El Estado de las Autonomías en tiempo de reformas

AutorJosé Antonio Portero Molina
Cargo del AutorCatedrático Derecho Constitucional. Universidad de La Coruña
Páginas39-63

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I Introducción

Las elecciones generales del pasado 14 de marzo de 2004 han abierto la puerta a un proceso de reformas del Estado de las Autonomías. No se trata ya de reformas estatutarias como las que en distintos momentos se han producido a lo largo de veinticinco años, sino de reformas que, al menos en los Estatutos de algunas comunidades Autónomas, parece que serán de mayor alcance, y de reformas de la Constitución, de momento sólo señaladas pero no concretadas por el Gobierno, que afectarían, con distinta intensidad, al modelo territorial de Estado, diseñado en sus líneas maestras en la Constitución y desarrollado en los Estatutos vigentes. El proceso arranca del impulso propiciado por el cambio de Gobierno y por la propia correlación de fuerzas que las elecciones impusieron en las Cortes Generales, al dejar al gobierno socialista sin la mayoría absoluta y necesitado del apoyo de la Esquerra Republicana de Cataluña, una fuerza nacionalista y, más exactamente, independentista. Pero hay más. Los resultados de las elecciones autonómicas de Cataluña, en noviembre de 2003, y la formación en esa Comunidad de un gobierno tripartito del PSC, ERC e IC-Els Verts, duplican la fuerza de aquel impulso que se transforma así en una exigencia de reforma del Estatuto catalán que el gobierno central habrá de afrontar. Asimismo, la reforma del Estatuto vasco, el llamado Plan Ibarreche, se presenta como una propuesta de gran calado que, cuando termino de escribir estas páginas, ha cumplido ya con éxito el primer y relevante paso de su andadura procedi-mental, al haber sido aprobado por el Parlamento de Vitoria y encontrarse, ya, a las puertas del Congreso de los Diputados. Otras propuestas de reformas estatutarias, en Cataluña, Andalucía, en Valencia o Galicia se encuentran en fases distintas de discusión y elaboración.

En cuanto a la reforma constitucional, todavía en sus inicios, son públicas las posiciones del gobierno que ha delimitado sus propuestas, aunque, eso sí, con un alto grado de imprecisión en estos momentos. Y, también inicialmente, el primer partido de la oposición ha hecho públicas las suyas, coincidentes con las que sostuvo cuando estaba en el gobierno, expresando su rechazo a dichas reformas constitucionales por entenderlas, en parte, innecesarias para el buen funcionamiento del Estado Autonó-

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mico, y en parte por interpretar que no se dan las circunstancias políticas favorables para abrir el proceso de reformas.

Estamos, pues, en tiempos de reformas del Estado de las Autonomías. Unas reformas, las estatutarias y las constitucionales que, en términos generales, me atrevo a calificar de jurídicamente prescindibles, lo que no quita para que, al mismo tiempo, pudieran, algunas de ellas y a la espera de su concreción, contribuir a mejorar algunos aspectos no sustanciales, por eso lo de prescindibles, del modelo autonómico, sea porque lo adecuarían a la realidad, obviamente cambiante por razones internas y externas al propio Estado, sea porque contribuirían a una mejor ordenación formal del conjunto del ordenamiento jurídico compuesto estatal. En todo caso, sí que parecen políticamente inevitables, algunas de ellas.

Se ha dicho a menudo que la Constitución, que sí contiene e impone todos los elementos propios de un Estado democrático y social de derecho, no impone el Estado de las Autonomías, aunque contiene los principios que lo inspiran, las reglas que delimitaban el procedimiento y los ritmos a seguir para constituirlo, otras que prefiguraban su organización institucional, otras que ofertaban su posible contenido de poder y otras, en fin, que hacían predecibles los modos de funcionamiento y articulación de dicho Estado. En un ejercicio de pura especulación es cierto que puede decirse que, a falta de voluntad política, el Estado de las Autonomías podría no haber nacido sin que ello hubiera entrañado vulneración alguna de la letra de la Constitución que no lo impone, aunque ello sí hubiera supuesto que, en efecto, quedara en nada uno de sus componentes estructurales que, porque la hacen inconfundible y expresan una de las decisiones fundamentales del poder constituyente, convierte en irreformable, en su significado más profundo, al artículo 2. Pero ese ejercicio de especulación solo podría explicarse desde el absoluto desconocimiento de la historia política española y de la realidad también política del momento constituyente. Ninguna especulación constituye, en cambio, la afirmación de que el diseño o proyecto de Estado de las Autonomías que los constituyentes tuvieron en su mente estaba encaminado a configurar dos clases de Comunidades, con diferentes niveles de auto-gobierno. Pero es evidente que aquel diseño muy poco tiene que ver con la que hoy es la realidad consolidada de un Estado Autonómico, presidido por los principios de unidad, diversidad, solidaridad e igualdad sustancial de las posiciones jurídicas de las Comunidades Autónomas.

