las que cabe proyectar el principio de eficacia. Veámoslas una a una.

1. Una premisa compartida: la existencia de la jurisdicción constitucional consultiva

En mi opinión, las principales premisas que para toda operación de enjuiciamiento constitucional aparecen implicadas en este proceso consultivo incluyen al menos las que siguen: a) El propio concepto de constitución del que en cada caso se parte, es decir, la más o menos problemática identificación de la constitución como parámetro de constitucionalidad y el correlativo papel del Tribunal Supremo (caso de Canadá) y del Tribunal Constitucional (en el caso español) sobre el manejo y selección de los respectivos cauces de enjuiciamiento (técnicas de discrecionalidad o certiorari en el caso canadiense; jurisdicción rogada y reglada en el caso español), especialmente ante el juicio de viabilidad (procedibílidad) de una hipótesis secesionista. b) La virtualidad efectiva, en uno y otro escenarios, de los principios federal, democrático y primacía del derecho. Viabilidad de una hipótesis secesionista unilateral. Contraste de esta hipótesis con los principios federal o autonómico, democrático y de primacía del derecho. c) La misma viabilidad de un referéndum en tal sentido, ya sea de ámbito estatal, ya sea de ámbito subestatal (provincial o autonómico), con evaluación subsiguiente de los eventuales efectos de un referéndum en uno u otro caso, así como de la proyección de los principios referidos ante la realización de una hipótesis de reforma o revisión de la constitución. d) La discutida posición del derecho internacional ante la constitución y el enjuiciamiento de constitucionalidad (y en particular, del principio de autodeterminación de los pueblos, extraído, como se ha subrayado en múltiples ocasiones, de la Carta fundacional de la ONU, de 1945, y de las resoluciones 1415 (XV) y 2625 (XXV) de su Asamblea General): cuáles son, en otros términos, las técnicas de integración de las que puede valerse el juez constitucional a la hora de acotar sus instrumentos paramétricos.

Procede pues, ante todo, señalar la importancia de la identificación del agente definitorio del parámetro de constitucionalidad, manifiestamente diversos en uno y en otro caso. Consecuente con ello es la distinción del papel que en una y en la otra hipótesis, aun compartiendo un mismo fin de garantía objetiva de la normatividad de la constitución, cumple en cada uno de ellos el supremo intérprete y garante constitucional, Tribunal Supremo canadiense y Tribunal Constitucional, respectivamente, por mediación de la técnica de la jurisdicción consultiva (accionable en ambos casos por iniciativa del Gobierno, federal o de la Nación), no estrictamente contenciosa, dentro del abanico de sus competencias.

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2. Los problemas derivados de la opción federalista como apuesta constitucional

La segunda de las líneas analíticas para una comparación entre la situación canadiense y española debe situarse, a mi juicio, en torno a la propia posibilidad de un debate constitucional sobre un propósito parejo: la perspectiva, verosímil, de una apuesta democrática por la segregación -incluso unilateral- de una parte frente al todo, desde el contexto y presupuesto de un estado compuesto fuertemente estructurado (federal en Canadá; autonómico en España), con amplios niveles de autogobierno-autonomía, pues, política-en espacios subestatales.

Volvamos sobre lo básico. Cierto que Canadá y España son, constitucionalmente, estados compuestos. Pero no de la misma manera: procede por tanto distinguir con claridad meridiana la peculiar lógica histórica, jurídica y política del partenariado federativo respecto del modelo autonómico.

El primero -federal- responde a una apuesta jurídica, con rango constitucional, por la agregación, la unión, la compartición en un centro de imputación común (la federación, el Bund) de ámbitos de soberanía hasta entonces residentes en las partes que lo integran y la formación, por ende, de un sujeto político (el Estado federal) global y superior a sus partes. Un estado federal es consecuencia así de una voluntad de cooperar por parte de una variedad de estados preexistentes.

El segundo, el Estado autonómico, es, diferentemente, una respuesta a una demanda de desestructuración («devolución», «descentralización») de un Estado unitario preexistente, sólo a partir de cuya Constitución resulta posible «construir» jurídicamente los entes subestatales posteriormente sobrevenidos.

Uno y otro modelo pueden exhibir, en la práctica, niveles análogos de «descentralización» (puesto que «federar» no es «mucho descentralizar», sino todo lo contrario: unir, agregar, asociar). Pero no es esto -el cuánto de la compartición- lo que cuenta; lo que cuenta es el cómo.

Y es obvio, en este sentido, que una y otra lógicas exhiben innegables consecuencias en la articulación de las respectivas técnicas de interlocución, cooperación y participación de las partes en la formación y expresión de la voluntad del todo. Más altas las cotas de colaboración y lealtad recíproca en experiencias federales como la canadiense; menores, en beneficio de la conflictividad, la emulación y la competencia -siquiera sea por menos ensayadas las técnicas cooperativas, por más sujetas todavía a experimentos de prueba y error- en las «devolutivas» como es el caso de España.

Ambos son, por lo demás, estados plurinacionales o plurinacionalitarios, pluriculturales y plurilingüísticos. Pero no de la misma manera.

Mas no ha de perderse de vista que este segundo rasgo es a su vez consecuencia de la primera diferencia: España no es el resultado de una agregación federativa de dos o de más naciones, de un pacto entre varias culturas, sino una «nación de naciones» o de «nacionalidades y regiones» (art. 2 CE 1978) resultante de una historia en la que el elemento pacticio ha resultado mucho menos relevante y decisivo, incluso en términos míticos o de legitimación emocional o irracional.

