Breve bosquejo de la historia constitucional: Los hitos más relevantes

AutorJosé Martínez de Pisón

La Constitución de 1812

Impulsados por los vientos de la época, “ilustrados” españoles, como el P. Isla, Feijoo o Jovellanos, abanderaron una reforma moral, política y social de la sociedad a través del fomento del conocimiento, de la ciencia y de la instrucción. Aun teniendo razón Subirats al tildarla de “Ilustración insuficiente”, un sector de los intelectuales del XVIII propugnó una apertura de la sociedad española y, sobre todo, una mejor y más moderna formación técnica y profesional. Entre otros, todavía, en 1804, por tanto, poco tiempo antes del proceso constituyente de Cádiz, Jovellanos insistía en su Memoria en la implantación de un sistema de instrucción más “útil”. Pero, al mismo tiempo que estos ilustrados reclamaban aires nuevos en la sociedad española, se fue formando entre la intelectualidad oficial una poderosa corriente de pensamiento basada en ideas conservadoras y rancias que tendrá importantes consecuencias en la gestación de una doctrina ultraconservadora sobre España, su historia y sobre el papel de la Iglesia y la Monarquía, que tendrá su más imponente representante en M. Menéndez Pelayo. Una doctrina, a la postre, origen del nacional-catolicismo posterior.

Este pensamiento ultraconservador, rancio y reaccionario se opondrá con todas sus fuerzas a la Ilustración española. En su particular interpretación de la historia española, que tendrá, paradójicamente, un éxito inusitado en el presente siglo, Menéndez Pelayo interpretará estos acontecimientos históricos como un duro y enfurecido enfrentamiento teórico entre los “tradicionalistas”, los ortodoxos, donde la ortodoxia es interpretada como la expresión de la españolidad y la catolicidad, y los “ilustrados”, identificados con el extranjero y la heterodoxia11. En el XVIII se alzarán los defensores de la fe, los grandes baluartes de la España tradicional. Los Zeballos, Hervás y Panduro, que, horrorizados, denunciarán a la Ilustración y a su consecuencia más cercana, la Revolución francesa. La tensión entre unos y otros que se había ido gestando durante el XVIII se concretará en la crítica a la Revolución francesa y se proyectará, especialmente, sobre el momento revolucionario español por excelencia, sobre las Cortes de Cádiz, y de ahí a todo el siglo y a toda la historia constitucional.

Y, en efecto, en Cádiz, en pleno período constituyente y en circunstancias históricas dramáticas, se encontrarán representantes del pensamiento tradicional y ortodoxo y del pensamiento ilustrado, extranjerizante y heterodoxo. Y el conflicto ideológico no podía por menos que estallar, como así sucedió, especialmente en torno a la libertad de imprenta y sobre la supresión de la Inquisición. Respecto a la primera cuestión nada mejor que la “violenta acritud” de Menéndez Pelayo para reflejar la posición del sector rancio sobre las posibilidades de renovación social y política en España. Un Menéndez Pelayo que tildó con los epítetos más virulentos a la labor de los constituyentes a pesar de que en materia tan sensible como la de la libertad religiosa fueron bastante timoratos. Especialmente virulento fue en el caso de la discusión de la libertad de imprenta promovida por Argüelles, “encareciendo en vagas y pomposas frases los beneficios de la imprenta libre y la prosperidad que le debía Inglaterra, al revés de España, oscurecida por la ignorancia y encadenada por el despotismo”, y reforzada y apoyada por Muñoz Torrero, quien, para rebatir a quienes se servían de los dogmas de la Iglesia católica para mostrar su incompatibilidad, “defendió la libertad de imprenta como derecho imprescriptible, fundado en la justicia natural y civil y en el principio de la soberanía nacional que días antes habían proclamado” (Menéndez Pelayo 1978, II, 698). Finalmente se proclamó la “omnímoda libertad de escribir e imprimir en materias políticas” que tendría, en su opinión, nefastas consecuencias para la cuestión religiosa.

En materia religiosa, los intelectuales ilustrados de Cádiz y la progresista Constitución de 1812 fueron, más bien, todo lo contrario. Consagró con un retórica exagerada la catolicidad de España y de los españoles. El artículo 12 de la Constitución afirma categóricamente: “La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege con leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. He aquí al político metido a teólogo. Sin ningún rubor, ilustrados y tradicionalistas, al unísono, pontifican sobre la catolicidad de los españoles. Es más, no sólo describen, sino que prescriben que la religión católica “es y será permanentemente” la de la nación española (Martínez de Pisón 2000). Ni siquiera la débil excusa que balbuceó años más tarde Agustín de Argüelles parece convencernos sobre la bondad de tamaño error: “se consagraba de nuevo la intolerancia religiosa y lo peor era que, por decirlo así, a sabiendas de muchos que aprobaron con el más profundo dolor el artículo 12. Para establecer la doctrina contraria hubiera sido necesario luchar frente a frente con toda la violencia y furia teológica del clero, cuyos efectos demasiado experimentados estaban ya así dentro como fuera de las Cortes. Por eso se creyó prudente dejar al tiempo, al progreso de las luces, a la ilustrada controversia de los escritores, a las reformas sucesivas y graduales de las Cortes venideras, que se consiguiese sin lucha ni escándalo el espíritu tolerante que predominaba en gran parte del Estado eclesiástico” (Argüelles, 1970, 71).

