Avatares de la sociedad de consumo Española

AutorJosé Castillo Castillo
CargoCatedrático de Sociología
Páginas12-20

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Desde hace un par de décadas, las expresiones sociedad de consumo, sociedad-de abun-dancia, sociedad opulenta -y otras similares- son de uso común entre nosotros. Tanto el hombre de la calle como el experto las emplean a menudo. Quizá esta familiaridad con las mismas haga que su significado sea impreciso: se usan indistintamente, reflejando con ellas cosas dispares. Lo mismo se quiere describir una sociedad en que todas las necesidades son satisfechas, que una sociedad en que todas Ia3 diferencias sociales han menguado, que una sociedad en que las masas llenan con su presencia el escenario social, que una multitud de otras cosas, más o menos relacionadas entre sí. En muchos casos, las diferencias de significado son de simple matiz, pero aún así las expresiones se emplean con bastante desenfado 1. Tampoco el acuerdo es mayor con respecto a las consecuencias sociales de este estado de supuesto bienestar generalizado. Si para algunos, pongo por caso, libera al hombre de las servidumbres inherentes a la escasez; para otros, le somete a un nuevo encadenamiento, si bien más sutil que el anterior. Por mi parte -por no entrar en debates conceptuales y mucho menos en discusiones terminológicas-, me acojo, de un lado, a la habitual imprecisión definidora, con la salvedad de que, como mínimo, pienso que en las sociedades de consumo, opulentas o de abundancia, se halla generalizado el disfrute de bienes suntuosos: en ellas, la mayoría de la población puede satisfacer cumplidamente algo más que sus necesidades elementales, y, de otro, parto de la enorme dificultad -si no, imposibilidad- de distinguid el consumidor libre del consumidor alienado, al menos a gusto de todas las partes contendientes, incluidos los propios consumidores.

Sentados estos dos puntos de partida -aun que vagos e imprecisos, pienso que suficientes para abrir camino-, paso a analizar algunos aspectos característicos de la sociedad de consumo española. Para ello, divido su corta historia en cinco etapas: una primera, en la que nace la idea de sociedad de consumo; una segunda, en la que aparece la idea del consumidor rebelde; una tercera, en la que surge la idea de la materialización del consumo de masas, una cuarta, en la que entran en escena los cachorros de la sociedad de consumo, y una quinta, en la que domina la crisis económica 2. Mitesis es la de que, en cada una de estas etapas, tienen más relieve social -e incluso más realidad- ideas relativas a la sociedad de consumo que la propia realidad a que se refieren.

Nacimiento de la idea de sociedad de consumo La idea de que la sociedad española es una sociedad de consumo hace aparición en la primera oportunidad que se le ofrece: prácticamente, apenas acabada la dura etapa del plan de estabilización de 1959, cuando-el proceso de desarrollo económico empieza a hacer sentir sus efectos. «Durante estos últimos años, escribe en 1 969 -no sin cierto retraso- la firma colectiva Arturo López Muñoz, hemos oído hablar con insistencia de la sociedad de bienestar y sus conquistas refiriéndose a nuestra sociedad y a los avances experimentados por la economía nacional. Es decir, que, siguiendo las pautas ya marcadas por otras sociedades más avanzadas, nos habíamos sumergido plenamente en las delicias de la civilización del consumo de masas, lo cual significaba que las mercancías, antes patrimonio de una minoría, lo eran ahora de la mayor parte de la población» 3.

Es cierto que, ya a comienzos de los años sesenta, se experimenta un notable incremento de la renta nacional, que se produce un importante crecimiento industrial, que las grandes urbes dan señales de modernización 4, y, muy en particular, que los bienes específicos de la sociedad de consumo comienzan a hacer notar su presencia. Así, en lo referente al automóvil, si en 1953 el número de turismos en circulación era de 85.840, lo que significaba tres por cada mil habitantes; en 1962, la cifra había ascendido a 440.661, o sea, a catorce por cada mil españoles. Asimismo, durante estos años, se duplicó el número de teléfonos, y en 1963 ya existían unos doce receptores de televisión por mil habitantes, cuando la producción de estos aparatos había comenzado sólo cinco años antes. Entre 1960 y 1964, se produce una considerable difusión de los llamados aparatos electrodomésticos. Este progreso económico se reflejaba ya en los datos aportados por las dos encuestas de presupuestos familiares realizadas hasta aquel entonces: no sólo aumenta el consumo por hogar y persona de 1958 a 1964, sino que la distribución de los gastos evoluciona en el sentido de dedicar una proporción menor de dinero en 1964 que en 1 958 a la alimentación y una proporción superior a gastos diversos que es la categoría que engloba los bienes y servicios más super-fluos. Lo que cumplía para España, como medida del progreso material de nuestro país,Page 13 el principio económico formulado en el siglo pasado por Ernst Engel. En suma, el español medio de aquellos años contaba con más y más vanados servicios y productos de orden superior que sólo unos lustros antes 5.