España y Canadá son, ambos, estados con viejos problemas de integración nacional; pero tampoco aquí respiran de una idéntica manera: a diferencia de Canadá, la cuestión nacional no se ha sustanciado en España, ni en el pasado ni enPage 25 el presente, mediante la confrontación de un territorio, un pueblo o una cultura frente al resto.

Se han yuxtapuesto más bien, continuadamente, varios frentes abiertos, sucesiva o simultáneamente, algunos de ellos fuertemente estructuralizados, por más que pueda afirmarse que sean mucho más recientes (un tardío siglo XIX) de lo que los nacionalismos periféricos pretenden, mientras que otros se han manifestado como periódicamente reemergentes o recurrentes.

Y son ambos, además, estados que se fundamentan en una constitución que no contempla claúsulas de intangibilidad expresa. Ergo se trata, en principio, de constituciones reformables ante cualquier hipótesis. Aunque no, una vez más, lo sean de la misma manera. Como consecuencia de una primera diferenciación relevante -la que alude a la «fractura» federación vs. Estado de las autonomías-, las provincias canadienses tienen poder constituyente, esto es, acción y legitimación para incoar procedimientos de reforma constitucional, bien que con eficacia graduada según los cinco distintos supuestos que contempla su Constitución.

Mientras, distintamente, de nuevo por la razón de su propia lógica e historia, las comunidades autónomas no disponen en España de semejante poder, siendo más bien indirecta (sobre todo por la vía del Senado) la participación de las comunidades autónomas en una eventual hipótesis de reforma constitucional.

Cabe concluir, por tanto, que la diferencia más importante entre los dos supuestos canadiense y español reside, como se ha anticipado, en la distinta naturaleza de la instancia o el poder constituyente del que dimana toda hipótesis constitucional en sí, para uno y otro casos. El acto constitucional responde en el caso español a una afirmación normativa e institucional de un sujeto único e indiferenciado: la Nación española (preámbulo de la CE) o España al constituirse en un Estado social y democrático de derecho (art. 1.1 CE). En España hay, ante todo, una nación indisoluble, «patria común e indivisible de todos los españoles» (art. 2 CE, sin perjuicio, por supuesto, del «derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, y de la solidaridad entre todas ellas»).

Todos los demás sujetos de nuestro proceso político (las «comunidades autónomas que se constituyan»: art. 137 CE) van a ser derivaciones (ni siquiera «creaciones», puesto que son dispositivas y obedecen a ulteriores decisiones de poderes y órganos constituidos) de la CE y de la ley.

Y decir esto -permítaseme enfatizar este punto- es decir mucho.

Como consecuencia, de entrada, y así han venido evidenciándolo los razonamientos seguidos por el Tribunal Supremo canadiense en su enjuiciamiento del caso que nos ocupa, las respuestas a las cuestiones propuestas se encadenan en muy distinta dirección de lo que habría sido esperable, supuesto ese caso en España.

Visto lo visto, por tanto, a la hora de evaluar por qué no habría sido posible un caso como el comentado ante la jurisdicción constitucional española, parece obligado acudir a un examen específico e individualizado de los principales objetos de elucidación judicial.

Y para expresarlo con pocas palabras, es de todos sabido que los estudios federales han abandonado hace tiempo todo interés por la diatriba, ya casi meramente académica, relativa a la distinción entre las diversas técnicas de partenariado político y constitucional en la organización territorial del poder. Estados federales, confe-Page 26deraciones, federaciones, estados libres asociados y estados regionalizados o autonómicos..., son todas ellas fórmulas tendentes a identificar técnicas diferenciadas de composición del poder en orden a su estructuración en diferentes niveles o ámbitos territoriales.

Pero no son en ningún caso, pese a sus variaciones y matices, locuciones que nos presten una relación exhaustiva o agotadora de la rica y variopinta realidad de la compartición territorial del poder: bástenos con aludir a la siempre problemática ubicación de la Unión Europea en esos insuficientes esquemas preestablecidos para comprender hasta qué punto esas polémicas semánticas o meramente nominales se encuentran del todo desfasadas respecto de las prioritarias -mucho más sustantivas- preocupaciones federalistas.

De hecho, en el mismo sentido, no puede perderse de vista hasta qué elevado punto el mito y la realidad se dan la mano, a menudo, en la socialización históricamente exitosa de una experiencia federal. Teoría y experiencia acreditan la presencia de un cierto orden federal en su marco comparado.

Pues bien, con todo y con eso, si algún criterio distintivo continúa teniendo validez, ese es el que subraya las consecuencias jurídicamente derivadas de la presuposición de dos procesos históricos diferenciados entre sí: el del antes al después frente a todos los demás.

Formalismos aparte, esa línea divisoria continúa proyectando a las partes compositivas del todo hacia una posición protagonista en toda operación de reforma o modificación de la Constitución, lo que quiera que esta sea.

Todo ello impone simplemente una consecuencia meridiana: aun cuando la participación de las partes en esa operación deba entenderse distinta, por ejemplo, en los casos americano, alemán o canadiense, cualitativamente otra es la participación que en esos mismos procedimientos de modificación de la Constitución cumple en aquellos estados análogamente compuestos pero no federativos, como es el caso, aún hoy, de la España autonómica. Y ello, repetimos, independientemente de que España pueda ser considerada, sin faltar a la verdad, como un ordenamiento funcionalmente federal, en el sentido de que la España autonómica ha evolucionado en un sentido marcadamente federalizante y pueda competir en parámetros de descentralización y composición del poder con todos aquellos estados más prestigiosa y reputadamente federales (como Alemania o EEUU) e incluso con ventaja con muchos de esos mismos estados que se califican formalmente como federales (Austria, Australia, India, por no hablar de Venezuela, México, Brasil o Argentina, repúblicas éstas más centralizadas que España).

