Ayer

AutorRafael de Mendizábal Allende
Páginas41-75

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1. La revisión judicial de las leyes y de los actos del Gobierno

En un vertiginoso regreso por el túnel del tiempo, como un reportaje televisivo, me encuentro ahora en la inauguración de un mandato presidencial de los recién nacidos Estados Unidos de Amé-rica. Washington, 1801. Cuando el Presidente electo Thomas Jefferson1 levanta la mano derecha para jurar el cargo frente a la figura togada de su archienemigo, el larguirucho “Chief Justice” John Marshall, nombrado para presidir el Tribunal Supremo poco tiempo ha por el saliente, John Adams, no puede imaginar la revolución que se le avecina, a golpe de sentencias, hasta construir con ellas lo sólidos cimientos de una nación, haciendo verdad el lema pluribus in unum. Para ello hará de un cachivache institucional, con doce años de vida vegetativa y sin sede propia, que su primer presidente John Jay, había abandonado por inocuo, el más poderoso Tribunal del mundo2. Le bastará un caso mínimo, porque sólo quienes no son jueces ignoran que imaginatio facit casum, aun cuando primero había cuidado de concertar las voces plurales de los jueces, sustituyendo el uso inglés de que cada cual expresara individualmente su opinión, cuya suma según cada signo daba el fallo, por la opinión del colegio o de su mayoría, expresada por una sola voz –generalmente la suya–, pero con posibilidad de exteriorizar las opiniones discrepantes. Templado el orfeón de tal guisa, no tardará en tener ante sí la partitura de un motivo nada espectacular.

El caso Marbury v. Madison ha sido expuesto y analizado mil y una veces. Una más, con brevedad, no hará daño3. Entre noviembre de 1800, cuando los republicanos obtuvieron el triunfo en las elecciones presidenciales y marzo de 1801, cuando comenzó su andadura la

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nueva Administración, los federalistas pretendieron dejar un poder judicial adicto, a modo de testamento. No sólo fue elevado Marshall a la presidencia del Tribunal Supremo, sino que el Presidente de los Estados Unidos que salía, Adams, nombró cuarenta y dos Jueces de Paz, “nombramientos de media noche” ratificados por el Senado y cuyas credenciales habían sido expedidas, firmadas y selladas, pero no entregadas a los interesados, quedando en el despacho del Secretario de Estado cesante, John Marshall, que las olvidó en los últimos momentos de su mandato y cuyo sucesor, James Madison, las destruyó. Uno de los nombrados para el Distrito de Columbia, William Mar-bury, le demandó ante el Tribunal Supremo pidiendo que se le reconociera su derecho al cargo, librándole al efecto el correspondiente mandamiento en el ejercicio de su “jurisdicción original” (en única instancia, según nuestra terminología).

El nombramiento de Marbury era válido e incluso sin la entrega de la credencial el nombrado tenía un derecho adquirido (vested) a él. Es misión de “un gobierno de leyes y no de hombres” protegerlo y habiendo un derecho, también había un remedio, la orden judicial para su efectividad. Una vez establecido que el nombramiento, como acto administrativo reglado, estaba dentro del ámbito de la jurisdicción del Tribunal (premisa ya de suyo importante), a diferencia de los actos discrecionales de naturaleza política, exentos, quedaba por saber si el Supremo podía dirigir una orden al Ejecutivo, un Writ de Mandamus como le autorizaba la Sección 13 de la Ley Judicial de 1789. Con el argumento de que el Tribunal Supremo era constitucionalmente juez de apelación, no de instancia, se negó tal posibilidad. Por tanto ese precepto legal que pretendió conferirle competencia de tal guisa, era inconstitucional. Con esa renuncia a ejercer las potestades que le otorgaba aquella ley, por considerarla contraria a la Constitución, asumía sin embargo el poder de sentarse sobre ésta, haciendo valer la “supremacía judicial” e inaugurando así lo que medio siglo después daría en llamarse el “gobierno de los Jueces”4.

Nació pues, en 1803, la justicia constitucional que consiste en la revisión judicial de las leyes y de los actos del Gobierno5, como una manifestación más de la función jurisdiccional, al hilo siempre del caso concreto, vivito y coleando, sin abstracción alguna, en manos de todos los jueces, aunque la última palabra fuera dicha por el Supremo. No hay esquizofrenia funcional, ni dos jurisdicciones, la consti-

