Barbarie de Estado y sedición

AutorVincenzo Ruggiero
Páginas11-33

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Una serie de frescos de la iglesia de Santa Maria Novella en Florencia muestra cómo se llevaban a cabo las ejecuciones de los herejes y lo necesaria que era la presencia de guardias para impedir que la muchedumbre indignada se ocupara de la tarea que legítimamente pertenecía a los verdugos. En La Abadesa de Castro, Stendhal ([1939] 1942) sostiene que, en ocasiones semejantes, todos estaban convencidos de ser amigos íntimos de la Virgen, causando más terror la multitud enardecida que los propios verdugos. El autor omite señalar que a veces los espectadores estaban más indignados con los justicieros que con los ajusticiados.

Cuando la Ilustración lucha contra la hoguera y el verdugo, sus enemigos son también la tiranía, el oscurantismo, los miedos irracionales y la superstición. Tras siglos de tenebrosa violencia, la razón trata de orientarse, de entender esos sistemas que, según palabras textuales de Le Goff (1977: 55), «parecían estar entre el deleite y el horror por la sangre derramada». Para el pensamiento ilustrado, la violencia medieval tiene su origen en la cerrazón mental impuesta por los poderes arcanos, en los fantasmas de la culpa y de la irracionalidad; posee una naturaleza religiosa, resultado de la confusión entre autoridad espiritual y autoridad secular. La violencia está colmada de superstición, que invade al pueblo y a quienes lo gobiernan, impregnando también sus leyes y a aquellos que las temen. Su principal representante es la Inquisición, que ha «iluminado» el mundo durante siglos quemando herejes, brujas y un gran número de infieles, pecadores y rebeldes, todos ellos incapaces o reacios a someterse al poder celestial y terrenal de la Iglesia.

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La criminología clásica, de inspiración ilustrada, parece haberse apropiado de las nociones de violencia política como violencia de Estado, como aflicción física institucionalizada cuyo objetivo es generar consenso. Sin embargo, a esta estrategia para la obtención de consenso le faltaría precisamente lo que trata de conseguir, es decir, una connotación «consensual». Los conceptos de crimen y de pena elaborados por la criminología de la Ilustración son coherentes con esta convicción: los delitos y las penas reflejan la falta de un marco «contractual» en el que los malhechores y las autoridades puedan negociar la naturaleza y la cantidad de «mal» que se les permite producir. Entre las tareas de los criminólogos ilustrados está la reducción del daño generado por el crimen y la pena, y la persecución de este objetivo se enlaza al debate que gira en torno a la idea de «contrato social».

Los problemas analíticos comienzan cuando examinamos esta idea teniendo en cuenta las contribuciones de reformadores como Cesare Beccaria y Jeremy Bentham, cuyas formulaciones son el resultado de un clima ilustrado más que de ideas específicas de contrato social. Aunque se considera que la criminología clásica está en deuda con Hume, Rousseau, Voltaire, Locke, y aun antes con Hobbes, queda por establecer qué aspecto del pensamiento de estos filósofos está en el origen de las ideas de Beccaria y Bentham. Más concretamente, ¿hasta qué punto éstos últimos se basan en el pensamiento filosófico para construir su propio análisis de la violencia política? Los filósofos mencionados a veces expresan ideas contrarias mostrando así cierta rivalidad entre ellos y consigo mismos; emiten juicios universales o local e históricamente situados, ofreciendo a la criminología una amplia variedad de instrumentos interpretativos. Es necesario distinguir algunos.

Bellum Omnium

La separación entre derecho y moralidad, que es uno de los temas de mayor importancia para el pensamiento ilustrado, no se produce por una evolución lineal conducente a la secularización del derecho mismo, sino a través de un conflicto continuo entre dos concepciones opuestas del derecho natural: teológica o mora-

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lista, por una parte, y formalista, por otra. Este conflicto, en el que se involucrarán otras escuelas filosóficas, consiste en la contraposición entre la sentencia ciceroniana, según la cual lex est sanctio iusta, iubens honesta et prohibens contraria, y la reflexión de Hobbes, que afirma, por el contrario, que la ley no deriva del bien que fomenta ni del mal que prohíbe: es la autoridad la que hace la ley. Según esta tesis formalista, el bien y el mal no están insertos en la naturaleza, ni en la sabiduría colectiva, ni mucho menos en la jurisprudencia, sino que son el resultado de decisiones tomadas por una entidad artificial, el Estado (Ferrajoli, 1989).