Y esto viene a traducirse, en síntesis y en definitiva, en un dato sumamente relevante: aun cuando las provincias no pueden secesionarse unilateralmente, en un estado federal hay espacio para hipotizar un «resto de la federación» (ROC) superviviente a la segregación de una de sus partes. Mucho más arduo encaje tiene en el actual orden constitucional español una teorización jurídica sobre la reacomodación de «lo que quede de España» a partir de una secuencia de secesión unilateral de una parte frente al resto.

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3. Los problemas derivados de la conjugación de la democracia directa y la vía referendaria en una democracia representativa

Pasando ahora al tercer objeto de reflexión, la viabilidad de un referéndum en el ordenamiento federal canadiense debe asimismo encuadrarse en un marco muy distinto al que corresponde en España.

Como es de sobra conocido, el ordenamiento canadiense se asienta constitucionalmente en una curiosa mixtura de constitucionalismo escrito y soberanía parlamentaria, influencia esta última de clara matriz británica. Ello quiere decir que aunque no se encuentre constitucionalmente prohibido acudir a una consulta popular directa, no resultará posible deducir de ella consecuencias jurídicamente relevantes. Sólo políticamente cabe-en este contexto, marcadamente dominado por el tradicional principio de primacía del Parlamento (la mal llamada «soberanía parlamentaria»)- otorgar importancia a los pronunciamientos de las urnas.

Ahora bien, pese a este rasgo principial o de partida, el Tribunal Supremo ha deducido, en el caso canadiense, a partir de una enjundiosa elaboración teórica sobre las proyecciones político-constitucionales del principio democrático, una obligación (deber, se traduciría en la jerga constitucional española) de alcance y rango constitucional -no solamente, pues, política- de negociar la revisión del pacto constitucional si así puede deducirse un mandato popular a partir de los resultados habidos en una consulta directa y democrática a las urnas.

El principio democrático debe ponerse, una vez más, en comunicación con el principio federal y, especialmente en este caso, de protección de las minorías. Ninguna derivación de una consulta popular puede traducirse inmatizadamente en la imposición del dictado de la mayoría, sin atender los problemas derivados de la tutela de las posiciones subjetivas, derechos e intereses, de la(s) minoría(s). Todo ello forma parte de la secuencia lógico-constitucional deducible de un pronunciamiento de los ciudadanos en una sociedad democrática, y así lo subraya con énfasis el Tribunal Supremo.

Pero ya no va más allá el razonamiento judicial: el resto del reto resulta, como se advirtió anteriormente, trasladado a la política, a sus actores distintivos (las fuerzas articuladoras de la representación y la participación en democracia pluralista) y a sus específicas técnicas de realización. Nada en el orden constitucional permite al Tribunal Supremo ni a ningún otro sustituir a la política, suplirla o desplazarla, prescindiendo del arbitrio de la política por prevalencia del judicial.

Muy previsiblemente, en España, a mi juicio, esta secuencia habría quedado descrita en términos muy distintos.

Para empezar, primacía de la Constitución y soberanía parlamentaria tienen en España traducciones muy distintas.

En segundo lugar, la apuesta de la CE por la democracia representativa relega fuertemente a un segundo plano las consultas populares. En tercer lugar, las comunidades autónomas no tienen competencia para convocar referendos en materias como la que nos ocupa.

Por último, aunque cabe intuir que las consecuencias en España de una consulta evacuada en el sentido aquí tratado tendrían también gran alcance político, resul-Page 28ta difícil imaginar que, en España, el Tribunal Constitucional dedujera de ahí la exigencia de un genuino «deber constitucional».

En efecto, el referéndum es ciertamente un instituto constitucionalmente recibido, incluso en diversos preceptos (art. 92, 149.1.32, 151, 152.2, 167.2 y 168.3 CE). El art. 92 CE prevé la modalidad de consulta popular sobre decisiones políticas de particular importancia (cualquiera que sea, se entiende, la naturaleza de estas: ya se traduzcan o no en iniciativas legislativas o de reforma constitucional) depositando esa decisión sobre los hombros del presidente del Gobierno. En cuanto al art. 149.1.32 CE, éste establece -en términos de atribución de competencia exclusiva- la preceptiva aprobación del Gobierno de la Nación para la realización de cualesquiera formas de consulta popular. Los art. 151 y 152 CE prevén, respectivamente, referendos autonómicos de aprobación o reforma de un estatuto de autonomía, siempre que dicho estatuto hubiese venido adoptado por la vía procedimentalmente cualificada del art. 151 CE. Por su parte, los art. 167 y 168 CE prevén sendos referendos de ratificación (potestativo el primero, a propuesta de una décima parte de cualquiera de las dos cámaras parlamentarias; preceptivo el segundo) de una reforma (parcial) o revisión (total, o de mayor calado) de la Constitución.

Por su lado, algunos estatutos de autonomía (Cataluña, País Vasco, Galicia, Andalucía, Aragón) prevén la posibilidad de convocar consultas en el ámbito autonómico, siempre dentro de los términos del art. 149.1.32 CE y de la ley orgánica a la que remite el art. 92.2 CE (Ley orgánica 2/1980, de 10 de enero, reguladora de las distintas modalidades de referéndum), aunque no se ha puesto en práctica.

Finalmente, la Ley 7/1985, de bases del régimen local, prevé (art. 71) la posibilidad de consultas populares de nivel local sobre asuntos de competencia municipal, siempre con la autorización del Gobierno central (art. 149.1.32 CE).