Y la regulación de la cuestión religiosa no es baladí para el problema que nos ocupa: el de la educación o instrucción pública. Pues éste es un terreno abonado al conflicto. Pues, conviene no olvidarlo, la educación estaba en manos de la Iglesia católica.

Pues bien, los constituyentes de Cádiz desplegaron una importante actividad y propugnaron interesantes proyectos en materia educativa. Como afirma Souto, “la preocupación de los ilustrados por la educación va a tener en España su traducción normativa en la Constitución de 1812. El Estado asume plenamente la competencia en esta materia en una triple vertiente: programación (artículos 368 y 370), inspección (artículo 369) y establecimiento de centros de enseñanza (artículos 366 y 367), todo ello recogido en el Título IX, bajo el epígrafe de la Instrucción Pública” (Souto 1992, 28).

Y es que en materia de educación la Constitución de 1812 fue realmente liberal y progresista. Apuntó con su articulado y con las posteriores disposiciones de desarrollo las líneas maestras de la filosofía y la política en materia de educación de los partidos liberales y progresistas del siglo XIX. En esto, realmente, sí que caló el pensamiento de la Ilustración y, por ello, puede afirmarse que la Constitución de 1812 es un hito muy importante en la positivación del derecho a la educación. Como afirma Rodríguez Coarasa respecto a la regulación de la instrucción pública en la Constitución de 1812, “aun cuando la urgencia de la reforma política impidiera darle un tratamiento más extenso, lo cierto es que incorpora principios fundamentales de extraordinaria influencia posterior, sentando las bases de la tendencia uniformista del liberalismo español” (Rodríguez Coarasa 1998, 27).

Dada su importancia, merece la pena transcribir el extenso párrafo del Discurso Preliminar que hace referencia a La educación pública. En él, cuya autoría se atribuye al liberal Agustín de Argüelles, se encuentra la justificación y los principios que inspiraron la regulación y la reforma propuesta de la instrucción pública:

“El Estado, no menos que de soldados que le defiendan, necesita de ciudadanos que ilustren a la nación y promuevan su felicidad con todo género de luces y conocimientos. Así que uno de los primeros cuidados que deben ocupar a los representantes de un pueblo grande y generoso es la educación pública. Esta ha de ser general y uniforme, ya que generales y uniformes son la religión y las leyes de la Monarquía española. Para que el carácter sea nacional, para que el espíritu público pueda dirigirse al grande objeto de formar verdaderos españoles, hombres de bien y amantes de su patria, es preciso que no quede confiada la dirección de la enseñanza pública a manos mercenarias, a genios limitados imbuidos de ideas falsas o principios equivocados, que tal vez establecerían una funesta lucha de opiniones y doctrinas. Las ciencias sagradas y morales continuarán enseñándose según los dogmas de nuestra santa religión y la disciplina de la Iglesia de España; las políticas, conforme a las leyes fundamentales de la Monarquía sancionadas por la Constitución, y las exactas y naturales habrán de seguir el progreso de los conocimientos humanos, según el espíritu de investigación que las dirige y las hace útiles en su aplicación a la felicidad de las sociedades. De esta sencilla indicación se deduce la necesidad de formas una inspección suprema de instrucción pública, que con el nombre de dirección general de estudios pueda promover el cultivo de las ciencias, o por mejor decir, de los conocimientos humanos en toda su extensión. El impulso y la dirección han de salir de un centro común, si es que han de lograrse los felices resultados que debe prometerse la nación de la reunión de personas virtuosas e ilustradas, ocupadas exclusivamente en promover bajo la protección del Gobierno el sublime objeto de la instrucción pública. El poderoso influjo que ésta ha de tener en la felicidad futura de la nación exige que las Cortes aprueben y vigilen los planes y estatutos de enseñanza en general, y todo lo que pertenezca a la erección y mejora de establecimientos científicos y artísticos.

Como nada contribuye más directamente a la ilustración y adelantamiento general de las naciones y a la conservación de su independencia que la libertad de publicar todas las ideas y pensamientos que puedan ser útiles y beneficiosos a los súbditos de un Estado, la libertad de imprenta, verdadero...

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