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tucional y la ordinaria, ni dos dimensiones normativas simétricas, ni dos justicias, la constitucional y la material. No hay posibilidad, pues, de tensiones o conflictos. La “ley suprema” y las demás están unidas indisolublemente en un conjunto que se explica recíprocamente. Esta hazaña (ya “fazañas” en la Castilla medieval se llamaba a las sentencias de sus jueces) fue posible por un cúmulo de factores convergentes, entre los que cuentan la concepción del common law con un alcance trascendente y el contexto en el cual se elabora la Constitución, donde se suscitó esa posibilidad, aunque no faltaran voces discrepantes, como luego se dirá. Ahora bien, la sucinta Constitución no acoge esta solución (pero tampoco la rechaza, se dirá luego) en su Artículo III, dedicado a la rama judicial, con seis escuetos párrafos, solución que no nace, pues, ex nihilo pero sí inventa o encuentra el Tribunal Supremo. Conviene subrayar estas circunstancias. Por los años en que Napoleón se coronará a sí mismo, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, por sí y ante sí, se arroga la función de enjuiciar a los otros dos Poderes apoderándose de la Constitución.

En las trece Colonias estaba latente, desde su origen un siglo atrás6, la convicción de que existen unas normas superiores al Derecho ordinario, vinculada al common law, ley de la tierra. “Los comienzos de las Constituciones rígidas se encuentran en el siglo XVII”, observa Bryce. “Los primeros pobladores de las colonias británicas en América del Norte habían vivido bajo gobiernos creados en cartas reales inalterables por las legislaturas coloniales”. Así llegó a hacerse familiar la idea de un instrumento superior a la legislatura y a las leyes”7 Es el covenant, pacto en el cual los colonos establecen las condiciones de su propio gobierno. Uno de los primeros, y desde luego el más conocido, es el que suscribieran los Pilgrimfathers a bordo del Mayflover el 11 de noviembre de 1620, origen de la fundación de New Plymouth8. Por otra parte las “cartas” de libertades, privilegios y organización otorgadas por el Rey, si la Colonia era de la Corona o por el Señor (si eran señoriales), como las que Carlos II dio a Connecticut en 16399, donde se utiliza ya el calificativo “fundamental” para la ordenanza, se limitaban muchas veces a conformar el pacto originario “cartas pueblas” o “fueros” en nuestra terminología, con rango superior al de las disposiciones aprobadas por las asambleas de los vecinos10. Tan es así que hoy mismo los magistrados del Tribunal Supremo han sido llamados los custodios, conservadores o mantenedores del covenant11.

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Desde una perspectiva teórica, aun cuando hincada en esa misma raíz, ya en 1761 había dicho James Otis12 que todo acto contrario a la Constitución es nulo y Hamilton, en 1788, desde el concepto de “Constitución limitada”, explicó que las limitaciones constitucionales “no pueden ser preservadas en la práctica sino por medio de los Tribunales de Justicia cuya función ha de consistir en declarar nulos todos los actos contrarios al tenor manifiesto de la Constitución, sin lo cual todo derecho quedaría en nada. Alguna perplejidad puede producir la función de los Tribunales para un tal pronunciamiento –anulación de los actos legislativos– por contradecir la Constitución, que parece implicar la superioridad del judicial sobre el poder legislativo. No es así. Ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido porque significaría que la representación del pueblo es superior al mismo pueblo. Los Tribunales se han diseñado como un cuerpo intermedio entre el pueblo y la legislatura para mantener a ésta dentro de los límites que le están asignados. La inter-pretación de las leyes es el propio y peculiar ámbito de los Tribunales. Una Constitución es en realidad y debe ser contemplada por los jueces como una ley fundamental”13.

En definitiva, las ideas y la realidad social que les había dado vida estaban en el ambiente como el polen en el aire, listas para fecundar las instituciones y encarnarse en ellas cuando se diere la coyuntura propicia, con un hombre que estuviere allí, en el lugar y en el tiempo adecuados, como Marshall14. Sin embargo, aunque confluyeran la Historia y la razón, el subconsciente colectivo y el super-yo, tengo para mi que la causa profunda fue el carácter de los hombres, el talante de los jueces que, como los demás funcionarios coloniales, estaban más cerca de la tierra que del Príncipe de un Reino lejano del cual habían huido sus antepasados buscando la libertad. Los jueces no se sentían delegados regios sino servidores de sus conciudadanos, con una carga latente de rebeldía hecha en seguida realidad en la Revolución y en la lucha por la independencia. No parece por tanto sorprendente que, acostumbrados a poner en solfa la soberanía opresora, desconfiaran también de la que ellos mismos habían instaurado para que nunca degenerara en despotismo, como refleja inequivocamente el sistema para la elección del Presidente. Es paradójico, sin embargo, que ese freno actuara, a la vez, como fuerza de cohesión para constituir un poder federal efectivo, ante el peligro de

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disgregación que significaba la práctica, hasta entonces existente, de que...

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