Legislativamente desarrollados en la importante Ley orgánica 2/1980, reguladora de las distintas modalidades de referéndum, lo cierto es que los únicos referendos hipotéticamente aplicables al supuesto que nos ocupa serían los de los art. 92 y 167 y 168 CE, consultivo el primero y de ratificación de un complejo procedimiento de reforma y revisión constitucional, respectivamente, los otros dos.

En el primero de los casos su naturaleza es consultiva, políticamente influyente (incluso determinante) pero jurídicamente no vinculante, y en ningún caso preceptivo. En los otros dos casos, es condición de viabilidad para la reforma y revisión de la Constitución. En todo caso es evidente que el proceso de consulta requiere, por que así lo ha querido la Constitución, la participación protagónica de las instituciones centrales del Estado (Gobierno y Cortes Generales), no pudiendo en ningún caso decidir por sí solas una consulta referendaria otros poderes (autonómicos o locales) que los centrales del Estado.

¿Qué posibilidades existen para un control de constitucionalidad del referéndum? El profesor Aguiar de Luque ha identificado tres: a) Eventualidad de un control de adecuación a la CE del proceso de adopción de la decisión de convocar un referéndum; b) Eventualidad de un control del procedimiento referendario en sí mismo; c) Eventualidad de un control de constitucionalidad de las decisiones políticas o político-legislativas sucesivamente adoptadas, en su caso, como consecuencia del referéndum.

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En Canadá, curiosamente, la situación es menos explícita, menos formalizada y racionalizada, pero por la misma razón es una situación más flexible. No existen previsiones explícitas para la convocatoria de consultas populares. Precisamente por ello una decisión política eventualmente adoptada por un Gobierno políticamente responsable ante el Parlamento del que obtiene su confianza puede convocar -sin impedimento constitucional aparente- una consulta referendaria sea de ámbito federal, sea de ámbito provincial, sea de ámbito local.

De hecho, con la experiencia han ido surgiendo leyes de vario origen (Statutory Acts, federales o provinciales) tendentes a la regulación de los términos procedimentales y administrativos de esta posibilidad constitucionalmente abierta para convocar consultas, desde el bien entendido que no pueden disfrutar de consecuencias jurídicamente vinculantes sino solamente políticas. Esa es, por lo demás, la lógica de la excepcional inserción de un instituto de democracia directa en el marco institucional de una democracia representativa adscrita al tipo parlamentario de tradición anglosajona, propia del modelo Westminster. Y tal ha sido, como es conocido, el caso en la legislación federal y en la provincia quebequesa.

No habiendo encuadramiento constitucional explícito, la única limitación sustantiva es laque impone el respeto a la Canadian Charter of Rights and Freedoms (incorporada a la Canada Act, de 14 de abril de 1982); tampoco existe asignación de competencia específica para el control de constitucionalidad de un referéndum ante ninguna corte o tribunal en concreto, sin perjuicio del carácter abierto del objeto de una consulta (Re cases) ante el Tribunal Supremo federal de Canadá, Nada hay, por tanto, que objetar, desde el punto de vista estrictamente constitucional, a diferencia de España.

Pero es también importante subrayar cómo, de nuevo a diferencia de España, la apreciación de sus consecuencias a la vista de sus resultados es y será en todo caso esencialmente política..

Contrariamente a cuanto sucede en Canadá, la racionalización en España de la ponderación de consecuencias de una consulta popular es rigurosamente taxativa: los supuestos en que cabe (aun genéricos como en el art. 92 CE), sus términos y consecuencias están previstos con rigor y precisión deliberada en la Constitución de 1978.

Después de todo, no puede ignorarse que se trata de una reacción -una más, entre tantas- a los abusos que el franquismo practicó por mediación de consultas referendarias que devinieron plebiscitos carentes de las más mínimas garantías de pluralismo. Como tampoco ha de olvidarse hasta qué punto la nuestra es, en justa consecuencia, una Constitución en la que, reiteramos, se ha abierto, deliberadamente, un muy restringido y constrictivo margen para la excepcional interferencia de la democracia directa en un marco caracterizado por una apuesta severa por la representación y el parlamentarismo en una democracia de partidos.

4. Los problemas derivados de la intercomunicación entre derecho internacional y derecho interno en el sistema constitucional de las fuentes del derecho

En fin, también la articulación del derecho internacional y el derecho interno encuentran en ambos ordenamientos encuadres muy diferenciados.

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Es sabido que, en España, la Constitución ha previsto un capítulo específico (el II de su título III) a la incorporación del derecho internacional al ordenamiento interno. La regla general consiste en la asunción del mismo conforme a los principios generales del derecho de tratados y derecho internacional público, no siendo posible modificar tales reglas sino de conformidad a los mismos principios. Una mención especial merece el art. 93 CE que, con sus limitaciones, fue diseñado para posibilitar la incorporación de España a un orden supranacional cualificado por la cesión parcial de soberanía (contenida en la expresión «cesión del ejercicio de competencias derivadas de la Constitución»).

Especial importancia reviste asimismo el art. 10 CE, cuyo párrafo segundo impone la interpretación y aplicación (judicial, sobre todo) de las normas relativas a derechos y libertades de conformidad con los tratados y acuerdos internacionales adoptados por España en la materia.