Los constituyentes de 1978, elegidos en junio de 1977, sabían bien que una de las tareas capitales de aquel momento era la de dar una respuesta eficaz y, a poder ser, definitiva, a la antigua y pujante reivindicación de autogobierno planteada por importantes fuerzas políticas en Cataluña y el País Vasco con gran intensidad, y en Galicia y otros territorios de modo menos acuciante. La autonomía política se percibía pues, como una respuesta a una reivindicación histórica capaz de desplegarse con un alto potencial conflictivo. Y al mismo tiempo aparecía como una técnica de

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organización y distribución del poder estatal más apta para responder a las necesidades de una sociedad industrial, compleja y moderna, que las técnicas propias del modelo centralista de Estado sobradamente experimentado en España, especialmente durante el franquismo. Estas dos dimensiones de la descentralización, la política y la técnica, se aunaban en el Estado de las Autonomías que, sin esa denominación, ni ninguna otra, venía a prefigurar la Constitución porque, aún no imponiéndolo, sabían los constituyentes que ningún Estado constitucional democrático sería viable en España si no era, al mismo tiempo, un Estado políticamente descentralizado. Buena prueba de ello fueron los Decretos preconstitucionales que establecieron los regímenes preautonómicos, porque vinieron a constatar que el proceso constituyente de 1978 viajaba en un carruaje con enganche de dos caballos, no en tronco sino a la limonera y por ese orden, la democracia y la autonomía, que, irremediablemente, habían de tener su imprescindible reconocimiento en el texto constitucional como componentes estructurales del Estado. Imprescindible sí, pero desigual en el punto de partida porque, mientras el Estado democrático de las libertades, la división de poderes y el imperio de la ley quedaban bien configurados y anclados en la Constitución, el Estado de las Autonomías figuraba como proyecto, altamente probable eso sí, pero tan difuso y abierto que su dependencia de la voluntad política ha sido evidente hasta fechas recientes, cuando el proceso de su construcción ha podido darse por finalizado. Veinticinco años después, el Estado de las Autonomías es, a mi juicio, una realidad estatal terminada, porque sus componentes fundamentales tienen plena existencia jurídica y porque el potencial de autogobierno que el modelo alberga se encuentra ya desplegado en sus contenidos más relevantes, sin que los que aún pudieran quedar por desenvolverse tengan un carácter tan esencial como para sostener, como algunas opiniones pretenden, que el edificio estatal sigue sin terminar; y mucho menos aún porque, como sostienen otros, los Estados descentralizados sean, por su propia naturaleza, un proceso interminable y no una realidad que pudiera darse algún día por enteramente construida. El Estado de las Autonomías, desde su diseño constitucional, no tiene, por lo que hace a la articulación de sus miembros con el Estado o a su interna institucionalización, o a la asunción de las competencias constitucionalmente previstas, ninguna carencia relevante que le impida un funcionamiento correcto. Quiero con esto decir que las innovaciones constitucionales, vía reforma o vía mutación, que pudieran producirse en materia de Comunidades Autónomas, no serían la respuesta inexcusable a una carencia insoportable de ese Estado descentralizado, sino manifestaciones normales y propias del carácter abierto de toda norma constitucional, también de las Constituciones de los Estados centralizados. Desde esa perspectiva, no puedo compartir la posición de quienes sostienen que el Estado de las Autonomías no está, en cuanto a su articulación territorial y a la distribución del poder, cerrado o definido, de modo que, por ser esencialmente un modelo abierto o indefinido, algún día podría llegar a

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ser cualquier otra cosa, sin cambiar su Constitución esencial. El Estado de las Autonomías ni es, al cabo de un proceso complejo de definiciones, un modelo indefinido ni está ilimitadamente abierto, sino que posee en su Constitución límites materiales y formales.

II Breve caracterización del proceso de construcción del estado de las autonomías

De lo dicho puede deducirse que de la sola lectura de la Constitución difícilmente podría alguien extraer un conocimiento aproximado de lo que es, en la actualidad, el Estado de las Autonomías. Y es que ni los constituyentes más imaginativos hubieran acertado a pronosticar el desarrollo que ese Estado ha alcanzado al cumplirse el vigésimo sexto aniversario de la aprobación de la Constitución y el vigésimo segundo de la aprobación...

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