Con esta mejora real de la economía española, no puede tacharse de puro disparate -ni mucho menos, de despropósito- que se comenzara a calificar tan tempranamente a nuestro país de sociedad de consumo: para que una especie propagandística tenga alguna posibilidad de éxito requiere que no violente demasiado la evidencia, basta con que exagere los hechos. Y esto fue lo que sucedió por aquellos primeros años de la década de los sesenta. La idea de la sociedad de consumo empezó, pues, a calar en muchos españoles; alentados ciertamente por la propaganda oficial, pero movidos también por sus anhelos y ensoñaciones, que les predisponían a la credulidad.

Mas, una cosa son los deseos y otra la realidad. Pues lo cierto es que este español medio percibía una renta que era siete veces inferior a la del norteamericano, la quinta parte de la del inglés, la cuarta parte de la del alemán, la tercera parte de la del francés y la mitad de la del italiano. En parecidas condiciones a la nuestra, se hallaban los griegos, y, por bajo de nosotros, los portugueses. Esta desigualdad de rentas se manifestaba, consecuentemente, en un consumo diferencial de bienes superiores. Así, mientras nosotros contábamos en 1962 con catorce automóviles por cada mil habitantes, los norteamericanos tenían 351; los franceses, 119; los italianos, 60, y los portugueses, 21. Frente a nuestros 68 teléfonos por cada mil habitantes, los países que acabo de citar poseían, respectivamente, 430, 107 y 51. Y, en cuanto a receptores de televisión, los norteamericanos poseían una cantidad treinta veces superior a la nuestra y los franceses e italianos siete veces superior 6. Ante este panorama internacional -en el que España empezaba a contar, pero en el que ciertamente no ocupaba un lugar muy brillante-, la proclama del ingreso español en el círculo privilegiado de las sociedades opulentas resultaba como mínimo prematura. Pero es que, además, "las cifras anteriores se refieren a un hipotético español medio que sólo existe en la mente de estadísticos, economistas, sociólogos y otros estudiosos habituados a resumir realidades complejas en conceptos simples -cuando no, simplistas-. Es, por tanto, necesario aproximarse algo más a la realidad: en concreto, determinar cómo se distribuían socialmente los beneficios del crecimiento económico puesto en marcha en España a principios de los años sesenta. Ya que, si estos beneficios consisten en el incremento de bienes económicos, no se puede hablar de una verdadera sociedad de consumo de masas, si no se ponen al alcance de la gran mayoría de los individuos que componen la sociedad. En otros términos, es preciso comprobar si el mayor bienestar conseguido se había acumulado en unas pocas manos o si había transcendido a grandes sectores de población. Lamentablemente, sobre este punto, apenas se dispone de datos -tanto menos, en aquel entonces- y los pocos con que se cuenta presentan grandes limitaciones. Aún así, nos advierten por lo pronto del fuerte desequilibrio en la distribución espacial de la renta nacional. Según los estudios que, por aquellos tiempos, realizaba el Banco de Bilbao, entre las distintas provincias españolas existía una gran disparidad tanto en los ingresos per cápita como en los ingresos totales: se daba una escala de ingresos que iba desde las treinta y una mil pesetas por habitante de Guipúzcoa a las nueve mil de Orense 7. Y, por lo que respecta a la distribución de la renta por categorías socioeconómicas, se pone también de manifiesto una acusada desigualdad. La información para 1964 nos la acaban de proporcionar F. Murillo y M. Bel-trán: así, pongo por caso, mientras los trabajadores manuales, cuyos hogares representaban el 26,42 por 100 del total de los hogares españoles, percibían el 22,18 por 100 de la renta total; los profesionales liberales percibían el 4,40 por 100 de ésta, cuando sus hogares representaban el 1,91 por 1008. Asimismo, como expresión de esta diferencia de ingresos, se puede consignar el consumo diferencial de bienes duraderos por las distintas categorías socio-económicas en que se distribuía nuestra sociedad por la misma fecha. Si nos atenemos a sólo dos de estos bienes, se observa que las cuatro quintas partes de lo que se podría denominar clase alta urbana, compuesta por empresarios de grandes y medianas empresas, profesionales liberales, altos cargos, etcétera, poseían frigorífico; mientras que sólo lo poseían la tercera parte de los empresarios agrícolas sin obreros fijos y menos del uno por ciento de los jornaleros del campo. En cuanto a la lavadora, si bien las distancias eran menores, no eran despreciables: la clase alta urbana la poseía en su casi totalidad...

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