Esta última regla afecta, desde luego, a las resoluciones adoptadas por la Asamblea General de Naciones Unidas (a la cabeza de las cuales la Carta fundacional de la ONU de 26 de junio de 1945, en la que se contiene el principio de autodeterminación de los pueblos, con sus resoluciones de desarrollo, como, destacadamente, la UNGA Resolution 2625 (XXV). Pero también sobre todo al sistema del CEDH hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950 y ratificado por España en 1979, cuya garantía se encomienda a un entramado institucional específico culminado por el TEDH (art. 25 y ss. CEDH) con sede en Estrasburgo.

Aunque las disposiciones constitucionales canadienses al respecto tienen poco que ver, al menos formalmente, con las españolas, lo cierto es que también en su condición de parte activa del selectivo club de democracias respetuosas con los derechos individuales y colectivos, Canadá asume la posibilidad de vincularse a documentos y reglas internacionales.

Pero lo decisivo, evidentemente, no es realmente esto. Lo que resulta decisivo no es sino la no menos incontrovertida inaplicabilidad del principio de autodeterminación fuera del limitado ámbito y alcance legitimador de la emancipación colonial contra la foránea opresión de las antiguas potencias coloniales con la que fue concebida, tal y como, cumplidamente, se ocupa de subrayar, en pormenorizado y concienzudo análisis de su imposible transposición a contextos democráticos y constitucionales, el Tribunal Supremo canadiense en los fundamentos jurídicos de la decisión comentada.

De modo que, aun cuando los cimientos jurídico-formales obrantes en uno y otro sistemas -el federal canadiense y el autonómico español- sean del todo distintos, cabe colegir que en uno y otro la respuesta jurisprudencial fundada en la Constitución hubiera sido la misma.

Resulta inviable la aplicación de un pretendido derecho de autodeterminación en el marco de un estado constitucional democrático en el que el poder representativo es siempre el fruto de un proceso participativo, libre, pluralista y competitivo, con garantía de los derechos individuales y colectivos, y en donde por ende no es posible alegar situaciones de opresión o sometimiento a un régimen institucionalizado de violación masiva y permanente de los más elementales derechos y libertades configuradores de la civilización y práctica de la democracia.

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V Reflexiones conclusivas desde las respectivas culturas constitucionales

Llegados hasta aquí creo que procede adicionar finalmente una argumentación de orden sociocultural o de sociología política.

Alude de nuevo a evidencias marcadas por la realidad. En la provincia francófona canadiense de Quebec, no una sino dos consultas referendarias han tenido lugar ya en dos pasadas ocasiones (1980 y 1995). Y en ambas oportunidades ha sido declinada la oferta prosoberanista.

Incluso debe señalarse cómo en la primera de ellas -dato éste cronológico en absoluto irrelevante- el resultado arrojó una «clara mayoría» en contra de la independencia: 59 % de «noes» frente a un 41 % de «síes». Y, sin embargo, es evidente que ni una ni otra conjuraron la ambición nacionalista del Partido Quebequés, entonces y hoy en el Gobierno provincial; antes bien, los resultados mucho más ajustados del segundo referéndum no hicieron sino probar que, en la experiencia política -esto es, en la realidad de las cosas-, un pronunciamiento adoptado libre y democráticamente no conjura para siempre la artificiosa tensión por la que se expresa un conflicto o una tensión centrífuga respecto de un poder central.

Todo lo contrario: es hoy obvio que la primera consulta espoleó, a la luz de las enseñanzas de la experiencia, la segunda.

A la vista de los resultados electorales obtenidos en esa segunda ocasión, aun cuando declinada por segunda vez la oferta de apuesta por la estatalidad independiente, los nacionalistas francófonos, lejos de aquietarse al menos durante un tiempo razonable, poco han tardado en reactivar sus pretensiones de acceso a la soberanía por el sencillo expediente de prometer todavía una tercera consulta.

Y nada permite afirmar que, fracasada otra vez (algunas prospecciones sociológicas sostienen que el ajustado margen de la segunda consulta, en la que «casi» ganó el «sí»?, con el 49,4 % de los votos, sobreexcedió su propio cálculo, de modo que sería previsible que en una tercera consulta el apoyo al soberanismo decreciera, a la luz de la verosimilitud de la impostada «amenaza» contenida a menudo en el voto favorable a la segregación), esa tercera consulta no fuese sólo el eslabón de una cadena hacia una cuarta... Y así hasta apuntalar el irrevocable, final y definitivo «sí».

Es claro, pues, que la secuencia descrita al menos hasta hoy entre una y otra convocatorias no ha resuelto hasta la fecha-como hubiese sido esperable- el problema planteado en términos impecablemente democráticos, pacíficos y civilizados. Antes bien, no han hecho sino estimular la perspectiva de una tercera, anunciada, repetimos, de hecho, desde el Gobierno provincial por su primer ministro, el nacionalista quebequés Lucien Bouchard.

Mas lo cierto es, sin embargo, que todos esos escenarios han sido y son aún posibles en Canadá precisamente porque allí el debate se conduce por vías estricta y exclusivamente democráticas, es decir, con ausencia de violencia y amenazas, y porque los altos grados de civilización allí alcanzados hacen pensar que cualquier hipótesis -incluso la de la secesión unilateral- podría tener lugar sin fracturas ni violencia.

Por contraste, ¿qué perspectiva albergar en España, a la luz no solamente de las experiencias comparadas sino de la propia trayectoria del nacionalismo radical en el conflicto de Euskadi?

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No estamos hablando ya de que aquí las comunidades autónomas no retengan aquí parcela alguna de poder constituyente -puesto que, recuérdese, España, a diferencia de Canadá, no es resultado de un pacto federativo constitucional, sino un Estado social y democrático de derecho en el que se ha constituido la Nación española.