Thomas Hobbes ([1651] 1987: 183) comienza su análisis del «contrato», e indirectamente de la violencia política, con la afirmación de que la naturaleza ha producido seres humanos iguales física y psíquicamente, y si bien hay individuos manifiestamente más fuertes y más inteligentes, Hobbes continúa:

[...] sin embargo, cuando consideramos el tema en su conjunto, la diferencia entre los hombres no es tan evidente [...] Con respecto a la fuerza física, el más débil es perfectamente capaz de acabar con el más fuerte, ya sea a través de la maquinación secreta, o por medio de la asociación con otros que comparten su condición.

Ésta es su reflexión inicial sobre la violencia, tanto individual como colectiva. En ella, Hobbes indica que todos los seres humanos tienen las mismas oportunidades de utilizar la fuerza con eficacia, especialmente en coalición con otros. Esta definición indi-recta de violencia política se complementa con una observación crucial relativa a las facultades de la mente que, según su opinión, están distribuidas en los seres humanos equitativamente.

La naturaleza humana llega a tal punto que, aunque haya individuos más astutos, elocuentes o instruidos, es difícil aceptar que los demás son mejores que nosotros: vemos nuestras cualidades de cerca y las de los otros de lejos [ibíd.: 184].

Esta igualdad natural, añade Hobbes, alimenta las esperanzas de los seres humanos, que ven crecer en ellos el deseo por cosas que todos querrían poseer. Sin embargo, dada la perenne situación de escasez, surge la competencia y la animosidad, por lo cual «al tratar de alcanzar sus objetivos (que consisten princi-

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palmente en la propia conservación y a veces en la propia fruición) los individuos se intentan destruir y subyugar los unos a los otros» (ibíd.). La violencia es un recurso muy importante a disposición de los seres humanos en el estado de naturaleza, un estado en el que se encuentran ante las «tres principales causas de conflicto», competición, desconfianza y gloria, que motivan respectivamente la búsqueda de beneficio, seguridad y reputación. Según Hobbes, la perspectiva del beneficio empuja a adueñarse de las mujeres, de los niños y del ganado de los otros; la desconfianza impone la defensa de los bienes propios contra las intenciones del prójimo; finalmente, la reputación desencadena batallas originadas por una nadería, una palabra, una carcajada, una opinión diferente o cualquier otra señal irrespetuosa dirigida a la persona o a los individuos de su entorno, a los amigos, al propio país o a la propia profesión.

Vivir sin una autoridad común, un poder artificial que «sujete a los individuos», supondría vivir en una situación constante de guerra, una guerra de todos contra todos. Esta violencia originaria que caracteriza las interacciones humanas en ausencia de un poder artificial, a pesar de ser disfuncional, no es inmoral o injusta, ya que las mismas nociones de justicia e injusticia, de bien y mal, no pueden crearse sin la existencia de un poder artificial. En efecto, el bien y el mal «son sólo nociones aplicables a los hombres que viven en sociedad, no en soledad» (ibíd.: 188).

La violencia se reduce cuando los seres humanos renuncian a ella transfiriendo este derecho a otra persona; cuando esto ocurre, nadie debe obstaculizar la tarea de la persona designada: quien lo hace comete una injusticia, una ofensa, habiéndose producido ya la cesión a otra entidad soberana del derecho a usar la violencia. Rebelarse contra semejante soberanía equivale a alzarse contra la razón. Por otro lado, ninguna acción llevada a cabo por el soberano debe considerarse injuriosa al ser producto de un consenso, obtenido en virtud de un acuerdo anterior.

¿Cómo puede la criminología clásica, inspirada en la Ilustración, estar a favor del poder ilimitado? Hobbes considera que el poder soberano debe ser tan amplio como la imaginación pueda concebir; aunque exista el temor de que el ejercicio de una auto-ridad semejante pueda tener consecuencias nefastas, su ausencia ocasionaría problemas aún mayores, es decir, la guerra permanente entre semejantes.

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La criminología clásica, guiada por una idea de contrato social, utiliza tal idea como puro artificio intelectual; adopta una noción de carácter más general, según la cual «el contenido y la forma del derecho moderno no se fundan en la voluntad de Dios, sino en la voluntad y los deseos de los hombres que tratan de dar respuesta a sus problemas» (Morrison, 1995: 71).

Sin embargo, como se aclarará más tarde, la criminología clásica oscila entre la aceptación y el rechazo del pensamiento hobbesiano; los aspectos de este pensamiento que son particularmente bien recibidos por los primeros criminólogos giran en torno a los conceptos de «venganza» y «perdón». La venganza, que retribuye el daño con el daño, no comporta una consideración de los efectos venideros, sino sólo del mal infligido en el pasado. Por tanto, la retribución no se preocupa de reformar a las personas malvadas; al contrario, sólo el perdón constituye una vía posible hacia la rehabilitación. Hobbes advierte que la pena no puede ser aplicada si no es con propósitos correctivos o de disuasión general.

La venganza es como un triunfo; gloriarse mientras se hace daño a los...

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