Breve epílogo (no resignado)

AutorJosé Ramón Polo Sabau
Páginas199-211

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En relación con la cuestión que ha sido objeto aquí de atención preferente, en sede doctrinal se ha dicho que, a diferencia de lo acontecido respecto de los Derechos eclesiásticos de los distintos estados miembros, que en buena medida son fruto, en su actual conformación, de la pugna entre el poder civil y las autoridades de las religiones dominantes en cada territorio –un fenómeno del que daría fe el contenido de los diversos regímenes concordatarios–, por lo que concierne al llamado Derecho eclesiástico europeo, por el contrario, este ha nacido sin esos vínculos o condicionamientos directos de las autoridades confesionales300.

Sin embargo, como se ha visto, en realidad esto no ha sido exactamente así, y es en esta ocasión el contenido del art. 17 TFUE el que da fe de que, paralelamente, el proceso de integración europea no se ha podido sustraer a la presión directamente ejercida sobre las instituciones comunitarias por las confesiones religiosas más arraigadas en Europa, al objeto de preservar los privilegios a su vez previamente obtenidos en los diferentes países por dichas confesiones al amparo de su carácter histórica y sociológicamente mayoritario.

Como es notorio, la presión directa sobre las instituciones de la Unión ha buscado además, en ciertos casos como en el de la Iglesia

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católica, instituir directamente en el ordenamiento comunitario algún tipo de régimen pactado con el que afianzar una posición especial similar a la que se ha consagrado en algunas legislaciones nacionales –y así, por ejemplo, ocasionalmente se han escuchado voces provenientes de ese entorno confesional en favor de una suerte de concordato o maxiconcordato europeo entre la Santa Sede y la Unión Europea–, y las dificultades y las reticencias con las que por lo común se han recibido estas iniciativas no logran ocultar que, merced a esa misma influencia ejercida por las confesiones cristianas en las sucesivas reformas de los tratados, se ha obtenido indirectamente un resultado en cierto modo similar, puesto que se ha logrado mantener el status quo nacional sobre el régimen de las confesiones llamativamente al margen del ámbito de competencia y de actuación comunitarias, precisamente gracias a lo dispuesto actualmente en el art. 17 TFUE. Dejando ahora aparte la cuestión acerca de si realmente puede o no hablarse de la existencia de un Derecho eclesiástico europeo, y qué habría de entenderse por tal –lo que nos llevaría a un terreno que pertenece propiamente a otro plano del debate científico301–, lo cierto es que, a mi juicio, resul-

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taría cuando menos ingenuo pensar que ese Derecho ha surgido en el contexto de la Unión libre de condicionantes confesionales, pues más bien ha sucedido todo lo contrario como creo haber puesto en evidencia en estas páginas.

Desde una óptica innegablemente más realista o, por qué no decirlo así, llamando a las cosas por su nombre y con la perspicacia y finura de juicio que le caracterizan, ha señalado Margiotta Broglio que, a la luz de las conocidas posiciones de tradicional privilegio que mantienen algunas religiones mayoritarias en ciertos países miembros de la Unión Europea, determinadas confesiones “históricas” vieron en el Tratado de Ámsterdam una buena ocasión para tratar de incorporar a las bases constitucionales de la Unión un principio que salvaguardase esa posición de privilegio frente a posibles injerencias del ordenamiento comunitario y que, al mismo tiempo, hiciese difícil que las nuevas confesiones religiosas o aquellas carentes de ese arraigo histórico en los países miembros alcanzaran una efectiva igualdad de trato respecto del dispensado por las legislaciones nacionales a las confesiones mayoritarias302. Yo no lo hubiera descrito mejor, y, en efecto, el contenido de la Declaración núm. 11 adjunta a aquel Tratado es la mejor confirmación de ese tan interesado anhelo, pese a que dicha Declaración no fue aprobada con el texto de sus más ambiciosas versiones, inicialmente impulsadas por las confesiones cristianas e igualmente reveladoras, aun en mayor grado, del propósito mencionado. Lo que entonces no pasó de ser una declaración de naturaleza política y sin valor estrictamente jurídico o prescriptivo en el contexto del ordenamiento de la Unión es hoy, sin embargo, parte integrante del Derecho originario tras la reforma de Lisboa, habién-dose alcanzado así, al fin, el objetivo, largamente perseguido por algunas confesiones cristianas y por sus avalistas gubernamentales, del mantenimiento de sus privilegiados estatutos legislativos nacionales también en el seno de la Unión Europea.

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Cuestión distinta es que la Unión haya cedido a esa presión particularista, alentada por las confesiones de más rancia tradición en Europa, por razones, por así decirlo, de prudencia política, acaso ligadas a la idea de que, ante un tema tan sensible, cualquier intento de someter esta cuestión a unos patrones comunes, por ejemplo aquellos que son propios del sistema de derechos fundamentales en el Derecho de la Unión, habría podido poner en riesgo en buen desarrollo del proceso de integración europea ante la celosa reclamación estatal de esta materia como parte de su identidad nacional no sujeta, pese a estar directamente implicado el régimen básico de un derecho fundamental, a homogeneización alguna por parte del ordenamiento de la Unión.

Parece muy verosímil que estas motivaciones u otras similares estén efectivamente en el trasfondo de la aceptación de una norma como el art. 17 TFUE, y de hecho, como se ha relatado aquí ampliamente, esta cesión comunitaria ante la presión de algunas confesiones, una presión de corte particularista o relativista en el marco de la integración europea en tanto que tendente a hacer prevalecer la peculiaridad nacional en este tema frente al efecto homogeneizador derivado de la existencia de un ius commune europeo en materia de libertad religiosa, constituye la manifestación de un fenómeno que no es en absoluto ajeno al ámbito general de la regulación internacional de los derechos humanos, en el que de hecho se detectan numerosos ejemplos, algunos de ellos también conectados con el estatuto de la libertad religiosa, en los que la concepción universalista ha terminado por ceder puntualmente ante el desafío del relativismo cultural.

Cabe pensar que las relaciones Iglesia-Estado representan un sector de la ordenación jurídica tan sumamente apegado a la tradición histórica y a la realidad sociológica de cada país que, en última instancia, habrá de resultar inviable cualquier intento homogeneizador, aun cuando este intento tenga por basamento la pretensión de hacer efectiva, sin excepciones y en todos los sectores de la sociedad afectados por el ámbito de competencias comunitarias, la vigencia de los valores fundamentales de la Unión y particularmente de los que subyacen al reconocimiento de los derechos fundamentales en plano de igualdad.

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En relación con el...

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