Estamos hablando ahora, pura y sencillamente, de que en la circunstancia española no existen perspectivas verosímiles de que una consulta referendaria pacificase real y efectivamente el conflicto social, cultural y político subyacente (la incorporación de una minoría refractaria al proceso democrático, con la renuncia expresa a imponer su voluntad por el terror y la violencia a la mayoría del cuerpo social y político sobre el que se quiere actuar y al que, delirantemente, se dice representar), al menos durante un tracto de tiempo razonable, conforme a los elementales principios de pacta sunt servanda, seguridad jurídica y buena fe contractual de cara al encauzamiento de toda cuestión conflictiva.

Dicho con pocas palabras: si de verdad se diesen las garantías inexcusables de normalidad democrática, y si existiesen perspectivas de que un referéndum de autodeterminación realmente solventase el problema terrorista en el País Vasco y la pacificación y normalización de la convivencia civil en el seno de la sociedad vasca, ¿habría alguien en su sano juicio que discutiese la viabilidad de esa consulta, por costoso que esto fuera política y jurídicamente?

Y aun cabe advertir, ad abundantiam, que, tal y como ya hemos visto, ni siquiera sería ésta la totalidad del problema: porque el conflicto pivota no tanto en torno al proyecto soberanista del nacionalismo catalán, sino, por encima de todo, en la inviabilidad política del siempre mal denominado radicalismo vasco: la división social que expresa la violencia en Euskadi no ofrece los menores visos de desaparición por la vía de su sometimiento a la prueba de una consulta popular.

Ni los términos de ésta, ni de la pregunta a formular, ni de la aseguración de la aceptación definitiva y total de los resultados que hubieren, cualesquiera que fueran, ofrecen suelo bastante para una discusión razonable y para la verosimilitud de una aceptación general y pacífica del resultado que emergiere.

No al menos, como es notorio, en las coordenadas actuales.

Y si incluso en Canadá la derrota -no una, sino por dos veces- de los planteamientos soberanistas no ha impedido la continuidad de la dialéctica de la insatisfacción, la queja, el agravio y la reivindicación nacionalista, hasta el punto de anunciarse una nueva y tercera convocatoria (y así, previsiblemente, hasta que de una vez salga el sí, aunque fuere por la mínima), ¿qué imaginar en España? ¿Cuántas veces sería necesario repetir la consulta hasta que saliese el sí? ¿Con qué legitimidad cabría entender entonces y sólo entonces que la cuestión habría quedado, de una vez (no de una vez por todas y para siempre, pero sí al menos por un cierto tiempo razonable), despejada, resuelta y asentada?

Una reflexión crítica se impone anudar de inmediato, llegados a esta inevitable desembocadura del discurso.

Porque, efectivamente, resta en el aire la cuestión de por qué el Tribunal Supremo canadiense, después de haberse atrevido a penetrar en los terrenos de la teoría política y constitucional democrática, vinculando la democracia a los pronunciamientos directos de la ciudadanía (sin que esté claro, una vez más, cuál es el pa-Page 33pel en ello del concepto constitucional de pueblo o pueblos convivientes en un ordenamiento complejo), el mismo Tribunal Supremo canadiense ignora olímpicamente el incontestable hecho de que esa consulta no es una hipótesis nueva e inensayada, sino un suceso que ya ha tenido lugar, y en dos ocasiones, y en tiempo reciente. Y que esos resultados, de acuerdo con la propia tesis jurisprudencial construida, invitarían al archivo de la cuestión independentista, siquiera fuere, cuando menos, por un tiempo razonable.

Quiero con ello afirmar que no es posible extremar ilimitadamente o irrazonablemente los confines lógicos de «lo constitucional» o, si se quiere, de lo constitucionalmente admisible o constitucionalmente coherente: todas y cada una de las piezas del sistema constitucionalmente trabado, como en todo sistema, tropiezan en un cierto punto con unos límites lógicos.

Incluso validando y dando por buena la aproximación marcadamente contractualista de la Constitución de que hace gala el Tribunal Supremo de Canadá, siendo como es elemento inescindible de la teoría constitucional moderna (y no sólo, aunque allí más, en los ordenamientos de raíz anglosajona, especialmente en los federales, vista la importancia en estos del elemento pacticio), no resulta posible aceptar que un contrato pueda ser rescindido, revisado o renegociado en todo o en cualquier momento, que sean perpetuamente disponibles sus términos causales, objetuales o temporales por sus partes. No es razonable.

Y si no es razonable no puede ser, sencillamente, tampoco constitucional. La razón, sus derivados, el racionalismo burgués y la razonabilidad de las decisiones políticas y jurisprudenciales exige que éstas sean siempre adoptadas conforme a un procedimiento adecuado.

Los pactos, máxime cuanto más solemnes, han de ser observados por sus partes contratantes, durante cierto tiempo al menos y con toda lealtad. Civilización jurídica y seguridad y certeza son bienes correlacionados.

En síntesis y en definitiva, en Canadá y en España, a un lado y otro del Atlántico, en una y otra trincheras del constitucionalismo democrático y de la composición territorial del poder, en una y otra raíces -anglosajona, continental, y en la mixtura de ambos-, permanece inalterada la virtualidad y vigencia de ciertos principios esenciales a la dimensión normativa y racionalizadora de la Constitución.

Por ello, si la democracia no es sólo -tal como ha recordado oportunamente el Tribunal Supremo en la decisión comentada- la regla de la mayoría, sino que exige también la garantía de un conjunto irrenunciable de derechos; si la democracia exige -como entiendo que es el caso- la consiguiente e inevitable revisabilidad pro futuro de todas las decisiones y de los compromisos (normativos o políticos) y la disponibilidad de los actos de la voluntad..., entonces es cierto asimismo que no puede aceptarse que una parte someta al resto a las consecuencias de sus sobrevenidas e inopinadas variaciones de la propia voluntad.

Máxime si el desencadenante ha sido unilateral (un referéndum en Quebec) y no global o general (como sería un referéndum en el que tuviese acción no solamente «la parte», sino todo Canadá, lo que sería exigible en buena lógica federativa).

El problema es delicado y permanece, en cuanto factor distintivo de un sistema de derecho vivo, irresuelto y resistente a los paradigmas teóricos cerrados sobre sí mismos; abierto, en otras palabras, a la incansable dinámica de la Law in action.

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VI Una valoración final

En una valoración final cabe afirmar que el Tribunal Supremo canadiense ha dado un paso importante acometiendo este difícil toro por los cuernos. Son de agradecer su esfuerzo y su aportación sustantiva. Es cierto que, en lo que respecta a los problemas afrontados no ya desde la perspectiva jurídico-constitucional sino más bien desde la óptica de la teoría democrática, no todas las implicaciones y sugerencias tanteadas han quedado tratadas con plenitud o justeza.

Inevitablemente, en lo que de exportable tienen respecto de otras situaciones y contextos -España, aquí y ahora-, esas mismas incertidumbres continuarán acechándonos. Sin perjuicio, naturalmente, de la atención que merezcan, siempre individualizada y especializadamente, aquellos aspectos técnicos, institucionales y políticos, cuyo análisis hemos sintetizado -o, al menos, lo hemos intentado- a lo largo de estas páginas.

Breve nota bibliográfica

Una introducción a las bases, por tantos conceptos peculiares, del derecho constitucional canadiense puede obtenerse en la lectura de algunos tratados clásicos; entre ellos: Peter W. Hogg: Constitutional Law of Canada, Toronto, 1996 (4ª ed.); Gerald A. Beaudoin: La Constitution du Canada, Montreal, 1990; Boris Laskin; Canadian Constitutional Law, Toronto, 1986 (5ª ed., puesta al día por N. Finkelstein).

En perspectiva comparada, puede verse J. Frémont, A. Lajoie, G. Otis, R. J. Sharpe, R. Simeon, K. Swinton, S. Volterra: L'Ordinamento costituzionale del Canada, Giappichelli Ed., Turín, 1997; Maurice Croisat: Le féderalisme dans les démocraties contemporaines, París, 1994; D. V. Verney: «Federalism, Federative Systems and Federations: The United States, Canada and India», Publius, núm. 2, 1995.

Las peculiaridades y vicisitudes recientes del federalismo canadiense pueden explorarse en J. P. Meekeson: Canadian Federalism: Myth or Reality, Toronto, 1971 (2ª ed.); del mismo autor: Canada's Quest for Constitutional Perfection, Canada Bar Association, 1993. P. J. Monahan: The Charter, Federalism and the Supreme Court of Canada, Toronto, 1987; del mismo autor (Ed.): Constituent Assemblies: The Canadian Debate in Comparative and Historical Context, York Univ., 1992; y Cooler Heads shall prevail: assessing the costs and consequences of Quebec separation, CD Howe Institute, Toronto, 1992, Cfr. asimismo A. Tremblay: La reforme de la Constitution au Canada, Montreal, 1995; J. Webber: Reimaniging Canada, Mc Gill Univ. Press, Montreal, 1996.

Para una aproximación a la problemática acomodación de la provincia de Quebec en el seno de la federación canadiense, resultan de valiosa ayuda los trabajos de José Woehrling: «La Constitution canadienne et l'évolution des rapports entre le Québec et le Canada anglais de 1867 à nos jours», Revue Française de Droit Constitutionnel, núm. 10, 1992; J. Woehrling y J. Y. Morin: Les Constitutions du Canada et du Québec, Montreal (2 vol.), 1995; de los mismos autores: Demain, le Québec, Montreal, 1995.

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La doctrina comparada del así denominado «federalismo asimétrico» suele convenir su punto de arranque en el breve ensayo politológico de Ch. Tarlton: «Symmetry and Assymetry as Elements of Federalism: a Theoretical Speculation», Journal of Politics, núm. 4 (1965). Sobre su discutida aplicabilidad al supuesto del federalismo canadiense, cfr. P. W. Hogg: Is the Canadian Constitution ready for the XXI Century?, Center for Public Law & Public Policy, Nueva York, 1993; P. Boase: The Scope of Assymmetrical Federalism in Canada, Windon, 1994.

En la doctrina española son cada vez más frecuentes las incursiones en la comparatística del federalismo asimétrico, encontrando en Canadá un referente de gran interés. Cfr. los concienzudos trabajos de A, Sáiz Arnáiz, autor que, por cierto, argumenta contra la, a su juicio improcedente, calificación del caso de Canadá como paradigma «asimétrico»: «La reforma constitucional en Canadá», Revista Vasca de Administración Pública, núm. 35 (II), 1993; y Estado federal y «estatuto particular» (la posición constitucional de la provincia de Quebec en la federación canadiense), M. Pons/IVAP, Madrid, 1997. Puede verse también A. Ruiz Robledo: «Canadá, un federalismo casi olvidado», REP, núm. 69, 1990; F. Requejo: «Diferencias nacionales y federalismo asimétrico», Claves, núm. 59, 1996; J. Woehrling y E. Fossas Espadaler: «El referéndum sobre la soberanía de Quebec y el futuro constitucional de Canadá: federalismo, asimetría, soberanía», en Varios autores: Informe Pi i Sunyer sobre autonomías, Barcelona, 1996; J. F. López Aguilar: «Quebec & ROC: una crisis constitucional (actualización del debate federal canadiense)», Autonomies, núm. 23, 1998.

Sobre la naturaleza, singularidades y especialidades del Estado autonómico español como modelo, en derecho comparado, para el tratamiento del problema de la estructuración territorial del poder, pueden consultarse: S. Muñoz Machado: Derecho público de las comunidades autónomas, Civitas, Madrid, 1980-82 (2 vol.); J. J. González Encinar: El Estado unitario-federal, Tecnos, Madrid, 1984; E. Aja, E. Albertí, T. Font, J. Perulles y J. Tornos: El sistema jurídico de las comunidades autónomas, Tecnos, Madrid, 1985.

Más recientemente, J. J. Solozábal: Las bases constitucionales del Estado autonómico, Mc Graw Hill, Madrid, 1997; J. F. López Aguilar: Estado autonómico y hechos diferenciales, CEC, Madrid, 1998; E. Aja: El Estado autonómico. Federalismos y hechos diferenciales, Alianza, Madrid, 1999.

Desde 1988, el Equipo de Estudios Autonómicos, bajo la dirección del profesor Eliseo Aja, viene promoviendo la publicación, con periodicidad anual, de sucesivos Informes (en 2 vol.) sobre comunidades autónomas, de necesaria consulta para un seguimiento actualizado de la España de las autonomías. Volúmenes colectivos sumamente interesantes para la comprensión de los problemas del Estado autonómico en la óptica comparativa de los federalismos asimétricos, son, al menos, los siguientes: «El Estado autonómico, hoy», Documentación Administrativa, núm. 232-233, INAP, 1993; Números monográficos sobre el Estado autonómico de la Revista Vasca de Administración Pública: 36 (II), 1993; 47 (II), 1993; El funcionamiento del Estado autonómico, MAP, Madrid, 1996; Asimetría y cohesión en el Estado autonómico, MAP, 1997.

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En estas últimas referencias bibliográficas colectivas se incluyen interesantes aportaciones de algunos de los más autorizados estudiosos españoles de la España de las autonomías: entre ellos, G. Trujillo, E. Aja, E. Albertí, L. López Guerra, J. J. Solozábal, M. Aragón, F. Carreras, E. Álvarez Conde y J. García Roca.

En cuanto a las cuestiones especializadas a las que se ha hecho referencia en el texto, permítaseme señalar aquí, por la abundantísima literatura disponible, unas pocas remisiones inexcusables. Con carácter general, sobre la configuración histórica del paradigma federal y su plasmación más o menos ajustada en las distintas experiencias federales, véase A. La Pergola: Los nuevos senderos del federalismo, CEC, Madrid, 1993; acerca de la reciente peripecia canadiense, cfr. N. Olivetti Rasson: «Canada 1982-1992: come non si modifica la Costituzione», Quaderni Costituzionali, núm. 2, 1993; A. Ruiz Robledo: «Introdución», en su Bibliografía de Derecho Constitucional Canadiense, La Laguna, 1993.

Acerca de la problemática de la viabilidad constitucional del «soberanismo» quebequés, la literatura es vastísima. Me permitiré una limitada remisión a J. Woehrling y J. Y, Morin: Demain, Le Québec, cit., y la literatura allí citada; de J. Woehrling: «Les aspects juridiques de la redéfinition du statut politique et constitutionnel du Québec», Revue Québécoise de Droit International, núm. 7, 1991. Puede consultarse también J. Webber: «The Legality of a Unilateral Declaration of Independence under Canadian Law», Mc Gill Law Journal, vol. 42, 1997; N. Finkelstein y G. Veigh: The Separation of Québec and the Constituúon of Canada, CRP, Nueva York, 1992; D. Turp: «Québecs democratíc right to Self-Determination: a critical and legal reflection», en S. Hartt (Ed.): Tangled Web: Legal Aspects of Desconfederation, CD Howe Institute, 1992.

La perspectiva española sobre el encaje constitucional del principio iusinternacionalista de la autodeterminación, en los trabajos de J. Rupérez: La protección constitucional de la autonomía, Tecnos, Madrid, 1994; Constitución y Autodeterminación, Tecnos, Madrid, 1996.

Sobre la viabilidad del referéndum consultivo sobre cuestiones políticas de particular trascendencia en los ordenamientos federal canadiense y provincial quebequés, cfr. P. Boyer: Law Making by the People: Referendums and Plebiscites in Canada, Butterworth, Toronto, 1982; J. Woehrling: «Canada», en la obra colectiva (Ed. Venice Commission on Democracy through Law): Constitutional Justice and Direct Democracy, 1996; acerca de la regulación del referéndum en España, cfr., ibidem, «España», por el profesor L. Aguiar de Luque; con carácter general, sobre la ordenación constitucional de las consultas referendarias y populares en España, ver N. Pérez Sola: La regulación constitucional del referéndum, Universidad de Jaén, 1992.

Sobre la configuración de la justicia constitucional en España, y en particular sobre el proceso consultivo ante el Tribunal Constitucional, véase E. Rubio Llorente y J. Jiménez Campo: Estudios sobre la jurisdicción constitucional, Mc Graw Hill, Madrid, 1997; J. L. Requejo, F. Caamaño, M. Medina y A. Gómez Montoro: La jurisdicción constitucional en España, Mc Graw Hill, Madrid, 1996.

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